Siglo XVI. Una expedición de 30 hombres y dos mujeres parte de Sevilla, cruza el Atlántico y se adentra en la selva buscando una ciudad hecha de oro. Nunca la han visto. No saben dónde está. Tampoco conocen el territorio que pisan. El enemigo está en todas partes: a su alrededor y dentro de ellos. ¿Por qué avanzan? ¿Qué quieren? Oro, claro. Buscan oro. Pero no sólo eso. Los empuja algo más potente, una lógica que baila entre la codicia, el deseo y la locura. Dejar de ser los apestados, conquistar algo que los redima. De eso va Oro, la más reciente película de Agustín Díaz Yanes basada en un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte y que llega esta semana a todas las salas de cine en España. Esta es una historia de redención. Una épica paupérrima. La de los que no tienen nada qué perder.
Martín Dávila (Raúl Arévalo) es un soldado extremeño instruido en las tropas del emperador Carlos V. Ha leído. Quiere conocer un mundo. No lo encandila El Dorado sino el camino que lo llevará hasta ahí. El alférez Gorriamendi (Oscar Jaenada) es un profesional de las Indias. Un mercenario. Caza indios con su perro. Se mueve a sus anchas en una selva que se la ha metido dentro, que le ha oscurecido el seso. Oro. Eso busca Gorriamendi: oro. Y cuantos menos queden para repartírselo, mejor. A Gorriamendi no le gusta Dávila. No le gustan los tipos que no piensan como él. Entre estos dos polos se mueve esta historia. Pero como buen relato revertiano, aquí los secundarios lo son todo. La sumatoria de esas contradicciones es lo que da músculo a esta película. No hay buenos ni malos, sino personajes con o sin códigos. Gente que atraviesa la locura con lo puesto.
La expedición de Oro la cuentan dos voces. La del soldado, Dávila (“mi nombre es Martín Dávila, soldado del Rey, formo parte de una exploración en busca de la ciudad de oro…), y la del cronista, el enajenado ser que apunta a toda prisa los detalles y las desventuras para que lleguen, salpicadas de sangre y lluvia, a manos del emperador. Las armas y las letras, bailando juntas en la sinrazón de la selva. Entre esos dos registros, el espectador se encontrará con Doña Ana (Bárbara Lennie), la joven y hermosa esposa de don Gonzalo, un hombre que le saca cuarenta años y con la que la han casado a la fuerza. Una mujer que nunca salió del valle del Baztán y encuentra en esa selva la libertad de la que sólo ha escuchado en libros. Luchará como una fiera para vivir. Pero también al sargento Bastaurrés (José Coronado) y su sentido del honor; el viejo Requena, un soldado que exhausto de buscar El Dorado, se el verdugo, un hombre al que sólo le está permitido aplicar el garrote y se descubre fantaseando como un señor cuyo nombre leerá el Rey en las crónicas.
Una historia con matices, una en la que consiguen vivir los hombre buenos. Los que algo tienen dentro de sí para defenderse de la ferocidad y la selva. Una historia que adelgaza el torrezno de la Leyenda Negra, condenada a la ración desigual razón : los malos malísimos y los buenos buenísimos , repartidos a ambos lados de la escasa carne. Muchas expediciones suicidas —y no pocas enajenaciones— tienen lugar en los días previos al estreno de Oro. Una Cataluña independiente. Una España que no sabe vivir consigo misma. El aliento del presente respira en la nuca del espectador. Hombres que mueren con garrote. Selvas que engullen. Estampas atávicas. Sin embargo, en esta historia sobreviven los que, como el soldado Martín Dávila, son capaces de cierta nobleza. Los que, aun matando, llegan vivos al otro lado del río… acaso para conquistar un nuevo mar de sí mismos. Agustín Díaz Yanes, el director de esta película, no ve tan clara la idea de esta película como metáfora de algo más. Oro no es ni pretende ser un símil de nada, mucho menos del presente. Las películas no están hechas para eso, dice. ¿Para qué sirven, entonces? Pues quizá para sacudir a quienes las ven sentados en una sala oscura. Encandilarlos con el brillo de lo desconocido. Su propio pasado, por ejemplo. Un lugar del que, como las ciudades de oro, nadie vuelve ileso.