Para casi todos, Ujfalusi fue el central bruto que le pisó una vez de mala manera a Messi en el pie, la fotografía que se subió a las portadas y le arruinó la reputación. Para los atléticos, aunque sólo fueron tres años de convivencia, es mucho más. Un galope inconfundible por la banda derecha que movía el estadio en cada zancada, una sociedad impensable con Reyes que agujereó un puñado de defensas en aquel inolvidable 2010 de las finales de Hamburgo, Barcelona y Mónaco. La bestia y el bailarín, la conexión mágica y casi milagrosa entre la determinación y la sutileza. Cuando el checo se fue, Reyes ya no volvió a ser el mismo.
Pero Ujfalusi fue sobre todo una imagen imborrable que entró en contradicción con lo que insinuaba su aspecto de camionero o pirata, el poder intimidatorio de los tatuajes, la barba y la melena. Sentado sobre el césped del Camp Nou después de perder la Copa, contemplando con lágrimas en los ojos y atónito la exhibición de fidelidad extrema de los hinchas colchoneros, cantando sin parar como si hubieran ganado. Media hora allí quieto y roto en el suelo sin entender nada para por fin entenderlo todo: el Atlético. Desde aquel 19 de mayo, por lejos que estuviera, su corazón sólo ha sido capaz de bombear sangre rojiblanca. Y así sigue hoy, aunque la rodilla le haya obligado a dejar el fútbol a los 35 años, con una plaza guardada en el santoral. Ujjj-faaa-luuu-siii…