El enemigo estaba a las puertas y los catalanes habían sido abandonados por todos sus aliados. Inglaterra, que fue la muñidora de la Guerra de Sucesión española, había embaucado a los catalanes con el Pacto de Génova, donde el archiduque Carlos de Austria, pretendiente al trono español, se comprometía a mantener los fueros. El archiduque hizo de Barcelona su capital y principal base: allí desembarcó, allí le proclamaron rey Carlos III, y aquel fue el último reducto español de sus partidarios. Pero en 1713 Inglaterra se retiró de la guerra, firmando con España el Tratado de Utrech, y sucesivamente fueron dando la espantada el archiduque, que se fue a Frankfurt; luego le siguió su esposa, que había quedado como regente y, por último, el virrey Von Starhemberg acordó con el enemigo retirarse por mar con las tropas austriacas.
Un ejército de 40.000 soldados de Felipe V sitió la ciudad durante 40 días. Sin emplear toda su fuerza la bombardearon hasta que pareció madura, y entonces plantearon: rendición o asalto. El comandante militar de Barcelona, general Villarroel, advirtió al Gobierno catalán que había que capitular, pues no tenía fuerzas suficientes para resistir un ataque en serio. La Junta de Brazos de las Cortes había proclamado “una defensa numantina”, de modo que destituyeron a Villarroel. Cuando preguntó quién lo substituiría le dijeron que “la Virgen de la Merced”, que pasaría sus órdenes al conseller en cap Rafael de Casanova.
Este se enfrentó al asalto enarbolando un estandarte religioso con Santa Eulalia, pero resultó herido a las primeras de cambio. Los borbónicos dieron entonces una tregua para que los asediados recapitulasen. Ni la Virgen de la Merced ni Santa Eulalia parecían capaces de resistir el ímpetu enemigo, pero había que salvar la cara. Casanova convocó entonces al pueblo para que se movilizara y acudiese en masa a las plazas de Junqueras, Born y Palacio en el plazo de una hora “a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”. Pero “si después de una hora de publicado el pregón, no comparece gente suficiente es forzoso... pedir capitulación al enemigo antes de llegar la noche”.
El pueblo, que ya había visto que las bombas hacían pupa, se hizo el longuis. Paso la hora, no comparecieron los voluntarios, y Barcelona se rindió. Cataluña perdió su autonomía y el verdugo quemó simbólicamente los fueros.
Los Escamots
Dos siglos después hubo otra llamada a la defensa popular. Fue en octubre de 1934: Largo Caballero, secretario general de la UGT y presidente del PSOE, apodado “el Lenin español”, se levantó en armas contra la República siguiendo el ejemplo bolchevique de octubre de 1917. El levantamiento tenía que ser general, pero solamente prendió en Asturias, por eso se conoce el episodio como “Revolución de Asturias”. Ni comunistas ni anarquistas secundaron la fantasía bolchevique de Largo Caballero, pero en Cataluña los independentistas decidieron aprovechar el río revuelto.
El conseller de Gobernación, José Dencás, era un radical del grupo ultranacionalista Estat Catalá, y se puso a repartir armas a los escamots. En catalán esa palabra significa “escuadra”, que era como el fascismo había bautizado a sus milicias en Italia. En el primer tercio del siglo XX el modelo italiano de milicias armadas como rama del partido cundió por los movimientos nacionalistas y fascistoides de todo el mundo. Los escamots llevaban uniforme paramilitar, con camisa verde y correajes de cuero, hacían la instrucción y desfilaban marcialmente por las calles de Barcelona.
La Plaza de la República se llenó de cientos de escamots armados, y su intimidante presencia sirvió a Dencás para presionar al presidente del Gobierno autonómico, Companys, que no veía claro lo de proclamar la independencia
La Plaza de la República (hoy San Jaume), sede del ayuntamiento y la Generalitat, se llenó de cientos de escamots armados, y su intimidante presencia sirvió a Dencás para presionar al presidente del Gobierno autonómico, Companys, que no veía claro lo de proclamar la independencia. Por fin, a las 6 y media de la tarde del 6 de octubre de 1934 se asomó al balcón y, tras un encendido discurso, proclamó “el Estado Catalán en la República Federal Española”. Pero le puso un colofón que manifestaba sus temores: “¡Ya está hecho! Ya veremos cómo acabará”.
Luego telefoneó al gobernador militar, el general Batet –militar leal a la República que sería fusilado por Franco- y le pidió que se pusiera a sus órdenes. Batet le dio largas, y a su vez telefoneó a Madrid, al presidente del Gobierno Alejandro Lerroux. Lerroux era un histórico radical-republicano conocido de joven como “el Emperador del Paralelo” (de Barcelona), y no le tembló la voz cuando ordenó a Batet proclamar el estado de guerra y reprimir por las armas la sublevación.
Batet cumplió órdenes. A las 11 de la noche llegaron a la Plaza de la República dos secciones de artillería al mando del teniente coronel Fernández Unzúe. Le salió al paso el comandante Pérez Farrás, jefe de los Mozos de Escuadra que defendían la Generalitat en cifras que varían según los historiadores –entre 80 y 400-. Tras un diálogo de sordos un capitán de mozos gritó “¡Viva Cataluña!” y un artillero respondió “¡Viva la República Española!”. Los mozos abrieron fuego, cayeron unos soldados, respondieron los artilleros y a esos primeros disparos los escamots desaparecieron como por ensalmo.
Los mozos se refugiaron en la Generalitat y el yuntamiento, y comenzó el bombardeo de los edificios. Dencás tenía una emisora de radio en la consejería de Interior, y desde allí hicieron continuos llamamientos al pueblo catalán para que acudiese a defender la independencia, pero no vino nadie. Luego pidieron socorro a los anarquistas, socialistas y comunistas, pero tampoco respondieron. Como el 11 de septiembre de 1714.
A las 6 de la mañana, Companys anunció por la ondas que “considerando agotada toda resistencia”, capitulaba. Dencás, el aguerrido jefe de los escamots, se escapó por las alcantarillas. Moriría en el exilio.