Ser imbécil es tendencia. Tanto que se ha convertido en un modelo de negocio y cada tertulia televisiva convoca a su propio imbécil para que el respetable pueda disfrutar del espectáculo. Vivimos una época en la que los idiotas se han convertido en una suerte de agujeros negros; en cuanto aparece uno, ya sea en medios o en redes sociales, la atención empieza a girar a su alrededor hasta que se lo terminan tragando todo. A este horizonte de sucesos podríamos llamarle el “horizonte de idiotez”, ese punto a partir del cual ya no escapa la “luz”, entendida esta como la más mínima manifestación de inteligencia. Y este ejército de idiotas consume una gran cantidad de recursos. Si calculáramos el tiempo que dedicamos a los imbéciles en términos de PIB nos encontraríamos con un sector tan importante como el turismo. Y si lo hiciéramos en términos de producción eléctrica, con la energía que empleamos en discutir con los idiotas se podrían iluminar varias ciudades.
Con la energía que empleamos en discutir con los idiotas se podrían iluminar varias ciudades
Decía Albert Einstein que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y que de lo primero no estaba muy seguro. Lo bonito de la imbecilidad contemporánea es que en muchos casos es elegida y voluntaria. Porque no es lo mismo estar equivocado - todos lo estamos varias veces al día - que ser idiota. Ni es lo mismo ser idiota por accidente que serlo por vocación. El idiota de moda es un idiota convencido de que decir idioteces le hace parecer inteligente. Parece contradictorio, pero es que la disonancia es el pienso del que se alimenta su cerebro. Da igual que todas las pruebas vayan en su contra, al contrario, cuanto más evidente sea su disparate mayor será su enroque en la imbecilidad y su goce interno. Hace unas semanas, por ejemplo, decenas de supremacistas blancos se sometían a pruebas genéticas para descubrir, incrédulos, que una buena parte de sus ancestros eran africanos. La respuesta, la típica: primero la negación y después la convicción de que hay una conspiración de genetistas contra la verdad oculta de su pureza.
Porque todo imbécil alberga, además, un conspiranoico. Para él es más fácil de aceptar que el 98 por ciento de los seres humanos conducen en dirección contraria que pensar que él es el kamikaze. Las contradicciones son solo un adorno más, otro molesto conductor que te llevas por delante. En 2015, el líder conservador estadounidense Tony Perkins atribuyó las inundaciones en Bahamas a un castigo de dios “por el aborto y el matrimonio homosexual”. Solo un año después él mismo perdió su casa en las inundaciones de Louisiana sin que esta vez el hecho le pareciera una “señal”. Algo parecido le sucedió recientemente al periodista ultraconservador Rush Limbaugh, quien acusó a los medios de comunicación de estar inventándose las noticias del huracán Irma para asustar con el cambio climático, horas antes de tener que evacuar su casa en Palm Beach por el temporal.
Pero no pasa nada, porque en la cabeza del idiota todo encaja hasta el último instante, y cuando no encaja se reordena para volver adquirir sentido. Así, por ejemplo, se puede creer que los americanos nunca pisaron la Luna pero que nos ocultan la existencia de la base extraterrestre que encontraron allí. O que todos los aviones de pasajeros llevan en su interior unos depósitos de sustancias químicas para rociar a la población sin que a las compañías les importe perder el sitio que podrían comercializar en forma de asientos.
El idiota de más éxito es un idiota convencido de que decir idioteces le hace parecer inteligente.
En ocasiones, las convicciones del idiota son tan firmes que se atreven a retar a todo el mundo para demostrar que están en lo cierto. En 2011, un brujo de una tribu al norte de Ghana aseguró haber creado una loción antibalas y después de untarse con ella durante dos semanas desafió a sus amigos a que la pusieran a prueba. El tipo murió acribillado y se ganó un premio Darwin. No ha sido el único caso de alguien que muere en plena contradicción pero convencido de que la razón le acompaña. En julio de 2016, el escéptico anticáncer Bill Henderson murió por un tumor maligno. Unos años antes, en 2012, la defensora de los partos en el hogar, Caroline Lovell, falleció mientras daba a luz en su casa, y Christine Maggiore, uno de los negacionistas de la existencia del VIH, murió de sida en 2008. En el plano colectivo, en 2014 un congreso de defensores de la venta y consumo de leche cruda en Estados Unidos terminó con decenas de enfermos y un fallecido por el ataque de una bacteria que se encuentra… en la leche cruda.
¿Por qué ningún terraplanista ha viajado hasta los confines de la Tierra para mostrarnos el aspecto de aquel lugar?
Pero si hay un ejemplo de disonancia salvaje es el de los terraplanistas, uno de los grupos de idiotas que más ruido han hecho últimamente, incluso en nuestro país. Algunos divulgadores se han esforzado en demostrar con argumentos la esfericidad de la Tierra, ya sea por las diferencias del firmamento en los dos hemisferios o los movimientos de rotación y traslación del planeta. Pero nada funciona. A cada argumento responden con una elaborada red de carambolas que forma su propio sistema ptolemaico. Nadie apunta al verdadero talón de Aquiles del terraplanismo: si de verdad la Tierra es plana, ¿por qué ninguno de ellos ha viajado hasta los confines de la Tierra para mostrarnos el aspecto de aquel lugar? Sin duda sería un espectáculo digno de un documental de National Geographic. Como dice mi amigo Ángel Martín, si hubiera un fin del mundo donde el abismo se tragara el mar, ya habría organizado Red Bull allí alguna competición de surfistas terraplanistas para colar sus imágenes al final del Telediario.
He estado dando vueltas al asunto y creo que lo que quizá sucede es que el abismo se traga a los terraplanistas y ya no vuelven. Esa sería la explicación más sencilla a la ausencia de testimonios. Pero que no se asusten las mamás de terraplanistas, puede que no mueran triturados en la cascada de agua que cae hacia el vacío. Simplemente cruzan el “horizonte de idiotez”, dan una vuelta y se pasan a la parte de abajo del planeta donde todo está al revés y son ellos los que tienen razón y nosotros los que no damos pie con bola. Y allí pasan sus días tan felices, ¡en el paraíso de los idiotas!
* Nota para idiotas: no sería muy inteligente darse por aludido con este artículo.