“En las humanidades, la desmoralización ha llegado al punto de una percepción general de que el estudio humanista no tiene nada que contribuir a la comprensión del mundo moderno. Los filósofos ya no explican la naturaleza de las cosas ni pretenden decirnos cómo vivir. Los estudiantes de literatura tratan el texto no como una representación del mundo real sino como un reflejo del estado interior del espíritu del artista. Los historiadores admiten un sentido de la irrelevancia de la historia […] y de la desolación de la nueva era en la que estamos entrando".
Estas palabras de Christopher Lasch anticipaban hace casi 40 años la inexorable ruptura con la racionalidad, que era el signo distintivo de la modernidad, y el advenimiento de un mundo postmoderno donde el narcisismo y la exaltación del Yo animaría a las personas a sumarse a los más absurdas y descabelladas iniciativas con tal de realizarse. Sin embargo, como el propio Lasch advertía, la supresión de la lógica y la racionalidad, de cualquier anclaje con la realidad histórica, sólo serviría para dibujar un horizonte en el que todos lucharían contra todos en pos de autorrealizaciones distintas, a cada cual más estrafalaria.
No puede sorprendernos que ahora la Generalitat de Cataluña se decante por un proceso asambleario de corte netamente bolivariano
Esta parece ser la dinámica en la que el secesionismo catalán, de la mano de su oligarquía política, pretende sumir a toda Cataluña con la promesa de proporcionar al común una nueva identidad nacional a la medida de ese Yo narcisista que, ajeno a la realidad histórica y las leyes, llevará primero a los catalanes y después a todos los españoles al empobrecimiento, la frustración y, finalmente, la pérdida de libertad. Todo en nombre de un brumoso “derecho a decidir” que en realidad consiste en que unos pocos muy bien organizados, y mejor financiados, decidan en nombre de todos.
Así, no puede sorprendernos que ahora, tal y como desvelaba el diario El País, la Generalitat de Cataluña se decante, en el borrador de la Ley de Transitoriedad Jurídica (LTJ), por un proceso “participativo de base ciudadana” para redactar y aprobar la Constitución de la República catalana; esto es, un proceso asambleario de corte netamente bolivariano, donde los intereses de unos, los delirios de otros y los súper egos de todos, impondrán al resto, secesionistas o no, una constitución llena de deseos, redactada como una interminable carta a los Reyes Magos, en la que constantes apelaciones a la democracia enmascararán su futilidad y, sobre todo, su carácter totalitario.
La propia ley transitoria –secreta, por demás– se constituye en proto-constitución, y por tanto en inapelable “norma suprema”, hasta que los soviets ciudadanos confeccionen la nueva Constitución
De hecho, ya la propia ley transitoria –secreta, por demás– se constituye en proto-constitución, y por tanto en inapelable “norma suprema”, hasta que los soviets ciudadanos confeccionen la nueva Constitución. Unos soviets en los que, claro está, sólo tendrán voz los secesionistas, puesto que los no secesionistas no van a participar en la confección de un Constitución a la que se oponen.
Curiosamente, eso sí, en la nueva ley de ruptura ha sido eliminado uno de los puntos más beligerantes de la anterior disposición final segunda sobre su entrada en vigor, donde se establecía que “Si el Estado español impidiera de manera efectiva la celebración del referéndum, esta ley entrará en vigor de manera completa e inmediata cuando el Parlamento constate este impedimento”. Y hay quien apunta que lo que se pretende con esta modificación es evitar la colisión.
Para unos supondría la anhelada impunidad frente a los tribunales españoles (PDeCat) y para otros (ERC) vía libre para imponer en Cataluña un régimen socialista de corte bolivariano
Sin embargo, esta supresión del mecanismo automático que garantice sí o sí la escisión de Cataluña, lo que proporciona es una mayor discrecionalidad a los secesionistas, que ahora podrán decidir sobre la marcha qué estrategia adoptar frente a las iniciativas legales del gobierno central. Y así, jugando al rato y al ratón, manteniendo el pulso con el Estado hasta donde sea preciso, alcanzar la independencia sin correr riesgo alguno y, en su defecto, obtener un nuevo estatus que les libere de toda supervisión del gobierno central. Lo cual para unos supondría la anhelada impunidad frente a los tribunales españoles (PDeCat) y para otros (ERC) vía libre para imponer en Cataluña un régimen socialista de corte bolivariano.
Así, mezclando intereses particulares con ensoñaciones generales, mentiras históricas y deseos de autorrealización, el nacionalismo muestra una naturaleza bipolar. Porque, aunque se ha insistido mucho en que la manipulación nacionalista, regada con abundante dinero público, es lo que hoy amenaza la unidad de España, y también la renuncia del Estado, no habríamos llegado hasta aquí si una parte relevante de la sociedad catalana no hubiera sucumbido al narcisismo.
Cuando la realidad se impone, y los delirios de autorrealización se desvanecen, llega la frustración y, después, la inevitable dictadura
Ya en los 70 Tom Wolfe señaló que el nuevo narcisismo era como un "tercer gran despertar", un estallido de religiosidad orgiástica y extática. Sin embargo, para Lasch, Wolfe se equivocaba en lo religioso. El clima contemporáneo no es religioso sino terapéutico. Y el nacionalismo constituye una de la más socorridas y peligrosas terapias. Porque, cuando la realidad se impone, y los delirios de autorrealización se desvanecen, llega la frustración y, después, la inevitable dictadura. Y mucho nos tememos que esa, y no otra, sería la última parada de una hipotética República Bolivariana de Cataluña.