El presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, ha denunciado que el Banco de España dirigido por el inefable Miguel Ángel Fernández Ordóñez, alias MAFO, y los ministros de Economía de la época engañaron a Bruselas sobre el verdadero estado en que se encontraba el sistema financiero español. Nada que no supiéramos y que no hayamos venido denunciando en Vozpópuli en artículos y editoriales varios. Lo que no sospechábamos, sin embargo, y nos indigna sobremanera, es la absoluta desvergüenza mostrada por lo más granado de la oligarquía española a la hora de salir en tromba en defensa de los anteriores gobernantes y responsables del desaguisado. Se ve que en estos tiempos de caos institucional y miedo al futuro, la prudencia impone el cierre de filas para tapar el pozo insondable de las corrupciones, dinerarias y de las otras, procurando con ello el aforamiento práctico, cosa que está muy de moda, de quienes con su lenidad en el cumplimiento de sus obligaciones permitieron la ruina del sistema financiero y, en consecuencia, del resto de la economía nacional. Nos tememos que el ¡prietas las filas! no ha hecho más que empezar, para desgracia de quienes anuncian tiempos nuevos y recuperaciones milagrosas.
Conviene precisar que la denuncia de Durao Barroso (por cierto, a buenas horas mangas verdes) en la que explícitamente afirma que, a sus preguntas, siempre se le respondía con un “todo perfecto, no hay problema”, está en el origen de una serie de desgracias colectivas, porque no de otra forma cabe calificarlas, que tuvieron su origen en el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y crediticia alentada por los diferentes gobiernos desde 1996. El estallido de la misma, unido a las políticas erráticas de esos Ejecutivos -incluyendo el actual, cuyo ministro de Economía precipitó con cierta frivolidad la crisis de Bankia-, llevaron a España al rescate de julio de 2012, a la desaparición de casi la mitad del sistema financiero, en concreto de las cajas de ahorros, a la creación del banco malo, y a otros episodios de idéntica índole. En términos financieros, una bola de pérdidas que, siendo benévolos, no bajará de los 100.000 millones de euros, y en otros órdenes, un crecimiento desmesurado de la deuda pública, innumerables recortes y sacrificios para familias y empresas, amén de la constitución de un oligopolio financiero que parece incapaz de generar el crédito que demanda nuestra maltrecha economía.
Las vírgenes ofendidas
Pues bien, ahora se pretende exonerar a los responsables de semejante drama colectivo como si aquí no hubiera pasado nada, porque, según Luis de Guindos, “hay que mirar hacia adelante”. Probablemente, el ministro está sentando las bases para que, cuando sea sustituido, a nadie se le ocurra mirar hacia atrás. Lo de siempre, hoy por ti mañana por mí, que es el discurso de quienes manejan los intereses generales como si de su particular cortijo se tratara. La misma cara de cemento armado ha mostrado Emilio Botín, para quien el Banco de España que él siempre ha manejado a su antojo actuó siempre de forma irreprochable. En tiempos tan revueltos como los actuales, alguien debería recomendarle prudencia a este hombre. Por no hablar del actual titular de la institución, Luis Linde, típico alto funcionario español dispuesto a mirar hacia otra parte en defensa de los intereses corporativos. Displicente, el gachó ha dicho que “atribuir a los errores de la entidad supervisora la magnitud de la crisis es una explicación muy poco útil”. Una absoluta falta de vergüenza la de Linde y sus cuates.
Sucede, además, que para mistificar y mentir no dudan en ampararse en la calidad técnica de los funcionarios o, en su caso, los inspectores del Banco de España, cuyo trabajo, que sepamos, nadie ha puesto en tela de juicio, porque son las cúpulas del banco, con el citado Mafo a la cabeza, y con el respaldo detrás de Zapatero, Solbes y Salgado –por no remontarnos a los tiempos de Jaime Caruana y Rodrigo Rato- las que han sido objeto de las denuncias de Barroso y de otros muchos antes de Barroso –de este diario, sin ir más lejos-, y de la petición de explicaciones y responsabilidades que, hasta la fecha, han caído en saco roto.
Firmemente creemos que un país puesto en almoneda por la codicia de unas minorías dirigentes, amparadas en las inobservancias y negligencias de los poderes públicos, tiene derecho a pedir responsabilidades y también, si procede, a exigir el castigo de los culpables. Al fin y al cabo, quien paga, manda. Y somos los españoles los que durante generaciones vamos a tener que apechugar con la factura de tantos abusos y corrupciones, principalmente de algunos de esos que, como vírgenes ofendidas, ayer saltaron al cuello del prudentísimo Durao Barroso.