Cinco días antes de morir en un accidente de coche, Albert Camus le escribía su última carta a María Casares: “Estoy tan contento al pensar en volver a verte que me río mientras te escribo”. Camus nunca cumplió este deseo. Murió con 46 años, cerca del Día de Reyes, y María Casares tuvo que afrontar el resto de su existencia en soledad, en un mundo huérfano sin el gran amor de su vida.
Quizá, de haber tenido la posibilidad, habría vuelto al pasado, a revivir una noche en compañía del guapo filósofo –algunos le llamaban el Bogart francés-. Tal vez en alguno de los Cafés que solían frecuentar Camus hubiera verbalizado aquello que dejó escrito una vez: “Un amor no se conquista luchando con el mundo, sino contra uno mismo”.
El paso de los años nos aboca a encrucijadas que parecen no tener fin. De un plumazo, el guion que seguía nuestra vida se disuelve, y termina siendo algo que no se parece un comino a lo que cabía esperar. Hay muchos que recurren a las películas y los libros, como refugios imperecederos. Otros se lanzan al alcohol y otras drogas, y hay quien intenta acallar su vacío con una de las sustancias más adictivas –y baratas-; la nostalgia.
La nostalgia es ese licor que te tomas cuando sabes que ya no te hace falta y que puede sentarte mal. Hay dos formas de nostalgia: en compañía y en soledad. Cuando la degustas en compañía suele ser placentera. Ese rememorar entre amigos o familiares puede traer a la mesa a alguien que se fue, o aquellas anécdotas que se convierten en los mejores chistes. Puedes escucharlas mil veces y te seguirán haciendo gracia.
En cambio, la nostalgia en soledad tiende más a hacernos daño. A que miremos esa figura nebulosa que atisbamos entre recuerdos y que se parece a quien éramos. Acariciamos un mundo que se fue y unas expectativas que quedaron abandonadas para siempre en aquel pupitre, en aquellos paseos a la universidad o en aquellas conversaciones con colegas hasta altas horas de la noche.
Es inevitable que a medida que cumplamos años reflexionemos sobre si estamos mejor ahora que antes, si hemos sido más felices en otra época y las razones de que así sea. Hace poco vi una película francesa estrenada en 2019 llamada La Belle Époque (Nicolas Bedos). Cuenta la historia de Víctor, un sexagenario desilusionado, muerto en vida, tan pusilánime que apenas reacciona cuando descubre que su mujer le es infiel. Víctor encuentra su salvación en una empresa que ofrece a sus clientes la oportunidad de revivir el momento de su vida que ellos quieran. Solo tienes que facilitarles detalles sobre la época, la gente, los personajes… y ellos se encargan de que revivas ese momento que tantas veces has recordado en tu imaginación.
Víctor decide volver 40 años atrás, al momento en que conoció a su mujer en un Café de París. Aquella fantasía le sirve a Víctor para recordar quién era y qué es lo que le enamoró de su mujer. Le ayuda a ser consciente de cómo el tiempo ha hecho mella en su alma.
Desde que vi aquella película, no he hecho más que pensar qué momento elegiría yo para revivir. Hay uno que viene a mi memoria con cierta frecuencia, ese que se suele contar en las noches de copas con la banda. Tenía 22 años y vivía en Nueva York. Era la noche de Halloween y había quedado con amigos para pasear por el desfile que comienza en la Sexta Avenida y te permite contemplar el centro de Manhattan. Como disfraz escogí uno de “tipo del Bronx”. Básicamente me enfundé una gorra plana, pendientes y piercings falsos, collares… Una versión palentina de 50 cent.
Recuerdo la sensación de irrealidad que tuve aquella noche, paseando por la capital del mundo con cientos de personas disfrazadas y el Empire State iluminado para la ocasión. Y ahí estaba yo, un tío de Tierra de Campos. Aquella noche nos acompañaba una chica disfrazada de gata que me dejo noqueado. Rubia, guapísima, inalcanzable. El relato se alarga bastante, pero en resumidas cuentas, aquella noche cenamos juntos después del desfile; fuimos a un bar de copas; bebimos; besé a aquella chica a escondidas –no queríamos que nos viera su hermano mayor-; y terminé hablando sobre la vida con mi mejor amigo neoyorquino.
Es uno de los momentos top de mi existencia. Aúna épica, diversión, intensidad vital… Todo envuelto en algo fundamental: el futuro era un lienzo en blanco, todos los sueños estaban por cumplir, no había prisa, era joven y lo mejor estaba por llegar. Con la llegada de los años y las responsabilidades, tu campo abierto va quedando más y más limitado. Si algo echo de menos de aquellos tiempos es una suerte de vitalidad justificada, de mirada curiosa y confiada por lo que está por venir. Ahora, cada año que pasa, la gente que queremos se hace mayor, y en el horizonte asoman responsabilidades mayores –hijos y padres- o escenas que sabes que llegarán y te gustaría rebobinar hacia adelante.
Ese es el momento que habría escogido antes de que se fueran de mi vida personas importantes. Ahora habría pedido una Navidad con todos ellos en la mesa. Les echo tanto de menos que me quedaría callado, observándoles todo el rato, mirándoles con una sonrisa bobalicona y los ojos vidriosos.
Mi amigo Rubén Arranz, de existir una empresa como la de Belle Époque, habría escogido la época universitaria. “Los años universitarios son los más cómodos y fáciles. Hay un grupo de amigos con los que me junto una vez al año (y no nos hace falta vernos más para ser más amigos, como dice la canción de Los Amigos de San Sebastián) con los que me dediqué durante ese tiempo a leer, ver películas, salir varios días a la semana y viajar con Ryanair por 4 duros. Éramos pobres de narices, pero nos las ingeniamos para meternos varios en una empresa de publicidad y repartíamos folletos de supermercados por los buzones. 75 euros a la semana... para cine, viajes y libros. Vaya desgraciados. La vida se complica cuando acaba la universidad. Hay lazos que se estrechan, pero todo se va volviendo más difícil. Cuando te asomas a los 40, ves además que queda la mitad más compleja de la vida, que es la de perder energía, perder familiares, amigos, ver cómo se deteriora la salud... Dicen que todo mejora a partir de los 60 porque te preocupan menos las cosas que antes te quitaban el sueño, pero todavía queda mucho para ello”, me escribe en un mensaje.
Aquellos maravillosos años ya no volverán. María Casares no volvió a un Café de París con Albert Camus a hablar de lo humano y lo divino mientras se comían con la mirada. Yo ya no soy aquel que triunfó en la noche de Manhattan. Ni Rubén un estudiante sin preocupaciones. Pero la nostalgia no solo es conveniente evitarla por ser adictiva como el fentanilo, también es un engaño como aquel escenario de cartón-piedra donde intentan que Víctor recuerde algo que se perdió para siempre. Me siento agradecido por lo que he podido vivir, pero aspiro a que mi Belle Époque sea siempre el presente. Al menos lo intento.
kayser
Hermoso artículo. Siempre da usted en la tecla íntima de lo que nos hace humanos y une a los buenos de la película. Un gusto leerle