Cultura

El lago de los cisnes, sólo importa la cicatriz

No hay transformación incruenta. El acto de convertirse en otro exige dolor y belleza. La cicatriz es lo que permanece. Aquello que nos llevaremos a casa, como una bala que

  • Una imagen de El lago de los cisnes, en el Teatro Real.

No hay transformación incruenta. El acto de convertirse en otro exige dolor y belleza. La cicatriz es lo que permanece. Aquello que nos llevaremos a casa, como una bala que se disuelve en la boca, a punto de dispararnos el corazón. Aunque adocenadas en el canon, hay obras que recuperan atajos -la belleza y la perfección- para imponerse como la primera vez. El lago de los cisnes, el ballet encargado por el Teatro Bolshói en 1875 a Chaikovsky, lo ha conseguido, casi dos siglos después, en el montaje de The Royal Ballet que el Teatro Real ha elegido para cerrar su temporada 2017-2018. Un bicentenario mayúsculo.

A veces tocados por el dedo iracundo de un Dios, un mago o el destino -el más inclemente de todos los verdugos- los hombres y las mujeres que habitan la imaginación humana se han visto sometidos a la trituradora de la transformación: Eurídice, Medea o Leda… la mujer cuyo eco esta tarde baila sobre un escenario en el cuerpo de Marianela Núñez, la bailarina principal de The Royal Ballet que ha dado vida a la Odile y a la Odette reinterpretadas por Liam Scarlett sobre el original con el que Marius Petipa y Lev Ivanov crearon la coreografía original del siglo XIX.

Cisne blanco. Cisne Negro. Mitades que se intercambian, cual parejas en el baile de lo que somos y lo que ansiamos. Inspirado en el relato El velo robado, de Johann Karl August Musäus, El lago de los cisnes cuenta en la historia de amor entre el príncipe Sigfrido y una joven reina convertida en cisne junto a toda su corte por el hechizo del mago Von Rothbart. El argumento, sin embargo, irriga un territorio más profundo: el de quienes desean reventar la membrana de sí mismos, el de quienes ansían libertad: el príncipe, al elegir a quién desea amar y ella, Odile/Odette, la de abandonar el cuerpo al que ha sido confinada.

El coreógrafo Liam Scarlett sitúa la acción a finales del siglo XIX, y para su ambientación ha escogido al diseñador británico, John Macfarlane, cuya suntuosa propuesta arrancó la admiración de la crítica durante el estreno londinense en mayo de este año y la confirmó ante el público del Real. Abocetados por el vestuario, y acentuados en la interpretación de The Royal Ballet, cada personaje refulge con una tragedia renovada, más cercana.

Así lo sintieron quienes pudieron verlo .Un segundo acto hondo y profundo -las zapatilllas del coro y los solistas apenas producen sonido al chocar con el escenario, hasta el punto de no tener cuerpo ni peso- y un tercer acto desbordante, que arrancó un aplauso que recorría el Teatro Real como una electricidad: desde el pario de butacas hasta el Paraíso.

Cada libro, ópera o ballet que emulsiona ante quienes se asoman a ellos resume la operación cruenta -la tragedia universal-  que supone arrancarse de una naturaleza para asumir otra. Esa gesta, antigua, de la metamorfosis: dejar algo atrás, morir en el camino. Ese tributo de los que viajan, como Ulises, de regreso a sí mismos.

 

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