Cultura

Viejos fantasmas, nuevos fascistas

El término fascista ha ido adquiriendo nuevos significados y esparciéndose en una pluralidad de direcciones que dificultan el acto significante de una manera definitiva

  • Imagen de archivo de una pancarta del PCE en Sevilla.

Un fantasma recorre España: El fantasma del fascismo. Y este fantasma - como Marx y Engels denunciaban que ocurría con aquel incipiente comunismo - se utiliza como arma arrojadiza para señalar a quien piensa distinto, utilizándolo a modo de distintivo para estigmatizar a aquellos que por sus ideas deben ser apartados, exorcizados, supuestamente poseídos por un espíritu antidemocrático. Y no acaban aquí las similitudes, porque - como manifestaban que ocurría también con aquella ideología de nuevo cuño los autores del Manifiesto comunista - aquí de igual modo podemos ver como “todas las potencias de la vieja Europa se han confabulado en santa jauría contra él”.  Si bien esto necesita ser matizado, porque aquí no es la vieja Europa la que lleva a cabo la ofensiva, sino una vieja izquierda que si se encuentra con algún partido o movimiento que no se alinee con sus ideas (siempre y cuando este no pueda serle útil) pasa inmediatamente a calificarlo como fascista, arrojándolo fuera del consenso democrático. A partir de ese momento, si alguien osa acercarse a él quedará contaminado, convirtiéndose mutatis mutandis en otro fascista. No deja de ser curioso que, siendo esto así, haya quien continúe hablando desde la izquierda de la necesidad de hacer un “cordón sanitario” cuando resulta evidente que de facto ya está funcionando.

Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre son lo que parecen, pero sin duda este no es el caso, ya que para realizar una estigmatización de este tipo es necesario dar un salto teórico que supone dejar de lado toda honestidad intelectual. Porque este “nuevo fascismo” nada tiene que ver con aquel movimiento nacido en la Italia a lo largo del primer cuarto del siglo XX: mientras que aquel era profundamente antiliberal, antidemocrático y rechazaba el conservadurismo tradicional, aquí nos encontramos con partidos de corte conservador que teniendo una más que demostrada tradición democrática y liberal (en el sentido clásico) son señalados como fascistas ¿Cómo es esto posible? Porque, evidentemente, nada de esto tiene que ver con la racionalidad, sino con el más puro tribalismo ¿Cómo se explicaría, si no, que partidos conservadores como Junts per Catalunya y el Partido Nacionalista Vasco - de ideología marcadamente de derechas - puedan ser considerados como aliados contra ese “nuevo fascismo” mientras que un partido de corte liberal como lo era Ciudadanos fuera acusado en su momento de fascista? Resulta obvio que esto nada tiene que ver con una aproximación ideológica de estos partidos al fenómeno del fascismo, sino con la mayor o menos utilidad al poder, en este caso al PSOE. Partido, este sí, que últimamente nos está sorprendiendo con maneras profundamente autoritarias, desprestigiando e intentando colonizar las instituciones que garantizan los ya de por si debilitada separación de poderes y el Estado de derecho. Y es que, si uno reflexiona acera de los últimos acontecimientos políticos ocurridos en España, cuesta encontrar en la historia reciente unas conductas más iliberales que la de este Gobierno.

Creo que a estas alturas queda patente que lo que está ocurriendo aquí es que la palabra fascista está funcionando como lo que Laclau llamó un significante vacío. Este fenómeno lo hemos podido ver con anterioridad con expresiones similares como, por ejemplo, democracia o democrático: las cuales, a lo largo de las últimas décadas han modificado su significado, ampliándolo hasta llegar a contener en su interior acepciones que antes difícilmente hubiesen sido consideradas como tal. Pues bien, algo parecido ha ocurrido con el término fascista. Este ha ido adquiriendo nuevos significados y esparciéndose en una pluralidad de direcciones que dificultan el acto significante de una manera definitiva y esto ha provocado que ahora nos encontremos con que, lo que en algún momento fue un vocablo que hacía referencia de forma inequívoca a un simpatizante de un movimiento político concreto, ahora haya acogido a todo aquel que - por decirlo con Wittgenstein – tenga un cierto “aire de familia”. Aquellos que hayan estado atentos a la actualidad habrán podido observar cómo a lo largo de los últimos años la palabra fascista se ha convertido en un término poliédrico que contiene pareceres y formas de pensar que nada tienen que ver con aquello que históricamente se conoció como fascismo, manteniendo, no obstante, su contenido peyorativo.

Sigo creyendo en que la solución pasa por recuperar la voluntad de precisión en el diálogo público, el gusto por los matices y el respeto al adversario político

Evidentemente esto no es algo que ocurra de forma casual ni inocente: se necesita una posición hegemónica para poder acometer la resignificación de un término. Y es aquí donde interviene la asombrosa capacidad del Partido Socialista para cambiar el relato y, con ello, la forma en que percibimos la realidad. No hace falta irse muy lejos para comprobar hasta qué punto es esto cierto. En los últimos días y a cuenta de la investidura, hemos sido testigos de cómo el Gobierno ha sido capaz de, a través del control que ejerce en los medios de comunicación, convencer a gran parte de la opinión pública de que la amnistía no sólo es legal, sino que es necesaria. Todo esto contradiciéndose a sí mismo y en un tiempo récord. No importa que tengamos decenas de declaraciones de ministros y del propio presidente diciendo que van a hacer todo lo contrario de lo que han hecho. Ya no importa si se miente: el fin merece la pena. Y claro, después de todo esto, a uno no le pueden sorprender declaraciones como las de Arnaldo Otegui en las que pide aislar a la derecha porque “la gente ha votado para parar a los neofascistas y a los neofalangistas en toda España”. Es, sin duda, una petición completamente coherente y la que cierra el círculo de toda está lógica: una vez que logras que todos tus adversarios sean considerados fascistas lo razonable es intentar echarlos del espacio público. No importa si España es o no es una democracia militante, nadie quiere a fascistas en sus instituciones. A partir del momento en que se delimita el espacio amigo-enemigo y la necesidad de la política se impone, erradicada ya la legitimidad del otro, este se convierte en un ser despreciable antes el cual cualquier estrategia es válida.

¿Puede ser este el próximo paso del Gobierno de Sánchez? La verdad es que cuesta creerlo, sin embargo, es posible que algo parecido pensara Eugeni Xammar cuando escribía sus crónicas desde Berlín. Aun así, y puesto que hace años que milito en el optimismo antropológico, confío en que este momento no llegue nunca. Porque a pesar de todas las tropelías de los últimos años, sigo creyendo en que la solución pasa por recuperar la voluntad de precisión en el diálogo público, el gusto por los matices y el respeto al adversario político.  Hay que seguir trabajando por el entendimiento e intentar dejar fuera del debate político las ruidosas simplificaciones que solo buscan la descalificación, cuyo objetivo es deslegitimar al adversario político y convertirlo en un espantajo que nada tiene que ver con la realidad. Quizá la mejor manera de hacer frente a esta tendencia de gran parte de la izquierda actual es recordarles que, como decía el gran filósofo Felipe Martínez Marzoa: “si todo es todo, entonces nada es nada”.

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