Mil novecientos ochenta y uno fue un año prolífico para Mario Vargas Llosa. Publicó La guerra del fin del mundo, una novela que supuso un punto de inflexión en lo que hasta ese entonces había sido su obra narrativa, y la comedia dramática La señorita de Tacna. El escritor peruano quebraba dos fronteras, la que separaba sus libros anteriores de una nueva historia ambiciosa y potente, y una segunda: la que divide un género literario de otro.
Sin embargo ésa no fue su primera vez, o no del todo. Ya a los quince años, Mario Vargas Llosa había escrito La huida del Inca (1952), que nunca llegó a publicarse. “Si en la Lima de los años cincuenta, cuando empecé a escribir, hubiera habido un movimiento teatral, es probable que, en vez de novelista, hubiera sido dramaturgo” confesó el peruano en el prólogo de su obra dramática reunida.
Ya había participado Vargas Llosa en la adaptación cinematográfica de Pantaleón y las visitadoras, en 1975, que codirigió con José María Gutiérrez Santos y en la que además tuvo un pequeño papel secundario de militar. Sin embargo, fue con la publicación de su primera pieza cuando decidió entrar de lleno en los escenarios y crear personajes a los que otros darían vida. El teatro, dijo entonces, le daría orden y disciplina: “Para un novelista escribir teatro es, además, un aprendizaje del rigor porque en la novela todo es posible, mientras que en el teatro siempre hay normas”.
Las primeras dos obras de teatro de Vargas Llosa, La señorita de Tacna y Kathie y el hipopótamo (1983), esta última estrenada en Caracas, hicieron del oficio de la escritura –su eterna dupla fantasía y realidad- un motivo dramático. La primera de ellas tiene como personaje central a un escritor primerizo obsesionado en volcar su talento en unas memorias que son, a veces, biografía y ficción; la segunda vuelve sobre la figura del novelista, a través de Santiago Zavala, un joven a quien una excéntrica mujer llamada Kathie le contrata para que escriba un libro sobre sus viajes, tal y como le ocurrió al peruano en sus días parisinos, según contaba su primera mujer Julia Urquidi en Lo que Varguitas no dijo.
Sería con su tercera pieza teatral, La Chunga (1986), cuando abriría el espectro. El drama sitúa la acción en 1945 en el viejo bar que regenta La Chunga, en un barrio marginal de Piura (Perú) donde cuatro amigos beben y juegan a los dados. Uno de ellos, Josefino, pierde gran cantidad de dinero y ofrece en prenda su acompañante Meche -una joven e ingenua muchacha- a La Chunga que se había quedado prendada de ella. Ambas suben a la habitación de la dueña del bar y nunca más se sabe de la joven. Sobre esta trama se van sucediendo las especulaciones de unos y otros sobre lo sucedido, sus imaginaciones y sus temores.
¿Prostitución? ¿Mezcla de realidad y fantasía? ¿Verdad o mentira? La Chunga, que ahora se presenta en el teatro Español con Aitana Sánchez-Gijón, Asier Etxeandia e Irene Escolar, tan sólo se representó en España en una ocasión: en 1988 con Nati Mistral, Emma Suárez y Pepe Sancho en el Teatro Espronceda.
Después de El loco de los balcones (1993) y Ojos bonitos, cuadros feos (1996), dos obras volcadas en la subjetividad de la belleza, el Premio Nobel de Literatura 2010 tuvo un parón. Volvió a la novela y publicó tres: Los cuadernos de don Rigoberto (1997), La Fiesta del Chivo (2000) y El paraíso en la otra esquina (2003). Volvería, y a lo grande, esta vez convertido en un Ulises de cabellos plateados acompañado por la actriz Aitana Sánchez-Gijón. Fue con Odiseo y Penélope (2007), una adaptación de La Odisea que juega con la idea del gran fabulador y en la que el peruano retoma las fronteras imprecisas entre realidad y ficción. La pieza se estrenó en el teatro romano de Mérida.
Tras un encuentro en Londres con el escritor cubano exilado Guillermo Cabrera Infante y el poeta venezolano Esdras Parra, Vargas Llosa escribió Al pie del Támesis (2008), una obra que se afinca en la transexualidad como motivo de reflexión sobre la propia circunstancia humana, a la que siguió Las mil noches y una noche (2009), basada en la recopilación de los cuentos árabes del mismo nombre y en cuyo estrenó contó, nuevamente, con la que podríamos sospechar es su musa: Aitana Sánchez Gijón en el papel de Sherezade y él, el propio Vargas Llosa, como Sahrigar.