El Atlético no juega, compite. No usa jugadores, sino guerreros. Renuncia a sus futbolistas más talentosos (en el banquillo, Arda de entrada y Diego todo el partido), a la pelota, a la iniciativa. Cambia las prioridades habituales de este deporte. Pero quiere ganar y gana. Muerde, defiende, ayuda, busca el ataque directo. Le da igual empezar perdiendo, que no le piten el penalti más claro del mundo, que le perdonen otro, o que no le concedan la ley de la ventaja en una ocasión de indiscutible valor gol. No se descompone, no se deja influir jamás por los sucesos de los encuentros. Compite, compite, compite. Y ahora, con el aroma a título en el ambiente, pese a la exigente religión del partido a partido de la que no se mueve, vuela. Se siente fuerte, capaz de todo. Líder.
De este San Mamés no sale airoso cualquiera. Pero el gigante armado por el Cholo ya se ha ido de allí con victoria dos veces en apenas tres meses. El escenario es de los que deciden Ligas, habitúan a marcar diferencias entre el campeón y los aspirantes. Sin concesiones a la vistosidad, pero sin sufrir casi rasguños. Dos regalos inesperados de Courtois, uno con penalización 1-0, y una sacudida breve tras la entrada al campo de Toquero. Poco más. El único apuro lo resolvió el guardameta belga con una mano que le reconcilió con su poderosa versión. Lo demás fueron nueve tipos corriendo y presionando y un delantero sacando petróleo por igual de los servicios precisos y milimétricos de Koke que de los pelotazos a lo que salga de Mario Suárez. El encuentro de Diego Costa fue monumental. Le faltó puntería, pero le ganó una y otra vez a la defensa rival, ya estuviera con él San José o Laporte.
Simeone se niega a contar, pero a su Atlético le salen las cuentas. No es un equipo ameno, ni para el rival ni tampoco demasiado para el espectador, pero es una máquina sobrehumana de competir. Y se ponga como se ponga en su frialdad el técnico milagro, una ilusión incontrolable de miles de aficionados a los que cada minuto que pasa les cuesta más sujetarse.