Cultura

Vázquez Rial: "La ideología es un escollo para la literatura"

Esta semana, el mundo de la cultura despidió al historiador y escritor Horacio Vázquez Rial, a quien María Teresa González Cortés, columnista de este diario,  entrevistó poco antes de su muerte. En Vozpópuli, ofrecemos la conversación completa con el autor de Frontera Sur (1994) e Historia del Triste (1987).

La escritura pictórica de Vázquez-Rial y sus genuinos trazos de sinceridad dibujan una versatilidad literaria que le permite hacer poesía, escribir cuentos, crear novelas y componer libros de investigación histórica, además de ensayos. Traducido al alemán, al inglés, al griego y al portugués, este “barcelonés de Buenos Aires”, como se le definió en la prensa, este escritor, periodista e historiador, posee una extensa producción literaria. Citemos algunos de sus títulos: El otro mundo (2010), El camino del Norte (2006), La capital del olvido (2004), Revolución (2002), Las dos muertes de Gardel (2001), Las leyes del pasado (2000), La pérdida de la razón (1999), El maestro de los ángeles (1997), El soldado de porcelana (1997), Frontera Sur (1994) e Historia del Triste (1987), todos ellos novelas; Perón, tal vez la Historia (2005), obra de investigación histórica; La izquierda reaccionaria (2003) y Hombres solos (2004), ser varón en el siglo XXI, ensayos.

-¿Hasta qué punto consideras que la creación literaria libera o esclaviza, tanto al autor como a los lectores?

-El acto de escribir es siempre liberador, como también lo es la lectura. Hablo, por supuesto, de escribir la verdad, o lo que uno cree la verdad. Porque hay tantas escrituras como personas, y la mayor parte de lo que se escribe tiene poco que ver con la verdad, es pura escritura política, de partido en un sentido amplio. Esa escritura no libera, es generada para esclavizar a un determinado lector potencial. Pero cuando la escritura es catártica, cuando es pura búsqueda de verdad, sea en una novela, en un poema, en un estudio histórico o filosófico, o en un discurso, libera, repara, pone orden en lo real, y hasta cura, el alma y el cuerpo. ¿Dónde está el límite entre la escritura de la verdad y la escritura política? Es algo difícil de establecer. Theodore Sorensen y Arthur Schlesinger escribieron la mayor parte de los discursos de John F. Kennedy. Eran los habitantes del Ala Oeste en la época. Sorensen es el autor de dos de las frases más célebres de Kennedy: “Soy un berlinés” y “No se pregunten qué puede hacer su país por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por su país”. La suya era, pues, escritura política, pero era también escritura de la verdad. A Lincoln, nadie le escribía los discursos, pero la Oración de Gettysburg y otros textos suyos, políticos en origen, han pasado a la historia de la literatura moral. Churchill era un inmenso escritor, y nadie puede borrar de la historia de la literatura y de la cultura al político por excelencia, Maquiavelo. Ni al padre Suárez, ni a Juan de Mariana. Pienso que hay una escritura política de la verdad, tan pasional y catártica como la más radicalmente individual en lo sentimental y en lo intelectual. El gran modelo en este sentido es el verdadero padre fundador del género confesional, San Agustín, tan “moderno” en 401, año de su gran libro, como Platón o Cervantes. Y no tengo la menor duda de que Agustín se liberó escribiendo, y liberó a muchos lectores hasta hoy mismo.

-Tú naciste en Argentina, pero tu familia, de origen rural, provenía de Galicia. ¿En qué medida las historias familiares de ambos lados del Atlántico están presentes en tu escritura?

-Ambas, de manera constante, aunque hay una novela, Frontera Sur, que trata en concreto de la historia de las idas y venidas familiares a través del Atlántico. Una historia muy larga, que se inicia alrededor de 1880 con los primeros viajes de mi bisabuelo, don Manuel Posse, a La Habana, Montevideo y Buenos Aires. Don Manuel, a quien yo conocí bien porque murió en 1961, a los 96 años, en Buenos Aires, era un ser excepcional, que durante una larga época se convirtió en factótum de la emigración a la Argentina, así, con artículo, a la manera francesa, que es como aún se dice allá. Había hecho fortuna y tenía una casa enorme, con salida a dos calles.

-Como el viejo se dedicaba al reparto de tabaco, una de las entradas era la de la cuadra, donde se albergaban caballos y carros. Encima de las cuadras se habían construido catorce habitaciones. En ellas vivían inmigrantes gallegos, mantenidos a pan y cuchillo hasta que encontraban empleo, lo que sucedía rápidamente. Entonces eran sustituidos por otros nuevos. Allí  se servían comidas dos veces por día, en dos turnos, uno el de los inmigrantes, catorce a mediodía y catorce a la noche, y otro el de la familia, otras tantas personas, porque siempre había alguien más, primos, cuñados, amigos, también mediodía y noche. Claro que no lo mantenía todo el viejo Posse: contribuían otros paisanos, los que fundaron primero la Asociación Española de Socorros Mutuos, después el Hospital Español, al final el Centro Gallego, donde nací yo. El argentino era un Estado minúsculo, que no tenía organización sanitaria suficiente, así que la gente se daba lo que no le daban, y así aparecieron grandes instituciones sanitarias, como el Hospital Italiano, el Británico, el Alemán, el Francés, el Israelita… Esa gente construyó todo aquello con su esfuerzo personal, con la organización comunitaria y con su dinero. Vivieron al margen del Estado, a veces contra el Estado, haciendo liberalismo sin saberlo.

Traducido al alemán, al inglés, al griego y al portugués, este “barcelonés de Buenos Aires”, este escritor, periodista e historiador, posee una extensa producción literaria.

-La otra entrada correspondía a la casa, donde él vivía con su mujer, que murió después de él, y sus nueve hijos, que acabaron por ser siete porque la tuberculosis se llevó a dos de las mujeres en plena juventud. Mi bisabuela, María Lema, también fue una gran viajera. Los otros días, entre los papeles de una tía abuela que falleció hace un par de años, encontré una factura de un almacén de ultramarinos de Coruña, a su nombre, de 1930, cuando yo la suponía en Buenos Aires. Sí puedo decir que mi tatarabuelo, José Lema, padre de ella, había hecho veintidós viajes a América cuando murió, casi centenario, en la aldea, Traba de Lage, en la costa coruñesa. Echando cuentas, a las velocidades de entonces, se pasó cerca de cuatro años a lomo de mar. Sin embargo, los hijos no se tenían en cualquier parte: cuando la mujer quedaba embarazada, se montaba en un barco y volvía a Galicia a parir. Porque se nacía en Galicia. Si a los catalanes los une sobre todo la lengua, y a los vascos la gastronomía, el deporte o algún otro misterio, a los gallegos nos vincula la necesidad de estar pegados a la tierra, aunque nos encontremos en las Islas Fidji. Y así fue durante tres o cuatro generaciones, en la familia Rial Posse – Lema Novas. Se nació en Galicia y se hizo la vida donde mejor se pudo. Mi abuela Teresa Posse Lema volvió un día de La Coruña a Buenos Aires, dejando atrás un novio médico, un Millán Astray, al que yo llegué a conocer cuando ya era un anciano y mi abuela acababa de morir. Cuando volvió, conoció a un gallego recién llegado, que estaba parando en una de las habitaciones de pasajeros de encima de las cuadras, y ése fue mi abuelo, Ramón Rial, el primero que no volvió a Galicia porque murió joven, a los 52. Entonces nacieron allí mi madre y mi tío, los primeros porteños.

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