Cuando todo afuera es hostil y frío, uno solo quiere arroparse entre las mantas de una buena historia que le haga volar lo más lejos posible. La vida encierra caminos tortuosos y precipicios por los que solo asomarse da vértigo. Son momentos en los que el único sostén es la fe o la imaginación. Como aquel padre que en 'La vida es bella' inventa un mundo de maravilla para que el campo de concentración se convierta en un divertido juego para su hijo.
Cuando era niño, amenizaba el tedioso camino hacia el colegio imaginando que viajaba en una nave espacial, y que cada manzana era un planeta. Se puede apaciguar la mayor de las soledades cuando uno siente que es el personaje de una de sus películas favoritas. El cine es uno de los mejores refugios en aquellas tardes melancólicas de otoño donde lo único que se busca es pedirle a Sam que toque 'As time goes by' en el Rick's Cafe de Casablanca o preparar espaguetis en una raqueta para Shirley Maclaine en el apartamento de Jack Lemmon.
Porque “toda la vida es sueño”, como escribió Calderón de la Barca. Y en el filo de la noche, cuando esa rubia de ojos azules nos mira, podemos imaginar que somos Marlon Brando en 'La ley del silencio' aunque nos parezcamos más al Alfredo Landa de 'Manolo la nuit'. Cuando uno descubre el refugio de las películas, los libros y la música, es difícil volverse a interesar por el mundo exterior. De niño estaba tan enganchado a la fantasía que cuando me llamaban los amigos del barrio al portal las tardes de los domingos, muchas veces me inventaba que estaba malo o castigado para poder quedarme en casa y ver películas.
En ocasiones, el arte es el único salvavidas. En el primer capítulo del libro 'El arte de ser humanos' de Rob Riemen, publicado en Taurus, están buena parte de las claves de la existencia humana. El autor entrevista a sus tías, supervivientes de un campo de concentración en Japón en 1944. Necesita saber cómo fueron capaces de sobrevivir a aquello y cómo veían la era de la ansiedad en la que se encuentra el mundo actual.
“Todos los días teníamos que sacar cadáveres. Eran más y más. Estábamos rodeadas de muerte... Por eso me alegraba cuando oía el canto de los pájaros o veía las flores abrir. Nos imaginábamos de todo. Siempre algo con comida. Nos contábamos nuestras fantasías sobre los deliciosos platos indonesios que podríamos comer después de la guerra... Sin nuestra imaginación no habríamos aguantado. Y sin nuestra fe tampoco”, cuentan Lenie y Louise, las tías de Riemen.
Bach suena en la cárcel de Stalin
Una canción salvó al poeta polaco-judío Aleksander Wat, mientras estaba recluido por orden del déspota paranoico de Stalin en la temible cárcel de Lubianka, en Moscú. En 'Mi siglo', sus memorias, recuerda que mientras estiraba las piernas junto a otros prisioneros en la azotea de la prisión se escuchó desde un edificio cercano una canción de Johann Sebastian Bach. “Si la voz del hombre, si los instrumentos hechos por manos humanas, si el alma humana puede crear, aunque sea una sola vez en toda la historia, semejante armonía, belleza, verdad y poder con semejante unidad de inspiración, si eso existe, entonces cuán fugaz, cuán inexistente es todo el poder de un imperio”, pensó.
A Primo Levi, mientras pasaba penurias en el campo nazi de Auschwitz, fue la evocación del descenso a los infiernos de Dante en la Divina Comedia lo que le dio fuerzas para continuar. “Para vida animal no habéis nacido, sino para adquirir virtud y ciencia”.
La música, el cine, el arte pueden romper las cadenas de la crueldad más repugnante. En 'Cadena Perpetua' (Frank Darabont, 1994) se presenta la más bella metáfora sobre la liberación del alma a través de la belleza. El protagonista, Tim Robbins, aprovecha un descuido de los guardias del presidio para poner ópera en el tocadiscos, y regalarle este aliento musical a todos los presos a través de la megafonía.
Se hace el silencio en el patio de la cárcel, y en un momento de poesía total todos alzan su mirada al cielo mientras esas voces en italiano resuenan en el corazón de aquellos desgraciados. Por un momento, pareciera que Dios se ha acordado de esa escoria.
Morgan Freeman, cuyo rostro refleja el de un hombre que ha encontrado la paz tras un duro camino, hace la reflexión más atinada: “No tengo ni la más remota idea de qué coño cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas. Supongo que cantaban sobre algo tan hermoso que no podía expresarse con palabras y que precisamente por eso te hacía palpitar el corazón. Os aseguro que esas voces te elevaban más alto y más lejos de lo que nadie viviendo en un lugar tan gris pudiera soñar. Fue como si un hermoso pájaro hubiera entrado en nuestra monótona jaula y hubiese disuelto aquellos muros. En ese instante, hasta el último hombre de Shawshank se sintió libre”.
Las cosas buenas no hace falta entenderlas. Como una mirada entre Lauren Bacall y Humphrey Bogart, como la melodía de 'In a sentimental mood' de Duke Ellington y John Coltrane o como un abrazo tras una larga ausencia.