En mis frecuentes viajes a La Coruña siempre es visita obligada una parada en ‘El baúl de los recuerdos’, una tienda que alberga mucha felicidad. Películas, postales de cine clásico que inundan mi despacho, libros, cómics, juguetes antiguos, vinilos, discos… Un oasis de nostalgia y cultura. Durante muchos años fue uno de mis principales proveedores de cine clásico, antes de que irrumpieran las plataformas. Era de los pocos sitios en que uno podía encontrar todavía DVDs de John Ford, Billy Wilder o Frank Capra. Hoy en día, las secciones de cine clásico de las grandes superficies son cada vez más anoréxicas.
En una ocasión, andaba yo enfrascado en aquel baúl que olía a humedad, oteando estanterías en búsqueda de nuevos descubrimientos cuando un gitano entró acompañado de su hijo. Tras un vistazo rápido a donde me encontraba yo se dirigió al encargado de la tienda y preguntó:
-¡Chacho! ¿Tienes películas de hostias? Pelis donde se metan bien de hostias, ya sabes.
No pude contener la risa con la salida de aquel caballero. En el fondo me recordó a mi hermano pequeño. Cuando éramos niños me las veía y deseaba para que se dignase a ver ciertas películas, y tenía que mentirle diciéndole que salían unas batallas espectaculares. Era la única manera de poder ver ‘Forrest Gump’ o ‘Lawrence de Arabia’ sorteando su veto.
Lo que ya no me hace tanta gracia es la constatación de que hoy la gente solo quiere “películas de hostias”. La alergia al cine en blanco y negro se extiende como una plaga en esta sociedad cada vez más autómata. La última prueba es la decisión de la cadena Trece TV de no renovar ‘Classics’, el programa de cine clásico de José Luis Garci, porque “las películas en blanco y negro no dan suficiente audiencia”.
No es país para viejos, y tampoco para clásicos. Quienes defendemos la vida en blanco y negro somos una suerte de predicadores en el desierto. Cada vez más solos, más anacrónicos que el gotelé o los chistes de Pajares y Esteso. Una especie en peligro de extinción que asume su condición de polvo estelar. Uno de esos que brillan en el cielo pero que desapareció hace millones de años.
Y sí, reconozco que estamos anticuados. Que ya no se llevan las maneras de Humphrey Bogart, ni los looks de Marlon Brando y que cada vez se besa menos como Elizabeth Taylor. Que las películas del Oeste parecen todas iguales o que hay comentarios de Frank Sinatra que ya no se entienden.
Pero me niego, como Don Quijote, a dejar que muera un mundo que he amado solo por comodidad. Por dejarse llevar por una ola de modernidad que busca dejar atrás valores que, por mucho que algunos quieran, seguirán vigentes hasta el último suspiro de nuestra especie.
Me importa un bledo que el blanco y negro no dé audiencia. Algunos seguiremos buscando refugio en el bar de Ricks’, esperando que Sam vuelva a tocar ‘As time goes bye’ y nos acordemos de aquel día en que los alemanes iban de gris pero Ingrid Bergman de azul. Seguiremos enamorando –o intentándolo- a la señorita Kubelik mientras preparamos espaguetis a la raqueta en ‘El Apartamento’ de Jack Lemmon, porque los amores difíciles son los únicos que valen la pena. Volveremos a disparar a Liberty Valance porque alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Nos partiremos la cara con unos mafiosos en ‘La ley del silencio’ o sujetaremos a James Stewart antes de tirarse de un puente porque vivir era bello, a pesar de todo.
Supongo que los que aspiramos a una vida en blanco y negro seguimos soñando que el bien triunfa sobre el mal, que lo celebramos con un trago de whisky y que nos llevamos a la chica antes de que salga el cartel de ‘The End’. Algo quizá demasiado pueril para estos tiempos cínicos y resabiados.
Las noches en que llueve dentro de mí seguiré buscando la caricia de una imagen en blanco y negro que me recuerde que vale la pena luchar. Y volveré a agarrar la mano de Chaplin que camina con su bastón mientras a lo lejos se apagan las luces de la ciudad.