Una buena parte de las personas que ven por primera vez esta imagen solo ven un patrón de manchas sin ningún sentido. Cuando se les pregunta qué ven, pueden pasar minutos o incluso horas sin identificar nada concreto e incluso cuando se les revela que lo que hay es un animal que nos mira en primer plano, algunos tardan en encontrarlo o no lo encuentran. Pero lo más impactante es que una vez que se ha localizado, nuestro cerebro no puede dejar de verlo. ¿Qué es y por qué produce este curioso efecto?
La fotografía degradada es una creación de Karl M. Dallenbach, profesor de psicología de la Universidad de Illinois, quien la utilizó en 1951 para explicar algunos principios de la visión. Usó una imagen en blanco y negro y le fue restando elementos hasta dejarla en una serie de manchas. Existe otra variante muy parecida con un patrón de puntos en el que se oculta un perro dálmata y que el cerebro no consigue identificar a la primera. ¿Cuál es la razón? La explicación más inmediata tiene que ver con la forma en que nuestro cerebro construye la realidad y en concreto la sensación de profundidad o de tres dimensiones. Cuando uno se acerca por primera vez a una de estas imágenes, lo habitual es que el cerebro vea un patrón de manchas en dos dimensiones, porque no encuentra elementos que le permitan reconstruir una tercera dimensión.
El triángulo de Kanizsa muestra cómo el cerebro construye percepciones
"Recuerdo haber tenido un montón de problemas para encontrarla, aunque una vez que lo hice era muy difícil ver otra cosa", explica el investigador Robert Pepperell, quien está interesado en este tipo de objetos que se materializan de repente ante el espectador en las obras artísticas. A diferencia de un cuadro en el que el pintor coloca un punto de fuga y hace decrecer los objetos que se suponen más alejados, en el ejemplo del perro no hay pistas que permitan al cerebro acceder de forma inmediata a la tercera dimensión. Pero lo curioso, y lo que intriga a los neurocientíficos, es que cuando el sujeto lo percibe el fenómeno se produce de repente, como un aprendizaje súbito que modifica nuestras sinapsis y ya no permite volver atrás y desaprender a ver el animal. Esto lo diferencia de otras ilusiones visuales basadas en la ambigüedad (como el cubo de Necker o el conejo-pato) en las que el sujeto puede elegir de qué forma interpreta imagen.
La investigadora Nava Rubin realizó una serie de experimentos para medir estas "transiciones abruptas" que hace nuestro sistema visual cuando por fin reconoce la imagen. Y comprobó que si colocaba una pista visual junto a la imagen del perro dálmata - como la ilusión de Kanizsa - el reconocimiento se producía más deprisa. Por su parte, los investigadores Cassandra Moore y Patrick Cavanagh trataron de deconstruir imágenes en tres dimensiones a patrones degradados buscando el límite en el que se produce ese salto perceptivo o reconocimiento. Su conclusión es que es necesario que el sujeto tenga una idea previa o un recuerdo del objeto representado para que al ver su representación en 2D pueda emerger una percepción volumétrica.
Pero más allá de la percepción espacial y de la memoria, lo más llamativo del efecto ya lo describió Dallenbach en su primer trabajo. Se trata de un ejemplo estupendo de cómo nuestro cerebro construye la realidad y no percibe lo que "ve" (lo que registra su ojo), sino lo que puede decodificar a partir de que ha aprendido. Por este mismo motivo, cuando una persona que ha pasado 40 años ciega por cataratas recupera la visión, no es capaz de interpretar lo que tiene delante de los ojos como los demás, puesto que carece de los códigos que le permiten interpretarlo. El paciente Virgil, de Oliver Sacks, no sabía distinguir entre su perro y su gato hasta que los tocaba, aunque podía verlos corretear delante de sus ojos.
Aquí está, ¿la ves ahora?
Lo que pasa una vez que uno no puede dejar de ver la vaca de Dallenbach [¿la has visto ya?] es, para los neurocientíficos, una prueba de que el aprendizaje y las expectativas condicionan la realidad que percibimos. Como parte de ese proceso, Dallenbach observó que era mucho menos efectivo decirle a la persona que en la imagen había una vaca que mostrarle una versión original de la fotografía o dibujar una silueta con el esquema sobre la misma imagen. También se dio cuenta de que en aquellos sujetos a los que presentaba la imagen degradada y la original a la vez era mucho más sencillo que reconocieran al animal, pues permitía al cerebro aferrarse a algo y hacer una interpretación.
Los científicos también han querido saber qué pasa dentro de nuestro cerebro cuando experimentamos este fenómeno y han hecho mediciones tanto con electroencefalograma como con resonancia magnética funcional. La actividad eléctrica revela el típico patrón de reconocimiento; el momento "ajá" en el que le encontramos sentido a algo. Cuando el cerebro descubre qué significa se produce una mayor coordinación entre áreas, mientras que mientras lo busca (ese rato en que no encontramos significado a las manchas negras y blancas) se produce un mayor reclutamiento cognitivo que explicaría esa sensación de "incomodidad". En la resonancia magnética, por su parte, se ha visto que una vez reconocida la imagen de la vaca hay una mayor actividad en el lóbulo temporal inferior, el mismo que se activa durante el reconocimiento de objetos familiares. En experimentos con monos e imágenes degradadas, realizados en 2004, también se ha visto que la actividad neuronal en la corteza aumenta cuando no reconocen el objeto, con especial atención en el área visual V4.
En resumen, este sencillo truco visual nos muestra cómo nuestro cerebro construye una imagen der un objeto juntando las señales que percibe de cada una de sus partes y dándole una coherencia. Si no consigue encontrar el patrón que le da sentido, permanece ciego ante la vaca que nos mira a los ojos, pero una vez que lo descubre, ya no puede dejar de construirlo.