Hace algo menos de un año, por mi vigésimo quinto cumpleaños, escribí un artículo en el que lamentaba haber tenido tan poco en cuenta la muerte. De haberla considerado más, me decía, no habría malogrado tanto mi vida. No habría dedicado tanto tiempo a las redes sociales, claro, ni habría desatendido a mis amigos, por supuesto. No le habría negado aquel abrazo a mi padre ni habría ignorado a ese mendigo que sólo me pedía un saludo, una sonrisa. Habría vivido distinto, más intensamente, quiero pensar, como viviría si un meteorito se aproximase a la tierra y ya no quedara más esperanza que la plegaria.
Ese artículo, como todos los lamentos, tenía también algo de imploración. Lloraba mi vida pretérita, ajena a la muerte, y suplicaba una mejor, con ella más presente. Antes de escribirlo yo sólo sabía de la muerte como los eruditos saben de lo suyo; era un conocimiento teórico, uno al que le faltaba hacerse carne. Es verdad que mi abuela Tita murió cuando yo tenía seis años, que aquél fue mi primer contacto con la muerte, pero también lo es que en la infancia la desgracia palidece ante el prodigio, que el mal es la anécdota y el bien el acontecimiento. Aunque recordaba a mi abuela a menudo, aunque su ausencia ensombrecía de pronto mi ánimo, el dolor se disipaba en cuanto mi padre me proponía jugar al fútbol en el jardín o mi madre, abrazándome, me prometía que me reencontraría con ella pronto, en el cielo. La muerte era entonces inofensiva; no bastaba para deshacer la magia del mundo, para oscurecer su esplendor.
Más adelante, algunos amigos míos enterraron a familiares cercanos; algunos familiares cercanos enterraron a su vez a amigos. Lo lamenté y les consolé. Pero el sufrimiento ajeno apenas alcanza la superficie de nuestro ser, rara vez la traspasa. Escuchaba la desolación de mis amigos, incluso pensaba durante unos instantes en la muerte, pero a continuación regresaba a mis quehaceres, desviaba la vista hacia mis nimiedades, hacia mis pequeñas borrascas. El dolor ajeno no abrasa el alma como la abrasa el propio, hasta dejarla en carne viva. ¡Cuántas veces le habré pedido yo al buen Dios sentir como mío el sufrimiento de los otros!
Cuando la muerte se hace carne
Mi relación con la muerte fue así, distante, hasta este verano. A principios de junio murió Chus, mi abuelo materno, mi segundo padre; a finales de julio murió Tito, mi abuelo paterno, el hombre más recio que he conocido. Alguien podría decir que es lógico enterrar a los abuelos, ¡que es ley de vida!, y tendría razón. Pero uno nunca está del todo preparado para la muerte. Siempre nos sorprende cuando sale de su escondrijo. Quizá la hayamos descubierto rondándonos, persiguiéndonos a hurtadillas, pero albergamos la tímida esperanza de que no se abalance aún sobre nosotros, de que se apiade y nos permita dar unos pasos más.
Solo cuando percibo bien el nítido aliento de la muerte puedo yo vivir como estoy llamado a hacerlo
Al principio me sublevé. A oscuras, en capillas desiertas durante noches intempestivas, le pedía cuentas a Dios. Lo increpaba, le demandaba una epifanía. Agitaba mi sufrimiento como si fuese un sonajero para llamar así su atención. Lamentaba mi suerte, me compadecía, urdía historias en las que Él era el villano, mis abuelos los héroes y yo la víctima. También, a veces, me sentía culpable. Imaginaba que la muerte de mis abuelos era el justo castigo que Dios me imponía a mí, mil veces pecador, escoria propensa a todas las bajezas. Me preguntaba qué habría ocurrido si yo hubiese sido un hombre modélico, si acaso eso habría impedido que los acontecimientos se sucedieran igual, hasta desembocar en la muerte. Mi cabeza era un torrente de ideas contradictorias; cada día encarnaba, esquizofrénico, a uno de los personajes del libro de Job.
Hasta que algo me salvó, como siempre ocurre. En una de esas noches de fantasmas y pesadilla, recordé mi artículo y su imploración. Y me dije, tras recordarlo, que de un hecho dramático, incluso trágico, Dios puede extraer infinitos bienes. Ahora, fallecidos Chus y Tito, vivo por fin como suplicaba vivir hace un año: pensando en la muerte. Ahora sé que me vigila, que espera agazapada el momento oportuno para clavarme sus garras. Pero no me inspira temor; ¡al contrario! Le guiño el ojo, la sonrío y le doy las gracias porque sólo cuando me acecha, sólo cuando percibo bien nítido su aliento, puedo yo vivir como estoy llamado a hacerlo.