El encuentro entre Ulises Lima y Octavio Paz ocurre en el capítulo 24, página 501, de la primera edición de Los detectives salvajes (Anagrama, 1998). En el tiempo Bolaño, todo sucede en 1995, tres años antes de la muerte del poeta. Lo relata Clara Sánchez, su secretaria. La verdadera intención del realviceralista que les espera en el Parque Hundido es secuestrar a Don Octavio. Sin embargo, no lo hace. Y es una pena. De haberlo conseguido, quizás Lima lo habría apartado de la muerte para siempre. Pero no fue así.
Buscando la salida al laberinto de su soledad, Octavio Paz encontró la nuestra. Poeta y ensayista. Premio Nobel en 1990 y Cervantes en 1981. Autor de libros esenciales como El arco y la lira (1956) y Los hijos del limo (1974). Por sus venas y su prosa corría una sangre mixta, bulliciosa. Su madre era española. Su familia paterna, liberal e indigenista. En su juventud fue un entusiasta de la izquierda al que los propios republicanos españoles consideraron algo trotskista. En su madurez, un hombre desconfiado y crítico con las deformaciones del socialismo en el que había creído. Hizo de la revisión y el pensamiento político su obra -sin desmerecer jamás su poesía- más brillante y hoy más necesaria. Me puede más la duda sobre cuál de los dos fue el espejismo: si la modernidad que encarnaba Octavio Paz o la América Latina donde intentaba predicarla.
Después de separarse del servicio diplomático tras la matanza de Tlatelolco –de la que responsabilizó a Díaz Ordaz-, Octavio Paz regresó definitivamente a México, donde creó los que serían los dos artefactos intelectuales de mayor potencia y resonancia en América Latina: las revistas Plural (1971) y Vuelta (1976). Fue un momento como pocos. Corría la década de los setenta: el caso Padilla había dividido a quienes hasta ese entonces apoyaban la Revolución Cubana y la Primavera de Praga seguía fresca cuando en las páginas tanto de Plural como Vuelta una nueva izquierda se abría paso con críticas a sus mentores. Ubicada en el barrio de Mixcoac, donde nació y creció Paz, en la revista Vuelta se dirimieron los asuntos más urgentes no sólo del quehacer latinoamericano, sino del pensamiento político de toda una época.
En Vuelta Octavio Paz reunió autores fundamentales de la disidencia del Este como Milan Kundera o Adam Michnik; divulgó la Carta de los 77 en Checoslovaquia; reivindicó a los primeros críticos del marxismo e incorporó a aquellos contemporáneos que, como él, habían tenido un pasado marxista que sometían entonces a revisión, entre ellos el polaco Leszek Kołakowski o el francés Alain Besançon. Paz no sólo publicó en aquellas páginas a los filósofos Bernard-Henri Lévy o André Glucksmann, que, como cuenta Enrique Krauze, habían roto con Sartre; también los llevó a México. Episodios fundamentales de la política en Latinoamérica se libraron en las páginas de aquella revista, uno de ellos, el debate que sostuvieron Guillermo Sucre y Octavio Paz acerca del papel que jugaron los intelectuales venezolanos durante la crisis que se desató con los intentos de golpe de Estado de Hugo Chávez, en 1992.
Este mes, cuando se cumplen 15 años de su muerte, parece imposible no añorar a Octavio Paz, no sólo como poeta y ensayista, sino también como intelectual; alguien que, a decir de su discípulo Krauze, nos deletreó con su pensamiento. Ha de ser por eso que las páginas del capítulo 24 de Los detectives salvajes produce una orfandad desproporcionada pero doble. La de dos figuras antagónicas: Bolaño y Paz, ambos poetas –para muchos esta comparación supondrá un sacrilegio- y eslabones de un relevo que no llegó a ocurrir. A Bolaño no le dio tiempo; Paz ya lo había vivido y escrito todo. De haberlo secuestrado, ahí, en el Parque Hundido del DF, quizás Ulises Lima habría conseguido rascar años suficientes para él, también para nosotros. Pero no fue así. No lo fue.