Cultura

Alejandro Requeijo: "Nos están robando el fútbol a los aficionados"

El periodista acaba de publicar 'Invasión de campo', un manifiesto a favor del hincha y contra el fútbol espectáculo lucrativo

Uno podía esperar que Alejandro Requeijo (Madrid, 1985), periodista especializado en asuntos judiciales y autor de numerosas exclusivas, escribiese un libro. Lo que no podía esperar es que éste versara sobre el fútbol o, como le gusta decir a él, sobre el extrarradio del fútbol: más sobre lo que el deporte significa que sobre lo que es. Se llama Invasión de campo (Ediciones B, 2023) y es un manifiesto que clama contra dos degradaciones ―la del fútbol a espectáculo lucrativo y la del aficionado a consumidor― y exige respeto hacia los hinchas, maltratados por unas élites que pretenden hacer dinero a su costa.  

Pregunta. ¿Por qué Invasión de campo?

R. El proyecto nace de un correo electrónico que me escribe la editorial Penguin a propósito de las exclusivas sobre Rubiales y los Supercopa files. La investigación, impulsada por mi compañero José María Olmo y en la que yo participo, coincidió con el caso de las mascarillas en la comunidad de Madrid. 

P. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

R. La editorial quería un libro que se vertebrase en torno a la figura del comisionista tanto en el fútbol como en la política y los negocios. Una figura ésta que, emparentada con la picaresca española, incluye a personas cuyo servicio a un negocio lucrativo es su red de contactos y poco más. 

P. Ésa fue la propuesta de la editorial. 

R. Sí. Yo lo consulté con compañeros periodistas que se habían introducido en el mundo editorial y todos coincidían en una recomendación: «Si vas a escribir un libro, que sea sobre algo que te apasione». Y lo que más me apasiona a mí es todo lo que rodea al fútbol, el extrarradio del fútbol, todo lo que está alrededor del césped.  Lo que le propuse a la editorial fue, pues, hacer literalmente un manifiesto de grada. Todavía me río cuando rememoro la reacción de Gonzalo, mi editor: «¿Un manifiesto de qué?». Entonces me remangué, le expliqué en qué consistía mi idea y él aceptó. Debo decir, por cierto, algo del título. 

P. ¿El qué?

R. Es una metáfora por partida doble. Es, primero, una denuncia de cómo agentes ajenos a la sensibilidad del aficionado y del hincha han invadido nuestros lugares santos, los estadios, esos templos laicos; y, segundo, una reivindicación del papel del aficionado, que debería ocupar el centro de los focos e invadir simbólicamente el terreno de juego para reclamar un protagonismo que nunca debería haber perdido. 

P. Porque, por aclarar, Invasión de campo no es estrictamente un libro de fútbol.

R. Es un libro que no habla de sistemas, que no habla de estilos de juego, que no habla del deporte como tal, que no habla del fútbol como espectáculo o como una mera opción de ocio… Es un libro de fútbol, pero no tanto. Más que sobre el deporte en sí, versa sobre las identidades que rodean los estadios y sobre el fútbol entendido como algo a disfrutar en comunidad y como excusa para fortalecer el tejido social. Hablo de las gradas como lugares de expresión popular, y de los equipos y los estadios como patrimonio social, cultural, familiar, estético que explica barrios, ciudades, países… Ese es un poco el sentido del libro. 

P. ¿Y cuál es su tesis?

R. Que esta manera de entender el fútbol ―desde mi punto de vista, mejor que las demás― es la garantía de viabilidad del fútbol a un medio y largo plazo. Sobre todo, teniendo en cuenta que el mundo, las sociedades y las opciones de ocio cambian. En caso de ser presentado como un espectáculo más, el fútbol vivirá bajo la amenaza de ser superado por modas y espectáculos más intensos, más rápidos, más interesantes y también más baratos.

P. Entonces ¿el fútbol sólo sobrevivirá si cuida al hincha? 

R. Para mí sí y, además, me avala la experiencia. Guardo en casa como un tesoro un abono de mi abuelo del año 1954, una cartilla de abono de la temporada 72-73, todos mis abonos desde hace más de veinte años, también los de mi padre, ahora los de mis sobrinos. Mi familia le ha dado al fútbol cuatro generaciones de hinchas o ―vamos a permitirnos la licencia por un momento― de consumidores/clientes. Sin embargo, ¿hacia dónde está yendo el fútbol ahora? A captar nuevos mercados presentándoles el fútbol como una opción más de ocio, como un pasatiempo de fin de semana, como un espectáculo, como una moda. 

P. ¿No lo es?

R. Si vinculamos el fútbol a coyunturas como el estado de forma de un futbolista o lo degradamos a la condición de mero espectáculo, lo estamos también desposeyendo de ese sagrado vínculo de pertenencia que lo explica y lo sostiene. Lo estamos desnaturalizando, lo estamos desarraigando, le estamos quitando las raíces a un árbol centenario. Y cuando el árbol se seque, ya no habrá vuelta atrás. Por eso me rebelo ahora, cuando todavía es posible un cambio. Siento que las élites del fútbol están echando a los aficionados de los estadios. Con este libro pretendo fomentar una suerte de conciencia de clase en el universo del fútbol y apercibir al lector, primero, de que somos muchos más de los que dicen que somos y, segundo, de que les interesa atomizarnos, aislarnos para que así abracemos el pesimismo. ¡Yo me niego!

Estamos desnaturalizando el fútbol, lo estamos desarraigando, le estamos quitando las raíces a un árbol centenario

P. Porque Invasión de campo es un libro esperanzado. Parte de la premisa de que no todo está perdido y de que entre todos podemos recuperar la esencia del fútbol. 

R. He querido hacer mucho hincapié en eso. El odio al fútbol moderno se ha convertido en una marca que no es tanto reivindicativa como nostálgica. Creo que el lema de «Odio eterno al fútbol moderno» nos ha llevado a abrazar la nostalgia y a quedarnos en ella. 

P. ¿Acaso no es a eso a lo que invita la situación?

R. Sí, y no. Fuera de España ―e incluso dentro, en algunos campos que tengo en la cabeza― hay ejemplos de equipos en los que se concilia el éxito económico, la viabilidad de las inversiones, con el respeto a la identidad, a los escudos, a los símbolos, a los escudos, a las tradiciones, a las camisetas, a las familias, al aficionado… Te puedo poner mil ejemplos. 

P. ¿Cuáles?

R. Por ejemplo, el modelo alemán y su 50+1. A mí me sorprendió mucho hablar con la gente del Unión Berlín, que es un ejemplo de gestión popular y horizontal, sobre el Bayern de Múnich, el equipo dominante y hegemónico de Alemania. Me decían: «Ningún problema con el Bayern de Múnich. ¡Al revés!». El Bayern es un equipo querido porque defiende el modelo alemán. Es verdad que la inversión privada es muy potente, pero preservan el modelo alemán. 

P. ¿Hay otros clubes de los que no puede decirse lo mismo?

R. El Leipzig y el Hoffenheim, por ejemplo. Ambos quieren acabar con el 50+1, que garantiza que sean los socios quienes gestionan sus clubes.

P. ¿Inglaterra sería otro ejemplo de conciliación entre éxito económico y tradición?

R. En efecto. Desde hace muchísimos años reciben inversiones americanas y ahora están entrando inversiones árabes, pero la final de la copa se juega en Wembley. Todos los años. Eso no se discute. Y Wembley, claro, se llena. Por otra parte, la Premier League prohíbe que los clubes tomen decisiones que atenten contra su propia identidad ―escudos, camisetas, traslados de estadios― sin consultar seriamente antes a los aficionados. Prohíbe también que se cobre más de treinta libras por entrada a las aficiones visitantes. He ahí cosas de las que no se habla en España. ¿Por qué?

P. ¡Habrá quien le acuse de atentar contra el libre comercio!

R. Yo creo en el libre comercio, naturalmente, pero eso no me impide reconocer que debe tener límites. Las élites del fútbol viven sin límites desde hace mucho. Un señor, por su cuenta y riesgo, puede llevarse el fútbol español a Arabia Saudí sin que nadie le diga nada. Pero, oiga, ¿esto qué es?

P. Mencionaba Inglaterra, hablaba también de Alemania. La situación del fútbol español parece más descorazonadora. Quienes los dirigen parece preocuparse de todo menos del aficionado. 

R. No encuentro prácticamente nada en el modelo español que me guste; más bien todo lo contrario. 

P. ¿Nada?

R. Nada. Y eso aun reconociendo que hay en España estadios que han evolucionado favorablemente para el hincha. Estadios en los que hay una gran atmósfera, en los que las aficiones son felices y están perfectamente identificadas con sus equipos… 

P. ¿Por ejemplo?

R. Vallecas es un ejemplo de identidad fuerte, con un estadio muy vinculado a su barrio y un barrio muy vinculado a su club. Anoeta, por su parte, es un estadio frecuentado por gente muy joven que se llena todas las semanas. 

P. ¿Son excepciones?

R. Sí lo son. Creo que todo es mucho más sencillo para el hincha cuando el estadio está cerca de su casa, cuando el símbolo más sagrado es la camiseta, cuando no se toca el escudo, cuando en el campo tiene a once vecinos, once canteranos, once chavales de Zubieta. Es mucho más fácil identificarse cuando se dan esas circunstancias que cuando el fútbol deviene en un negocio especialmente lucrativo para personas con pocos escrúpulos. 

P. ¿Habla de los dirigentes de la Federación Española de Fútbol?

R. ¡Y de otros tantos! El traslado de la Supercopa de España a Arabia Saudí sin preguntar a los aficionados es un simple ejemplo. La Liga, por citar otro, impone una distancia entre la línea de banda o la de fondo y el inicio del graderío para que así quepan las grúas de la televisión. Con esto quiero decir que la arquitectura de los estadios no tiene en cuenta ya al hincha, sino otros modelos de explotación del negocio. El aficionado les parece un estorbo. La lista de agravios es interminable. 

P. En Invasión de campo relaciona este modelo ―el de la primacía del consumidor televisivo sobre el hincha que frecuenta el estadio― con el consumismo y el individualismo. 

R. Sí. Creo que el fútbol es víctima de un relato que lo ha degradado a la condición de mero espectáculo. Y si el fútbol es tan sólo eso, un espectáculo, uno asiste al estadio como cliente, facultado incluso para reclamar una devolución de su dinero si no le gusta lo que ha visto. Yo reivindico otro relato. Uno va a al estadio para ser parte de lo que está sucediendo, igual que lo es el futbolista. El hincha forma parte de lo que está sucediendo, participa de la victoria y de la derrota. 

P. Concluyo, pues, que no tiene ningún problema con esa primera persona del plural: «Hemos ganado…»

R. ¡Ninguno! Es como debe decirse. ¿Acaso no hablamos en primera persona cuando nos referimos a nuestros países? Pues lo mismo. Uno puede estar enfadado con sus dirigentes, puede estar enfadado con los futbolistas, puede estar enfadado con otra parte de la hinchada, pero no por eso deja de ser de un equipo, igual que no deja de ser de una nacionalidad. 

P. Volvamos al consumidor-cliente. 

R. La idea del fútbol como un mero espectáculo convierte al aficionado en un cliente, en un espectador. Cito en el libro una reflexión de Bielsa al respecto: «Lo único que es insustituible son los hinchas, que son distintos a los espectadores. El espectador es un tipo que mira y disfrute o no según la belleza de lo que se le ofrece. El hincha es otra cosa». Ese matiz me parece muy interesante. Yo no soy un espectador; yo soy un hincha. Voy al estadio aunque sea para ver un 0-0 aburridísimo. Y volveré la semana siguiente aunque sepa a ciencia cierta que el partido va a ser igual de tedioso. 

P. ¡Incomprensible para algunos! 

R. Es así porque es mi equipo y mi adhesión a él es, por tanto, incondicional. No me pregunto contra quién jugamos; voy al estadio única y exclusivamente por la camiseta. Luego quiero que mi equipo gane, por supuesto; que haga buen fútbol, también. Pero eso es sólo un condimento, un añadido. La liturgia de ir al estadio tiene muchos alicientes que trascienden lo que ocurre en el rectángulo de juego.

P. No hemos hablado todavía de los precios abusivos. 

R. Ah, claro. Al hincha le suben los precios desorbitadamente con la excusa de que es la única manera de fichar a los mejores jugadores. Vale. Pero muchos hinchas no pueden pagar más y acaban, en consecuencia, exiliados, expulsados de los estadios. 

P. Y recurren entonces a la televisión. 

R. Que ofrece un producto en muchas casos censurado, enlatado, marcado por unos relatos que no me identifican… 

P. Un producto que, por cierto, es cada vez más caro. 

R. ¡Exacto! Uno termina preguntándose qué es más caro, si una cosa o la otra.

P. Las entradas para las finales de Champions merecen un capítulo aparte. Los socios sólo acceden a un porcentaje mínimo de ellas. 

R. Lo he sufrido en varias ocasiones. Es muy doloroso cruzar medio continente habiendo dejado en tierra a amigos que llevan toda la vida sufriendo por su club y encontrarte gradas semivacías. Es muy doloroso que la mitad de las entradas estén reservadas para compromisos comerciales a los que el partido les importa un bledo. Es muy doloroso comprobar que los clubes ―ni directivos ni jugadores― no alzan la voz para defender a su hinchada. Echo de menos que las grandes estrellas denuncien esta injusticia y se planten.

P. El resultado de todo esto es la atomización. 

R. Cada aficionado está aislado en su salón, lo cual hace imposible que tomen conciencia colectiva, que se expresen de manera conjunta y que se impliquen verdaderamente en los logros de su equipo. 

P. Dice en el libro que el fútbol y los estadios crean comunidad. 

R. Alrededor de los estadios hay mucha riqueza. El fútbol es una excusa maravillosa para hacer barrio, para hacer ciudad, para hacer vecindad. Y más hoy, cuando lo local parece abocado a disolverse en lo global. No podemos permitir que esas riquezas se pierdan. 

P. Alguien podría decirle que se opone al cambio. 

R. Para nada. Yo defiendo, claro, el derecho de los estadios y de los equipos a evolucionar, a mutar. Sólo pido que sea la grada quien dirija el cambio; que la evolución no responda a intereses ajenos a los de los aficionados, casi siempre comerciales; que el progreso no signifique la transformación del fútbol en un espectáculo exportable a todos los mercados. Hay que rebelarse contra la desnaturalización del fútbol. 

P. No se opone al cambio al sí, sino a este cambio. 

R. Me opongo a un cambio que se hace a espaldas de los hinchas y que consiste en echarlos de los estadios. Los aficionados son los legítimos dueños de los clubes. Y el hecho desgraciado de que éstos acabasen en manos de empresarios sin escrúpulos no justifica todo lo que está ocurriendo. 

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