El Liberal - Opinión

¿Puede haber un independentismo no independentista?

La entrevista a la senadora Marta Pascal, el pasado sábado, en el programa de agitación y debate Faqs, de TV3, pone de manifiesto las ganas que hay en CDC —o

  • Marta Pascal

La entrevista a la senadora Marta Pascal, el pasado sábado, en el programa de agitación y debate Faqs, de TV3, pone de manifiesto las ganas que hay en CDC —o en lo que queda de ese partido— de volver a la casilla de salida, y asimismo lo difícil que les resulta desentenderse del fracaso del procés a la independencia que encabezaron.

Sorprende, aunque relativamente, su afirmación de que "no se puede discrepar del presidente Puigdemont". Los partidos políticos, en general, no están pensados para estimular la libertad de opinión, excepto si es para denostar a los adversarios. Sin embargo, la incuestionabilidad del líder suele estar en función de los éxitos conseguidos. Las victorias electorales de Jordi Pujol, su prestigio político dentro y fuera de Cataluña, explican que su partido se mantuviera prietas las filas a lo largo de los años 80 y 90. Nada que ver con la cosecha de desperfectos recogida desde que Àrtur Mas en noviembre de 2012 pidió una «mayoría excepcional» para un «momento excepcional» —perdiendo 12 escaños y quedándose en 50; ahora tienen 34—. Lo extraño no es que no se pueda discrepar sino que haya quien no discrepe todavía. En los advenedizos que el eurodiputado residente en Waterloo designó para ocupar escaño se comprende el silencio, pero los que, más allá de la fidelidad personal, tienen responsabilidades en las instituciones y en el partido deberían haber exteriorizado ya su malestar, si no es que están, como dicen en las bodas, dispuestos a callar para siempre.

La apuesta de Pascal

Apunta Marta Pascal que dimitió de su cargo en el partido —ahora llamado Partit Demòcrata Europeu Català— al darse cuenta de que la línea política escogida se dirige "más a decrecer que a convencer" y que se basa "en el bloqueo, en la antipolítica, en la tensión, más que en la suma". ¿De verdad tuvo que llegar hasta julio de 2018 para ver en qué se estaba convirtiendo el partido que gobernó Cataluña durante ocho legislaturas autonómicas? ¿Ni siquiera un año antes no se dio cuenta? ¿No se dio cuenta nadie? Mejor miremos hacia el futuro. "Lo que hemos de hacer aquellos que nos consideramos independentistas —afirma— es convencerlos [a los catalanistas no independentistas; tal vez se refería también a los catalanes no independentistas] de que es mejor que Cataluña tenga un Estado que no que no lo tenga" y que ello "requiere tiempo, paciencia, hacer las cosas bien, no tensionar". El modelo de partido que tiene en mente debería incluir desde "los catalanistas nacionalistas hasta los independentistas", es decir: si se añade al conjunto una buena cantidad de centristas y de oportunistas de derechas, el resultado es exactamente lo que había sido Convergència. ¿Es posible volver atrás, olvidar el proceso impulsado, retornar el mal genio a la lámpara, y remitir la independencia ad kalendas græcas?

Para conseguirlo, los mismos que han generado grandes esperanzas deberían ser capaces de administrar la frustración obtenida. Después de tantas campañas prometiendo que Cataluña está a punto de convertirse en un nuevo Estado europeo, no es fácil pasar a una en que bien podrían recuperar el lema «Catalunya, decisiva a Madrid», utilizado en 1982. Pero hay algo más grave que se interpone en ese proyecto de distensión, y es la desconfianza que se ha instalado en la política y en la sociedad. Aquella formación bisagra que fue CiU, con la que siempre se podía contar en Madrid para apoyar al gobierno, para suavizar las tensiones y para garantizar la estabilidad, no va a volver, al menos en vida de esta generación. Un partido catalán que contenga una amenaza de unilateralidad, por remota que sea, o una referencia a la independencia que no sea meramente literaria, ya no es un socio fiable. Convertirse en algo parecido al PNV es una aspiración comprensible, pero las decisiones tomadas en los últimos años la hacen imposible. No basta con renunciar a ser el tonto útil de la CUP para volver al centro político de un día para otro. Los puentes están rotos, y se han roto deliberadamente; para volver a construirlos hace falta tiempo y un buen ingeniero; aún no ha surgido, entre los dirigentes actuales de lo que fue CDC, alguien capaz de hablar lo suficientemente alto y claro para reconocer los propios errores.

A buenas horas, marcha atrás

Si la confianza, en el ámbito político, no se recupera fácilmente, más difícil es cuando la desconfianza ha hecho mella en la sociedad. Antaño los convergentes podían beneficiarse de un voto temeroso de la izquierda y amigo de la prosperidad sin sobresaltos, pero después de su desafío al Estado lo han perdido para siempre. Sin duda, los escándalos de corrupción han destrozado la imagen, tal vez demasiado idílica, de un oasis catalán en la era Pujol, pero peor ha sido la inclinación al conflicto civil que ha evidenciado el proceso. Aún compartiendo la idea que los grandes partidos españoles no están exentos de responsabilidad en lo sucedido, esos votantes se abstendrán de darles ocasión de reincidir. La persistencia de una pretendida guerra de desgaste contra el Estado a base de constante exhibición callejera de símbolos y esporádicos actos de fuerza no sirve para añadir simpatizantes sino para disuadir a los exentos de fanatismo.

Desde luego, rectificar tarde y mal es mejor que no hacerlo nunca. Aunque no debería extrañar a nadie que el intento de recuperación de aquel espacio político, ahora cuarteado y malbaratado, concite rechazo en algunos, cautela en otros y escepticismo en todos. Marta Pascal ya ha dejado bien claro que no se puede estar haciendo política en las instituciones por la mañana y cortando carreteras por la tarde. Es de esperar entonces que la primera etapa de su proyecto estará enfocada a los correligionarios suyos que apoyan el cuanto peor mejor —entre los que están el “presidente en el exilio” y el “presidente efectivo”— para convencerlos de la necesidad de volver a hacer lo que llama «política de verdad»; convencerlos, o desvincularse de ellos definitivamente.

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