Se llama Grzegorz, pero en el barrio todos le conocen como Goyo, el polaco. Es esa magia del pueblo español que bien relatara Calabuch, película de Berlanga en la que el genio de la física George Hamilton no es más que Jorge en un pueblo levantino, un anciano muy querido que pernocta en la cárcel. Goyo, el polaco, llegó a España con alrededor de 20 años. Su padre murió varios años antes dejando un vacío de esos que acompañan toda la vida. Y sin embargo, su padre habló con él tres décadas después. Porque los muertos hablan, y todo el mundo lo sabe.
“Me hubiera gustado que mi padre conociera a Pilar. Estoy seguro de que le hubiera gustado mucho”. Pilar es la mujer de Goyo, “la mejor de todas”, como asevera con su fuerte acento del Este, ese en el que 'te quiero' suena igual que 'voy a partirte la cabeza'. El padre de Goyo no conoció a Pilar, porque murió cuando él apenas era un adolescente. Décadas después de su muerte, cuando Goyo, el polaco, superaba los 50 años, se casó con Pilar. En ese momento, su padre volvió a hablar con él.
Y es que resulta que la madre de Goyo guardaba desde el fallecimiento de su marido dos anillos de boda. Dos anillos que el padre de Goyo pagó con el sudor de su frente “para cuando se case nuestro hijo”. Lo hizo mucho antes de morir, y la madre del polaco lo había guardado en secreto durante décadas. Hasta que llegó el momento de casarse, con cincuenta años ya cumplidos. A Goyo todavía le tiembla la voz cuando lo cuenta, y en sus ojos dos surcos brillantes rodean su mirada.
Goyo, el polaco, se casó con los anillos que su padre compró años atrás. Su padre estuvo presente en la boda. Y está con él todos los días. Los muertos nos hablan y hay que prestar algo de atención para escucharlos. Cuando viajo en tren a Palencia y paso por Venta de Baños siempre pego la mirada a la ventanilla, no porque aquel anodino pueblo tenga un monumento reseñable, sino para mirar muy fijamente a la casilla de mi abuelo, porque tengo la impresión de que si observo con atención, con mucha atención, le podré ver en pie con su visera regando las plantas, y hasta me lanzará una sonrisa desde la distancia.
Las lecciones de 'Rocky'
Uno de los héroes de la cultura popular que mejor ha envejecido y que mejor sabe del dolor de la pérdida se llama Rocky Balboa. “Ni tú, ni yo ni nadie golpea más fuerte que la vida, pero no importa lo fuerte que golpeas sino lo fuerte que pueden golpearte. Y lo aguantas mientras avanzas. Hay que soportar sin dejar de avanzar, así es como se gana”, dice el personaje de Sylvester Stallone en la sexta película de la saga.
“Siempre estaré en tu esquina para decirte ¡levántate hijo de puta!”, le dice todavía su viejo entrenador Mick
La vida te golpea hasta arrodillarte, dice Rocky, y la marcha de nuestros seres queridos es el crochet más temible, ese que puede dejarte K.O. y fuera del cuadrilátero de la vida. Rocky sabe bien de esto; no tuvo padre; su entrenador y mentor vital, Mick, muere cuando sigue en activo en el boxeo; luego llega el turno de su mujer, su querida Adrian, que fallece de cáncer y deja al boxeador al borde del precipicio; y por último su mejor amigo Paulie.
En Creed, el personaje se lamenta: “Todo lo que me importaba se ha ido. Todos se han ido y yo sigo aquí”. Muchos viudos enfrentan esa sensación de actor secundario, de extra en un decorado que no les pertenece, de no pintar nada en esta película... “Todos se han ido y yo sigo aquí”.
Pero Rocky también habla con los muertos. Y ve a su entrenador Mick en el viejo gimnasio donde se preparó para enfrentarse al campeón mundial de los pesos pesados, Apollo Creed. Y todavía le da palmadas en la espalda y aliento. “Siempre estaré en tu esquina para decirte ¡levántate hijo de puta!”.
Y ve a su amada Adrian cada vez que pasa por delante de la tienda de peces. Allí está, mojigata, con sus inconfundibles gafas, tímida, mirándole como el primer día que se fijó en ella. Y en cada combate ahí está ella, acariciándole como siempre, revolviéndole el pelo. Esas caricias que pensó que eran para siempre.
Rocky ya está viejo, como Sylvester Stallone. Ya no es un 'potro salvaje'. Camina con dificultad y rodeado de fantasmas. Es triste, pero es el precio a pagar por haber amado y haber sido amado. Dios quiera que en nuestra esquina del cuadrilátero siempre haya alguien dispuesto a decirnos: “¡Levántate hijo de puta!”.