"Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí". Ernst Jünger, Los titanes venideros.
Nuestros ridículos temores actuales con la violencia de cualquier ruptura hacen que todo se encharque en el aplazamiento, en un consenso sin término. Preferimos más bien morir en vida, a plazos. Si antes las vidas eran de Dios, y era un pecado mortal arrebatarle ese derecho al Creador, ahora las vidas son de la Sociedad y la situación, en este punto sensible, es parecida. Todo ello agravado por el temor interactivo al contagio. En una sociedad que no cree en la potencia trágica del individuo, todos los demonios se conjuran con el temor a la conducta inducida. El cuerpo general siente en el suicidio un mentís al presente, y esto es demasiado para un asustado colectivo que no puede concebir nada que respire fuera de su transparencia. Hasta el punto que se pueden poner mamparas en el madrileño Viaducto de Segovia y la prensa entera dirá que se trata de parar el viento. En Italia, en Francia o España se teje una espesa cortina de silencio en torno a ese momento estelar de la humanidad. A través del cuerpo medicalizado, de la vida asistida hasta el final y de la donación de órganos, la muerte debe casi llegar a ser un epifenómeno de las tecnologías de trasplante.
La verdad es que ante lo intolerable, y esto no sólo lo reconocía Freud, al hombre le queda al menos elegir su forma de morir. El suicidio, una vieja práctica de la humanidad, sugiere que la muerte jamás ha dejado de ser un núcleo afirmativo de la comunidad, una posibilidad extrema en la libertad y el lenguaje de los humanos. De ahí la idea de que no haya suicidio sin señal, sin algún tipo de mensaje o nota. Es cierto, como recordaba Artaud, que nadie se suicida solo, pues cada suicida es carne viva destejiendo la carne de este mundo. Pero quitarse la vida es una forma límite de soberanía. Demuestra que el prisionero no lo es del todo, que el esclavo no lo es totalmente, que la mujer desesperada aún guarda una carta bajo la manga. Nietzsche siempre ha recordado que el pensamiento del suicidio, que los seres humanos tienen en algún momento, es una forma de situarse ante un límite con el cual los otros dramas son relativizados. "No tengáis prisa, sin la posibilidad del suicidio ya me habría matado hace mucho tiempo", se atreve a afirmar Vila-Matas en este impagable volumen. Vivir con el suicidio, no suicidarse, parece aconsejarnos el precioso libro de Marc Caellas dedicado a la figura literaria de las últimas voluntades, a veces muy sumarias, de quien decide partir. Y todo ello con la filigrana de muy distintas variantes tonales, desde el reproche a la súplica de perdón, del alegato político a la encomienda de encargos prácticos.
Kant no lo vería así, pero el suicidio representa una de las ideas regulativas de la razón, arrojada con frecuencia a la sinrazón del mundo. El libro de Marc Caellas es, para empezar, un excelente catálogo de los mil matices que hay en ese momento liminar y en los signos que envía a la humanidad que sigue, pisando este suelo sublunar. Sin ninguna frivolidad literaria, Caellas desgrana el espejeo último de ese umbral de todas las decisiones. El suicidio está al alcance de cualquiera, es más, su sola posibilidad otorga a cualquier existencia la dimensión épica que la sociedad sólo le concede a los grandes. En tal sentido, de Pavese a Sylvia Plath, de Pizarnik a Kurt Cobain, entendemos algunas notas preciosas de estos suicidios célebres como el epítome de una soberanía que pertenece exactamente al más anónimo don nadie.
¿La vida como un accidente de la muerte? Ni siquiera está claro, en el borde de lo que sugiere Caellas, que los animales no se suiciden. Por poner un ejemplo conocido, al margen del mito de los lemmings, no parece lejano al suicidio el gesto de la corza que salta delante de los perros para alejar a la jauría de su camada indefensa. La respuesta de que es el instinto la que guía en este caso al mamífero no dice mucho, toda vez que ya no nos sirve la definición decimonónica y mecánica del instinto. Es verdad que un animal que se suicida sería como un animal que hablase, pero lo cierto es que casi nunca nos paramos a escuchar lo que los animales podrían querer decirnos. El caso de las máquinas puede ser similar, precisamente para que alguna ficción sea verosímil. El ordenador de 2001 revive y se rebela ante la inminencia de su desconexión. La novia autómata de Solaris pasa a la vida a través del dolor y la inminencia de la muerte. Lo absoluto de la decisión (Sartre), frente a la relatividad de una época, no sería nada sin la posibilidad de poner en juego la propia vida. El hombre tiene la muerte, es propietario inalienable de esta primera violencia, y esto hace de su existencia un vórtice que ninguna sociedad, edificada contra esa comunidad singular de lo trágico, podrá emular ni expropiar, aunque lo intente por caminos ingeniosos. El enemigo del Estado-mercado es por eso la existencia cualsea, la mortal independencia del individuo. Es normal que una sociedad que se pretende inmanente se sienta celosa de la muerte, esa virgen (Borges). De ahí que por todos los medios se intente disolver lo trágico y expropiar a las vidas de ese primer capital, de esa última decisión.
Sin ninguna clase de frivolidad literaria ni de cinismo, con toda la piedad del mundo, Notas de suicidio camina a contrapelo de esta cobardía social y su histeria de control, también del momento definitivo. Imaginemos que se amanece con la evidencia de que el interior se ha convertido en pulpa. Sin embargo, el actual estado larvario dificulta incluso el suicidio, que exige al menos un último momento de salto, de decisión, de heroísmo. Y es esto lo que la sociedad odia, que alguien tome una decisión a solas, al borde mismo de la desaparición. Por tal razón, al margen de las intenciones reales de Durkheim, se puede decir que no es casual que el estudio sociológico del suicidio y el incentivo estatal de la eutanasia coincida con el auge del poder social, cuando el Estado delega en el individuo, antaño súbdito y ahora ciudadano, un control personalizado de su existencia. Al margen completamente de nuestro aberrante estatismo continuo, podemos entender esta impresionante colección de notas finales, cada una de ellas precedidas del esbozo en claroscuro de una historia, como la expresión de un último momento de gracia de quien ha llegado hasta el final de la tragedia. Y en cierto modo, con un gesto final, la redime. Amén.
Así sea. Nos gustaría, para terminar, que este valiente volumen no desmintiera aquel poema donde Robert Graves resume un umbral que nos aterra y nos fascina: ¿Temes a la muerte? La muerte no es nada, sólo el lacre que sella un frasco repleto.