Los reductos de libertad están cada día más acotados. Basta darse un garbeo por el mundo para ver cómo ha cambiado nuestra vida después de dos años donde el otro, nuestro cercano, ha sido tildado de amenaza social por culpa de un pangolín pachucho; donde un solo esputo alcanzó el rango de arma de destrucción generacional.
En este contexto, como si en verano se pudieran diluir las miserias de la realidad, vuelven los festivales al aire libre, las camisetas de tirantes, las fogatas en el bosque, los escarceos de dormir, los tatuajes recién estrenados y las litronas compartidas. Vuelve el Primavera Sound, el BBK, el Mad Cool y el FIB. Pero sobre todos ellos, que aspiran a copar el ideal místico-comunitario de los festivaleros, precede Ortigueira. Vozpópuli se desplazó hasta allí para realizar esta crónica.
Se trata del evento más destacado de la tradición celta que durante una semana concentra en este pequeño pueblo coruñés a los grupos folclóricos más relevantes de la esfera internacional; ampliando el pobrísimo espectro a los no entendidos que reducen el género, como era mi caso, a la secuencia de Braveheart con la melena de Mel Gibson al viento o a los casetes precintados de Hevia y Carlos Núñez. Año tras año -y ya van más de veintidós ediciones-, estos artistas revitalizan el relato compartido durante milenios bajo una misma bandera donde están aunados gallegos, asturianos, galeses, irlandeses, escoceses, bretones, córnicos y la buena gente de la Isla de Man. Esto mismo lo acreditó el público tras disfrutar a las Tanxugueiras, JDC, Disgrek, los Red Hot Chili Pipers o los ritmos electrónicos de la Groovy Celtic Band. “Queda gaita para rato”, decían los más entusiastas.
Ortigueira como refugio
Sin embargo, más allá del cartel que copa el Escenario Estrella Galicia, el secreto de Ortigueira se cuece en el boca-oreja que le lleva a uno hasta la zona de acampada frente a la Praia de Morouzos, donde cualquier recoveco es bueno para asentarse, conversar y colgar unos cuantos pisos de hamacas entre dos árboles.
Hippies, artesanos, yonquis, arrabaleros, médicos, fontaneros, ingenieros, curritos y alternativos pasados de rosca. Todos caben en Ortigueira. Muchos llegan con el petate cargado de confeti psicotrópico, otros con atuendos exóticos y los más con fiambres capaces de soportar el frío, el calor y la humedad de un mismo día.
Ortigueira es la confirmación de que la arcadia comunitaria celta es posible durante unos días
Ellos van embadurnados de purpurina; ellas, se acicalan el vello en público mientras no pocos niños con sus padres pasean por las dunas sorteando excreciones en la arena entre fuegos tribales y tiendas de Quechua sin piquetas. Y se paran allí y allá; y hablan con este y con aquel mientras la bruma penetra el pinar y se la contrarresta a base de choripanes al hoyo y tarros de hidromiel junto a unos baños limpios.
Ortigueira es, en definitiva, la confirmación de que la arcadia es posible durante unos días. Su frágil ecosistema se sostiene en saber que después de dispersar a las cabras del monte hay una lumbre hogareña esperando con Mimosín para borrar cualquier rastro de los eucaliptos ahumados que quedaron en la ropa y que al cuarto lavado ya solo resta la memoria de aquel lugar donde las leyes implícitas en la condición humana rigen sin muchas mediaciones mientras los amores de verano, junto a las veladas alucinadas y los destellos de belleza en cualquier mirada parda, vuelven a brotar en los corazones de los que ya hace tiempo que pasaron los cuarenta. Esperando volver a poner a cero el contador para el año que viene.