Antología. Colección de piezas escogidas de literatura, música, etc. Dícese de aquello que se elige de entre un universo mucho más amplio porque se considera digno de tal distinción, acaso extraordinario, según reza el diccionario de la Real Academia, siempre útil al momento de avanzar en terreno pantanoso. Y este lo es. Existen tantos atributos como características para agrupar textos y escritores. Pueden reunirse por los más diversos criterios: el estilo, las ansiedades, las formas de contar, el tema, el género. Pero qué ocurre cuando la categoría elegida viene impuesta desde fuera; cuando, en sí misma, no es estrictamente literaria. Qué sucede cuando los seleccionados para una antología tienen en un común un solo aspecto: la edad.
Esa es la primera pregunta que asalta al lector al toparse con los volúmenes Última temporada (Lengua de Trapo) y Bajo 30 (Salto de Página), dos colecciones que recogen textos narrativos de 34 escritores españoles -20 en una y 14 en la otra- nacidos entre 1980 y 1989. Partiendo de esa idea, lo literario parece un atributo desplazado. Se queda el lector con un enunciado que puede jugar el truco de las reivindicaciones. Nos importan estos escritores, primero porque nacieron en un año específico, y en segundo lugar, porque escriben. Esa sería la ecuación básica que se desprende de un criterio que no es nuevo pero sí tramposo, acaso porque se pregunta uno si debería -¿o no?- de estar superado. Cada generación ha tenido su anuario, esa foto de grupo más o menos fija que separa a unos de otros en el tiempo. Sus responsables sin embargo, plantean un cortafuego: la categoría edad es pragmática. ¿Por qué se hacen estas antologías? ¿Su publicación rubrica tal cosa como una generación? ¿Quién las lee? ¿Tienen sentido más allá de la voluntad de quien escoge? ¿Quién tiene en verdad la voz cantante: los escritores o quien los presenta?
¿Antología o desagravio? Ese problema llamado prólogo
Dicho lo anterior y abonada la dosis de escepticismo saludable que necesitan este tipo de libros, toca entrar en materia sin perder de vista dos cosas: que Douglas Coupland ya está mayor y que Molly Bloom anda por ahí taconeando. Contra estas cuestiones –el síndrome de la irrupción y la novedad como si tal cosa fuese posible- se vacunan los antólogos Alberto Olmos y Juan Gómez Bárcena en sus prólogos. Al menos en lo que a ciertos asuntos respecta, ambos evitan el empacho. Que la palabra joven es sospechosa lo dejan tan claro como que la calidad literaria no está reñida con la edad que tienen quienes escriben. Subrayan muchas otras cosas: que lo de irrumpir en el medio literario es cosa de otro tiempo y que lo nuevo como atributo resulta demasiado huidizo como para dar un paso al frente. Sin embargo, y a pesar de las apostillas de sensatez, un cierto tufillo militante y de desagravio se respira –no en los textos- sino en el pliego de intenciones que los anteceden. Si los autores de los ochenta –dice Juan Gómez Bárcena en las páginas previas de Bajo 30- no son tan visibles ahora como sus predecesores de los sesenta y los setenta será acaso por un asunto más editorial que literario –acota luego, pero después de apretar a los sellos más grandes, que esa invisibilidad proviene también del hecho de que los integrantes de las más recientes promociones no se reconocen entre sí-. Un argumento parecido esgrime Alberto Olmos en el prólogo de Última temporada.
“Cada década tiene su impronta, nadie sale impune de su año de origen”, dice Alberto Olmos en el prólogo de Última temporada.
Entre las dos antologías quedan incluidos 34 escritores, en verdad 25, ya que algunos como Aloma Rodríguez, Aixa de La Cruz, Cristina Morales, Juan Gómez Bárcena, Jenn Díaz, Juan Soto Ivars o Guillermo Aguirre aparecen en ambos volúmenes. “Cada década tiene su impronta”, escribe Olmos. Lo que hace pensar, según él, que nadie “sale impune de su año de origen”. Al plantear la naturaleza del grupo que él mismo ha confeccionado, Olmos habla de estos autores como integrantes de una generación precaria –económica e institucionalmente-. Nunca han recibido adelantos de una editorial, no conocen lo que es una beca de creación y tampoco saben lo que es cobrar por sus textos. Los 20 autores elegidos por Olmos -10 escritores y 10 escritoras, en estricto e intencionado cumplimiento de la paridad de género- que integran Última temporada están, según él, apartados de un status quo cultural descrito con cierta inquina –para Olmos, el lugar que detentan Vila Matas o Javier Marías es, a su juicio, un algo casi empresarial, un cargo- y desprovistos del patrocinio institucional del que gozaron otras promociones. Juan Gómez Bárcena plantea esa misma lógica: editoriales e instituciones han dado la espalda a los narradores que se presentan ante el lector.
Para dejar clara esa idea, en el prólogo de Bajo 30, Juan Gómez Bárcena utiliza lo que sería, a su juicio, un indicador “de referencia nacional” como el Premio Herralde de Novela. Entre 1998 y 2001 éste concedió premios finalistas a tres autores de los 70 cuando apenas superaban la veintena: Andrés Barba, Alberto Olmos y Andrés Neuman, con 26, 23 y 22 años respectivamente. No mucho mayor era Marcos Giralt Torrente en 1999, cuando con sólo 31 se alzaba con el primer premio del mismo certamen, o cuando Isaac Rosa obtuvo en 2004 el Premio Rómulo Gallegos con 30 años. En cambio, dice Bárcena, ningún autor hoy menor de treinta años ha sido reconocido con menciones semejantes, ni ha accedido siquiera al catálogo de Anagrama o Seix Barral. El hecho de que estos narradores ocupen una posición marginal con respecto a quienes les antecedieron, tampoco les convierte en amateurs ni mucho menos, afirman quienes han hecho la selección. En el caso de Bajo 30 de los 14 seleccionados, 11 ya tienen publicada al menos una novela o un libro de relatos en sellos independientes y cosechan premios literarios de prestigio. En Última temporada la proporción es total: de los 20 escritores elegidos, 20 ya han sido publicados.
Juan Gómez Bárcena plantea esa misma lógica: editoriales e instituciones han dado la espalda a los narradores que presentan ante el lector.
En lo que a literatura respecta, Olmos admite que en su elección hay bastante de gusto personal y describe, de forma más o menos sencilla, cómo ha decidido agruparlos: en una primera parte reúne los relatos de lo que él mismo describe como dedicados a “asuntos marginales”; las relaciones de pareja y conflictos familiares –muy presentes en ambas antologías- quedan contenidos en la segunda parte y una tercera que contiene lo que él llama relatos más preocupados por asuntos políticos–temas minoritarios, en tal caso, entre los 20- o reflexiones más amplias y colectivas. Algo, sin embargo, decepciona en las intenciones del prólogo de Olmos de la misma forma que el de Bárcena: el lector se queda con la impresión de que más que defender la literatura de sus escogidos, se entretienen los prologuistas en lanzar piedras contra quienes les anteceden. Ambos volúmenes dejan a los escritores elegidos a veces huérfanos, tal vez abandonados a su suerte, incluso poco reseñados en sus destrezas literarias y narrativas dentro de una selección que deja qué pensar, no por quiénes están incluidos, sino por los textos que de ellos se eligieron. Algunos parecen retazos, trozos de novelas sin un elemento que los sitúe en un territorio más firme y en el que podrían defenderse mejor dentro del conjunto. Sin embargo, así como existe esta percepción, en una segunda lectura también es posible buscar el reverso. Ese cambio de perspectiva depende de si ambas antologías se leen juntas o por separado.
La sensación deshilachada de unos textos que lucen, a veces, abandonados en una amplísima selección disminuye en Última temporada, entre otras cosas, porque todos los textos son inéditos y solicitados expresamente para el volumen, lo cual evita la irregularidad que se respira en Bajo 30. Muchos de los textos de la antología de Salto de página –no todos- pertenecen a libros ya publicados, incluso algunos son capítulos de novelas elegidos a conciencia justamente para evitar que la selección final tendiese exclusivamente hacia el relato, una distancia en la que no todos los autores se hallan cómodos –ni tienen por qué-. Bajo 30 apelaría, en ese caso, a una antología no de cuentistas, sino de narradores.
Estos escritores además de una edad, comparten dos cosas: un medio que les es hostil y una marcada heterogeneidad.
En ambas antologías quedan de manifiesto dos cosas. Estos escritores además de una edad, comparten dos cosas: un medio que les es hostil y una marcada heterogeneidad que se caracteriza por la hibridación de los géneros y un cierto espíritu de demolición que los emparenta pero no los aplasta; tampoco los etiqueta. Algunas voces se imponen sobre otras; es inevitable. Sin embargo, la elaboración literaria previa que hacen los antólogos de los textos elegidos es más visible en Bajo 30 que en Última temporada, acaso porque –en el prólogo- Olmos está más entretenido en hacer sangre que en defender a los autores que ha elegido o porque confía lo suficiente en ellos para no teorizar sobre su quehacer literario. El resultado de ambas antologías es, sin embargo, complementario. La una necesita de la otra y plantearlas como resultados opuestos es, a todas luces, inútil. De esa alimentación mutua sale ganando el lector. Autores como por ejemplo Aixa de la Cruz que ya golpea fuerte en Última temporada, estalla brillante en Bajo 30. Lo mismo ocurre con Aloma Rodríguez, cuya lectura se completa en el arco que trazan ambos libros juntos. La necesidad de no perderse esa gradación, ese salto, puede que sea la idea que une un volumen con otro, porque dialogan, se completan.
La devastación, una prenda común
Los nacidos en los años ochenta del mundo occidental están ya curados de espanto contra todo o casi todo: la guerra –como objeto heredado y como espectáculo, pero ¿acaso han vivido una que haya llegado a la puerta de casa?-; la migración –en teoría, nos movemos por elección, no porque nos persiga una peste, un ejército de ocupación o una plaga-; la caducidad del bienestar –las mercancías viajan y pierden valor más rápido que antes-; incluso, quienes hoy tienen treinta no podrían jactarse de haber descubierto nada nuevo en cosas que en algún momento se pensaron contraculturales como la droga o el sexo -¿realmente hemos esnifado o comido algún papelito o gragea que no se haya inventado ya en los sesenta y setenta y que vuelva ahora tecnificado?-. En otras palabras: nada de desfachateces efectistas ni imposturas noventosas –de aquellas que tanto gustaron a muchos críticos-. La suya es una literatura más sencilla, quizá por eso más genuina.
Más allá del hecho de que nada les pertenezca exclusivamente, este grupo de escritores comparte una ansiedad potente y desigual.
Todo cuanto ha llegado a sus manos es el resultado de un bocado que otros llevan años masticando y que alguien sirve a los comensales nacidos en los ochenta como una pasta ensalivada a la que van agregándose cosas: el punk dulcificado o acaso condimentado con una acritud distinta; la electrónica de micrrondas; el comunismo como reliquia y el capitalismo como nueva ruina; las instalaciones como superaciones del arte que ahora molan en los escaparates; las Torres Gemelas como confirmación de que el Apocalipsis contemporáneo se le ocurrió primero al cine; las series de televisión –el título Última temporada es un guiño a ello- como nuevo ejercicio lector; la política como un cuenco tan vacío como lejano y la escritura como raro artefacto que no siente la obligación de decir ni defender nada. Todo eso, sin ser dicho, aparece en estas páginas.
Más allá del hecho de que nada les pertenezca exclusivamente, este grupo de escritores comparte una ansiedad potente y desigual, un raro paisaje donde la devastación prevalece. Y no es que se trate de una sensación trágica, conscientemente dispuesta para generar un efecto: no. Simplemente ocurre y se expresa de las formas más distintas: desde los elefantes que emergen de la nada en Las obras de Guillermo Aguirre pasando por la furia con la que un hombre mata perezosos y lémures a golpes en el Zoopatías de Guillermo Aguirre o esa nada que empuja a un chico cualquiera, con una vida cualquiera, a viajar a Marrakech con una rara pareja de seguidores de Pynchon, como ocurre en N de Rorberto de Paz o incluso la rara y neurótica potencia que demuestra la prosa de María Folguera en Verlaine hijo.
Nada de desfachateces efectistas ni imposturas noventosas. La suya es una literatura más sencilla, acaso por eso más genuina.
La infancia como contenedor de las relaciones familiares viene y va, constantemente, y no como una añoranza, sino como un punto de partida para separar el lugar actual de aquel al que ya no se pertenece; ocurre muy en primer plano en Agosto, Teruel de Aloma Rodríguez, un texto antipático y entrañable; distante y próximo, todo junto como un aroma o un recuerdo. Los abuelos moribundos o ausentes cruzan como una sombra los relatos de Juan Gómez Bárcena –que usa la idea la muerte de la abuela para escribir algo parecido a una atrofiada historia de amor, Griselle-, también en Delfines, de Aloma Rodríguez –en este caso en Bajo 30- y Yo mataré monstruos por ti, de Víctor Balcells.
La familia, artefacto atrofiado y a veces decrépito, cruza los textos como el único hilo firme en lugares en los que lo grupal se mueve en un raro registro y lo político apenas y asoma, a veces en textos como Fatoumata Tourai y veinticinco hijos de puta, de Cristina Morales, o acaso como parodia o exageración en ¡Olé Los tanques!, de Juan Soto Ivars. Lo familiar es una nube que lo cubre todo; lo hace en La antesala de María Candeira o Una deslumbrante muestra de esplendor heterogéneo, de Julio Fuentes. La relación entre padres e hijos se atomiza, acaso ausente, en Vietnam, de Marta González Luque; entre hermanos, como el Television man, de Víctor Balcells o Los gusanos de seda, de Paula Cifuentes. La pareja entra y sale como sucedáneo de un hogar, así ocurre en El vuelo del moscardón, de Jenn Díaz y a veces, como hermético espacio en Todos bien, de Daniel Gascón.
Dar una lectura aplastante, asociativa, no sólo es estúpido sino inútil. Cada escritor es distinto, brilla o se despeña con un aliento propio.
Hay en ambas antologías voces fuertes, acaso por ásperas y rudas, por desagradables y magníficas: Ojalá nos cogerían, de Jimina Sabadú, un relato macarra y potentísimo, chocante pero sólido y conmovedor; los dos relatos de Aixa de la Cruz, quien ya en Abu Ghraib crea una historia fuerte en la que nada falta y estalla repugnante y perfecta, tristísima y solitaria, en Romperse; Se busca insecto palo de Miqui Otero inquieta y sorprende a la vez que otros, como el ¿Qué quieren estas personas que llaman de madrugada?, de Pablo Fidalgo Lareo descolocan –quizás porque queda algo gaseoso o incompleto tras leerlo.
Llama la atención algo en este grupo: en la mayoría de sus textos muy pocos salen de sus habitaciones. No se ganan la vida, no lidian con el mundo real. No hay camareros, tampoco oficinistas, conductores de taxis, bibliotecarios o profesores. Si los hay -en el caso, por ejemplo de Jimina Sabadú o Daniel Gascón, entre otros-, aparecen siempre en menor número. Se mantienen, casi todos, recluidos en un mundo donde la vida real se manifiesta en una dimensión individual. El asunto da qué pensar.
Pretender exhaustividad en la reseña de los autores y sus textos además de complicado es estúpido. Dar una lectura aplastante, asociativa, como a la que hemos tenido que recurrir para confeccionar un panorama mínimo de lectura puede resultar tan útil como inspeccionar un libro hojeándolo. Cada escritor es distinto, brilla o se despeña con un aliento propio, de ahí el carácter heterogéneo de dos antologías que actúan como un díptico. Una cosa queda clara: quienes integran este volumen son ante todo escritores, lo de la juventud no deja de ser eso, un criterio, una circunstancia que evolucionará -o no-.
Dos antologías, 25 escritores
Última temporada (Lengua de Trapo) reúne a veinte de esos escritores (diez escritores y diez escritoras) nacidos entre 1980 y 1989. Incluye relatos inéditos exclusivamente escritos para este volumen. Con prólogo de Alberto Olmos, incluye a los siguientes autores: Guillermo Aguirre, Víctor Balcells Matas, Matías Candeira, Paula Cifuentes, Aixa de la Cruz, Jenn Díaz, Laura fernández, Pablo Fidalgo Lareo, María Folguera, Salvador Galán Moreu, Daniel Gascón, Juan Gómez Bárcena, CRistina MOrales, Miqui Otero, Roberto de Paz, Aloma Rodríguez, Rebeca Le Rumeur, Jimina Sabadú, Juan Soto Ivars y María Zaragoza. La otra, Bajo 30 (Salto de Página) congrega a catorce narradores españoles nacidos a partir de 1983, es decir, menores de treinta años, algunos ya incluidos en la antología de Lengua de Trapo: Guillermo Aguirre, Víctor Balcells, Matías Candeira, Cristian Crusat, Irene Cuevas, Aixa de la Cruz, Jenn Díaz, María Folguera, Julio Fuertes, Juan Gómez Bárcena, Marta González Luque, Cristina Morales, Aloma Rodríguez, Almudena Sánchez y Juan Soto Ivars.