Nadie discute que haya una recuperación en marcha. Los flujos de destrucción de empleo y aumento de deuda empiezan a mitigarse. Pero el problema radica en que todavía hay que revertir los terribles stocks de deuda y paro generados. Y el mercado prevé una inflación y un crecimiento tan bajos que hará muy difícil corregirlos…
El dinero retorna a España. La prima de riesgo desciende. El coste de financiación para las arcas del Estado se contiene, y ya no sube de un año a otro a ritmos del 30 por ciento sino del 7. La banca comienza a financiar a corto, lo que a su vez se ha traducido en un repunte del crédito al consumo que ha impulsado algo la demanda. Aunque apoyada en la recuperación de la paga extra de los funcionarios y el desembolso del pago a proveedores, la mejora en el primer timestre de los ingresos públicos pese a la ausencia de inflación se antoja sorprendente, incluso para el ministro de Hacienda que tantas veces erró con las previsiones durante los últimos dos años y que tuvo que rectificarlas con un alza de impuestos tras otra.
Restablecida la calma en los mercados, el Gobierno confía en que el crecimiento se consolide, cobre impulso en una suerte de círculo virtuoso y así baste para corregir el agujero de las cuentas públicas. De acuerdo con los cálculos de Hacienda, siempre que se mantenga congelado el gasto y la economía crezca, el déficit sobre PIB disminuye al engordar el denominador. Además, por cada punto de crecimiento, el déficit disminuye en 0,5 puntos al aumentar los ingresos y reducirse partidas como la de prestaciones por desempleo, sostienen fuentes gubernamentales. Hasta el punto de que, ciñéndose a esta lógica, no habría que acometer muchos nuevos ajustes pese a lo que diga Bruselas. Con unas elecciones de por medio, hay que inflar el optimismo.
Pero cuidado, aunque las burbujas sólo se reconocen cuando estallan, el contexto de mercado tiene todos los visos de una. Simplemente echemos un vistazo a lo que ocurre al otro lado del Mediterráneo, en Grecia. Pese a que hace tan sólo dos años aplicó la mayor quita de la historia y a que todavía mantiene una deuda impagable situada en el 170 por ciento del PIB, Atenas colocó en abril unos 3.000 millones de euros a cinco años abonando un interés por debajo del 5 por ciento. ¡Que me aspen si eso no tiene todas las trazas de una burbuja!
¿Un sur de Europa emergente?
La ralentización de las inyecciones monetarias de la Fed provocó que los inversores huyeran de los emergentes. Y en un entorno de mucha liquidez y poca rentabilidad, una vez que Draghi había despejado todas las dudas sobre la supervivencia del euro, los intereses que ofrecía la periferia europea se tornaron atractivos, sin importar el estigma que estos países acarreaban hace apenas año y medio. Adiós al calificativo de PIIGS. Es más, ¡se han convertido en una suerte de refugios! Y en tanto que este proceso se afianza, la inestabilidad en Ucrania también nos favorece, al poner a los inversores sitos en Rusia pies en polvorosa con un billete cuyo destino reza la periferia del euro.
Vista la baja inflación y el riesgo de estancamiento que ello conlleva, el mercado prevé que el BCE intervenga, y eso refuerza aún más la demanda de deuda soberana del sur de Europa. Pero hete aquí el problema, el inversor siempre exige una rentabilidad que le proteja de la inflación. Y al examinar los intereses que demandan de la deuda periférica, lo que realmente asume el mercado es que los niveles de precios continuarán bajos durante bastante tiempo. Es decir, que la intervención del BCE no va a servir para relanzar la inflación y, por lo tanto, el crecimiento.
En junio, lo más probable es que Mario Draghi rebaje tipos y empiece a cobrar a las entidades un interés por aparcar el dinero en el BCE, obligándolas a mover esos fondos y prestarlos. Pero por el momento no hará mucho más. Supermario tendrá que esperar si quiere imprimir billetes, coartado por unos germanos que hasta cierto punto interpretan que la baja inflación no es más que parte del proceso de recuperación de la competitividad de los países del sur. Por no hablar de que son ahorradores netos de cara a su jubilación en un país que envejece y pretenden mantener su poder adquisitivo. Una inflación a la baja les viene de lujo. De modo que sus recelos harán que cualquier actuación del BCE sea menos contundente, más escalonada y, por consiguiente, insuficiente.
Sólo que en tanto en cuanto nuestras tasas de crecimiento e inflación sean bajas, nuestra deuda se vuelve insostenible. En su último informe elaborado a pachas con el BCE, la Comisión Europea ha hecho proyecciones con una inflación estabilizada en el 2 por ciento a partir de 2018, unos tipos que convergen hacia el 3 por ciento en términos reales y un crecimiento potencial del 1,3 por ciento entre 2010 y 2020 y del 2,6 entre 2020 y 2030, unos pronósticos bastante razonables y que se confeccionan de acuerdo con las previsiones de envejecimiento dibujadas por la Comisión. Y con esos números concluyen que la deuda pública española prácticamente no bajará del 90 por ciento en el 2030.
La necesidad imperiosa de reformas
No es de extrañar que estos esquemas de cálculo se conozcan como fórmulas de bola de nieve, pues una vez inmersos en esas dinámicas resulta harto complicado salir. De cumplirse esta estimación, las finanzas del Estado español quedarían a los pies de los caballos. Bastaría cualquier shock para que las costuras del Estado del Bienestar corran el riesgo de romperse por algún sitio. Es más, pronto la inflación al otro lado del Atlántico puede acaparar todos los focos, y una subida de tipos en Estados Unidos hacia finales de 2015 podría adelantar los problemas. Porque si bien ese fenómeno puede apreciar el dólar y abaratar el euro facilitando nuestras exportaciones, también podría acabar ocasionando un repunte de los intereses en todos los tipos de deuda, incluidos los de la periferia europea, tal y como siempre ha sucedido. Al poder conseguir un interés más alto en otro sitio, los inversores nos van a exigir uno más elevado como condición para comprar.
Y ese repunte de los intereses puede representar una auténtica bomba de relojería. No en vano, el nuevo think tank EuropeG, compuesto entre otros por los economistas Antoni Castells, Emilio Ontiveros y Josep Oliver, señalaba hace escasos días que buena parte de la corrección emprendida del saldo de rentas con el exterior se debe a la moderación de los intereses. De forma que un cambio al alza en éstos nos colocaría de nuevo en una situación muy vulnerable al humor de los mercados, en especial porque, aunque hemos empezado a autofinanciarnos con un superávit por cuenta corriente, adeudamos más del 90 por ciento del PIB al exterior.
La economía española ha resultado muy dañada tras seis años de crisis. El paro estructural, la capacidad obsoleta y la falta de inversión lastrarán durante años el crecimiento potencial. La elevada tasa de paro, la deuda y la demografía pesarán sobre la demanda. Y la necesidad de obtener excedentes con los que amortizar el endeudamiento nos forzará a la contención salarial, lo cual a su vez también afectará a la demanda. Por eso, no se puede relajar la tensión reformista. Solíamos pensar que habiendo entrado en el euro toda la carrera era sobre llano y sin complicaciones. Pero en realidad se trata de un ascenso continuo al ritmo marcado por el maillot amarillo, un gigante de la escalada como los teutones. Por si fuera poco, al ser Alemania una generadora de ahorro y acreedora respecto al resto del mundo, la moneda que compartimos con ellos es estructuralmente fuerte y se antoja un obstáculo para nuestras exportaciones.
“Alemania controlará la unión monetaria porque controlará los costes laborales mejor que nadie”, explicó el canciller Schröder cuando aprobó las reformas Hartz en un ejemplo de la visión estratégica que aquí falta. Hay que concienciarse de que debemos ponernos al ritmo de los tudescos. “A menos que queramos sufrir nuevas devaluaciones internas cada cinco años igual que cuando teníamos la peseta”, apostillan los miembros de EuropeG.