Resulta casi una obviedad afirmar que la independencia de Cataluña, una de las regiones más ricas e ilustradas del país, representa el desiderátum para los nacionalistas catalanes que apoyan la secesión, mientras que para España, en cambio, significa todo lo contrario. Ambas visiones se vieron este martes las caras en la tribuna del Congreso de los Diputados, en una tarde soleada de abril que más parecía de noviembre por el sentimiento de tristeza que produce comprobar la dimensión del fracaso de España como nación al que nos ha conducido el régimen del 78. Los parlamentarios que en el pleno de este martes debatieron sobre el intento de ruptura territorial pertenecen a partidos que, salvo UPyD, de reciente creación, han gobernado y administrado las instituciones del Estado de las Autonomías desde su nacimiento con la Constitución de 1978, son partidos nacidos al calor de esa Constitución, que a menudo han crecido y, sobre todo, medrado, con ella, asunto particularmente evidente en el caso de PP, PSOE y CiU.
¿Es posible confiar la solución a un problema tan enrevesado, tan podrido en términos de lealtad constitucional, a partidos cuya responsabilidad es tan grande –caso de CiU- en la apertura de la herida de convivencia que ahora se pretende suturar? La negativa del Congreso a la pretensión del Parlament no zanja, obviamente, una cuestión como la catalana, que lleva más de un siglo condicionando la política española. Tras el cambio de tercio protagonizado por Rajoy caminamos, de grado o por fuerza, hacia un cambio constitucional capaz de evitar una independencia de Cataluña que sin duda supondría un rejón de muerte para España.
Aunque la historia del nacionalismo catalán tiene en su haber hazañas desestabilizadoras memorables, el envite que ahora nos ocupa se ha gestado en las últimas décadas y, muy particularmente, en los últimos 10 años, con la llegada a la Moncloa del inefable Rodríguez Zapatero y su respaldo ciego “al Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña”. Ha sido, con todo, el colapso económico y financiero sufrido a partir de 2007 por España, en general, y por una Cataluña quebrada, en particular, lo que ha dado alas a unas elites nacionalistas decididas a convertir su problema -que a menudo no era otro que la corrupción galopante y su incapacidad para gestionar-, en el primer problema político de nuestro país. Ello no habría ocurrido nunca, con todo, si el Estado no hubiera plegado velas en Cataluña de manera irresponsable, dejando el campo libre a la acción de quienes, durante años, han abonado el terreno con la simiente de la independencia cual bálsamo de Fierabrás.
¿Qué se puede hacer a estas alturas? Siempre hemos dicho que la convivencia, por muy deteriorada que parezca, no se ganará con las vísceras, sino con el talento; no con los sentimientos, sino con la razón. Y desde luego con ideas concretas, es decir, con la política, haciendo política en la más noble acepción del término, lo que equivale a decir que la búsqueda de salidas a la crisis española implica arrumbar el inmovilismo, desde luego, pero también las actuaciones a salto de mata con las que se nos ha venido castigando casi a diario en los últimos tiempos, para embarcarse en un gran proyecto nacional de convivencia capaz de dar acomodo democrático en España a una mayoría de catalanes, desde luego a los que no son nacionalistas y no tienen por qué cargar con el coste del aventurerismo de Mas y los suyos.
Consecuencias de la inmersión lingüística
Brilló con luz propia el presidente del Consejo de Ministros, con un discurso impecable en términos democráticos y constitucionales que incluyó una apelación medida y templada a los sentimientos patrios, todo ello en las antípodas de la sorprendente pobreza doctrinal y política exhibida por algunos portavoces del Parlamento de Cataluña, en particular por la señora Rovira de ERC. Es lo que tiene la inmersión lingüística. Ocurre que al jefe del Gobierno no le acompaña la realidad de un Estado debilitado y desacreditado que, aparentemente, carece de iniciativas para superar su crisis, razón por la cual optó por atenerse siempre al guion jurídico-constitucional, salvo la apelación final a la existencia de “una puerta abierta de par en par para aquellos que no estén conformes con el actual estado de cosas: iniciar los trámites para una reforma de la Constitución”. Rubalcaba, por su parte, ofreció, aunque de forma inconcreta, su disposición a construir un nuevo pacto constituyente, reconociendo así que el actual se encuentra roto y trasladando la responsabilidad de lo ocurrido a las iniciativas del PP cuando se aprobó el último Estatuto de Autonomía catalán. Ni una palabra de recuerdo para ese lince apellidado Zapatero.
El trámite del abrumador rechazo a la petición del Parlamento de Cataluña se ha cubierto, pero, desgraciadamente, el problema persiste, como el resto de problemas de todo orden que preocupan a los españoles. Ocurre que, por una de esas piruetas de la historia, Cataluña se está convirtiendo, quizá sin pretenderlo, en el revulsivo necesario para abordar los dos asuntos que impiden que España salga del círculo vicioso de su crisis: la restauración de un Estado democrático vigoroso, capaz de acabar con los vicios y corrupciones que lo han puesto en almoneda, y la revisión de las políticas económicas y sociales, una vez constatados la esterilidad y los daños de las que se vienen ejecutando. Aunque no esperamos resultados inmediatos, desde luego, seguimos esperando –y deseando- propuestas que hagan posible un país mejor, más abierto, más libre, más rico y más justo, menos corrupto, que el que tenemos, radicalmente distinto del que prometen quienes han fagocitado al poder público y al patrimonio nacional en beneficio de unos pocos. Sobre eso sí debería manifestarse la soberanía popular. El guante de la reforma de la Constitución está sobre el tablero, y habrá que ver qué iniciativas llegan de Cataluña y del resto del Estado. En esta hora crítica, cabe recordar las palabras del profesor Luis Jiménez de Asúa, socialista para más señas, autor de la concepción del Estado Integral de la constitución republicana de 1931: “el orgullo del pasado, el esfuerzo del presente y la esperanza del porvenir es lo que constituye una nación”.