Mis abuelas lavaron y vistieron a sus muertos, mientras sus hijos pequeños formaban parte de la ceremonia, mi abuelo fue velado en su propio hogar pero a su nieto de seis años lo mantuvieron alejado todo ese día de la casa. Todos mis abuelos fueron enterrados, preocupados por el tipo de enterramiento e incluso por los "vecinos" que tendrían en el camposanto, mientras que la siguiente generación morirá previsiblemente en hospitales y será mayoritariamente incinerada y sin mucha preocupación porque no haya un monolito o cualquier otro recuerdo físico de su existencia.
Lápidas con un año de polvo y telaraña han vuelto a ver la luz este fin de semana con la limpieza por el día de Todos los Santos. Quizás el mayor ritual religioso o si se quiere espiritual de las actuales sociedades no creyentes sea la visita a la tumba de un familiar. Millones de personas que no creen en ningún tipo de transcendencia siguen apostándose frente al bloque mármol que recuerda a un ser querido en cumpleaños, aniversarios o festividades como la de hoy. Pero el tradicional enterramiento cae en picado, este año en España se ha producido el sorpasso de la incineración a la inhumación. Por primera vez, la cremación es la opción preferida por los españoles, un 55% elige las cenizas por un 45% que sigue prefiriendo el entierro, según datos de Panasef, la Asociación Nacional de Servicios Funerarios.
Nuestros abuelos nos hubieran tomado por locos si les dijéramos que la mayoría de sus nietos iba a preferir el horno al ataúd. El expresidente del Real Betis Balompié Manuel Ruiz Lopera comentaba con una gracia inigualable la anécdota de un aficionado que quería acceder al estadio con las cenizas de un familiar, y ante los problemas que le planteaban el personal de seguridad, el presidente le sugirió que colara a su padre en un bote de Puleva. "El muchacho me mira todos los domingos cuando el Betis mete un gol y abraza a su padre", confesó el exmandatario bético. Clubes como el Atlético de Madrid han habilitado columbarios para que las cenizas de sus aficionados estén lo más cerca posible del terreno de juego. La religión también ha perdido el patrimonio del recuerdo y resguardo de los muertos, mientras surgen memoriales alternativos de tipo laico como bosques de recuerdo.
Cementerios abandonados
Los cementerios son visitados, en el mejor de los casos, un par de veces al año, y algunos de ellos son más un reclamo turístico que un lugar de memoria familiar. Nuestros abuelos también hubieran arqueado las cejas ante los tours diarios, muy recomendables por la profesionalidad de sus guías, que organizan instituciones como el Ayuntamiento de Madrid en el cementerio de la Almudena.
Hasta bien entrada la Edad Moderna, el cementerio había sido un lugar de encuentro público en el que hacer todas las cosas que pueda imaginar. El historiador francés Philippe Ariès, mundialmente conocido por sus obras sobre la historia de las mentalidades, dedicó varios de sus trabajos a analizar la evolución de las prácticas funerarias y sentimientos en torno a la muerte. Su clásico Morir en Occidente hacía un repaso a todos los cambios producidos en torno a la cultura funeraria desde la Antigüedad. En dicha obra, recordaba que en 1231, el concilio de Ruán prohibió “bailar en el cementerio o en la iglesia, bajo pena de excomunión. Otro concilio de 1405 prohibió bailar en el cementerio, jugar a cualquier juego, y que los mimos, juglares, titiriteros, músicos o charlatanes, ejerzan su sospechoso oficio”. Y llegaba hasta un texto de 1657 en el que se denunciaba el uso del cementerio por parte de escribanos públicos, costureras, libreros, vendedoras de artículos de tocador.
La localización de los propios cementerios ha sufrido un vaivén durante los últimos milenios. Los enterramientos habían estado alejados de los núcleos urbanos durante siglos, hasta que en la Edad Media volvieron a entrar el corazón de las urbes, en el mismo centro histórico de las ciudades. Se buscaba encontrar el descanso eterno cerca del altar de santos, vírgenes o restos de mártires, cuanto más cerca del altar o de la reliquia de turno mejor. “Dejó de haber diferencia entre la iglesia y el cementerio. En la Edad Media, y todavía en los siglos XVI y XVII, poco importaba el destino exacto de los huesos con tal de que permaneciesen junto a los santos o en la iglesia, cerca del altar de la Virgen o del Santísimo Sacramento”, apunta Ariès.
Y la mentalidad ilustrada, apoyada en gran parte en medidas de salud pública, volvió a desterrar a los muertos al exterior de las ciudades a partir del siglo XVIII. “Lo que persistía desde hacía casi un milenio sin suscitar ninguna reserva, ya no era soportado y se convertía en objeto de críticas vehementes. Toda una literatura deja constancia de ello. Por un lado, la salud pública estaba comprometida por las emanaciones pestilentes, los olores infectos provenientes de las fosas. Por otro lado, el suelo de las iglesias, la tierra saturada de cadáveres de los cementerios, la exhibición de los osarios, violaba de manera permanente la dignidad de los muertos”, recalca Ariès.
Ocultación del duelo
Sin embargo, los elementos ceremoniales pueden opacar la verdadera revolución en torno a la muerte, la que se ha producido en la mente de la mayoría de Occidente. Desde la segunda mitad del siglo XX, vivimos, según destaca Ariès, “un fenómeno absolutamente inaudito. La muerte, antaño tan presente y familiar, tiende a ocultarse y desaparecer. Se vuelve vergonzosa y un objeto de censura”. El tabú sobre la muerte es tal que incomoda en conversaciones y llega a ser considerado un tema de mal gusto. Se oculta completamente a los niños y se aleja físicamente del hogar. “La actitud antigua, donde la muerte es al mismo tiempo familiar, cercana y atenuada, indiferente, se opone demasiado a la nuestra, donde da miedo al punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su nombre”, señalaba Ariès, que calificaba a esta nueva relación con las defunciones como “muerte salvaje”, frente a la “muerte domesticada”.
Las muertes domesticadas, aunque también sufrieron importantes cambios hasta el siglo XIX, se componían de ceremonias públicas, en la que intervenía toda la comunidad, no solo la familia sino también vecinos. Eran rituales previamente protocolizados por el propio moribundo que se despedía de su gente en su cama. Ahora se muere en el hospital, solo, y muchas veces engañado por la propia familia que oculta la inminencia de la defunción. La muerte y la enfermedad perturba, se oculta a los más débiles: niños y ancianos, y se aleja físicamente: “Se muere en el hospital porque éste se ha convertido en el sitio donde se brindan cuidados que ya no pueden darse en la casa. Antaño era el asilo de los miserables, de los peregrinos; primero se convirtió en un centro médico donde se cura y se lucha contra la muerte. Sigue teniendo esa función curativa, pero también se comienza a pensar determinado tipo de hospital como el lugar privilegiado de la muerte. Se muere en el hospital porque los médicos no lograron curar al paciente. Se va o se irá al hospital no ya para curarse sino precisamente para morir”, destaca Ariès.
La ceremonia de despedida se mantiene pero es extremadamente discreta, como tratando de intentar que la muerte no manche al resto de la sociedad, hasta el punto de evitar el pésame y el luto en los días posteriores.
Aunque lo más grave en esta revolución funeraria ha sido la ocultación de los sentimientos de un momento tan emocional como el de dejar de ver a un ser querido. El duelo debe ser enmascarado, “una pena demasiado visible no inspira piedad sino repugnancia; es señal de desarreglo mental o mala educación; es mórbido”, señala Ariès.
El historiador destacaba que esta supresión del duelo provocaba un alargamiento del sufrimiento. “En la vieja sociedad, los estallidos del duelo apenas disimulaban una rápida resignación, y numerosos viudos se volvían a casar apenas algunos meses después de la muerte de su mujer. Hoy por el contrario, cuando el duelo está prohibido, se ha comprobado que la mortalidad de los viudos o viudas al año siguiente de la muerte del cónyuge es mucho más alta que la fracción representativa de su misma edad”. Como apuntó el sociólogo inglés Geoffrey Gorer, la muerte sustituyó al sexo en el siglo XX como principal tabú de las sociedades occidentales.
Russo
Fenomenal articulo que describe perfectamente el hedonismo y el ansia de inmortalidad de las nuevas generaciones. Ahora la gente ya recurre a los cementerios digitales para recordar a sus muertos; prefieren hacerles un homenaje desde el ordenador más que visitándolos en la tumba.