Tras La democracia sentimental (2016), Antropoceno (2018) y (Fe)Male gaze (2019), el prolífico escritor y columnista de El Mundo Manuel Arias Maldonado vuelve con Nostalgia del soberano (Catarata), un ensayo en el que disecciona una pulsión común a populismos y nacionalismos: “el anhelo por una potencia política capaz de imponer orden en un presente amenazante e incierto”. Sin embargo, tal y como cuenta Maldonado en esta conversación, resulta una pretensión ilusoria porque la política, sencillamente, “no lo puede todo”.
En el libro defiende que las turbulencias políticas desatadas por la crisis económica son una expresión de lo que usted llama “nostalgia del soberano”. ¿En qué consiste ésta?
En el anhelo por restaurar la potencia soberana, o sea, un poder político emancipado de límites formales y capaz de restaurar el orden en una sociedad compleja que se percibe como desordenada e incapaz de proporcionar estabilidad moral y económica. Esta idea del poder entronca con las viejas representaciones de la soberanía, y de ahí que el libro se ocupe de pergeñar una genealogía del concepto y de la realidad a la que alude el concepto. No es que quienes demandan una soberanía fuerte tengan la historia política en la cabeza, sino más bien que esa historia refleja tanto estrategias de legitimación por parte de quien detenta el poder como necesidades psicológicas de protección y seguridad por parte de quienes lo obedecen.
La estrategia canónica del populista consiste en aglutinar malestares diversos y dirigirlos contra un enemigo común
En tiempos de crisis o allí donde reina el malestar, tenga o no éste un fundamento objetivo, esa nostalgia reaparece en el cuerpo político. Ocurre que ahora lo hace en un contexto pluralista donde no todos comparten ese sentimiento y entre los muchos que sí lo experimentan hay discrepancias irreconciliables acerca del tipo de orden que ese soberano habría de instaurar. Recordemos que la estrategia canónica del populista, y en buena medida también del nacionalista, consiste en aglutinar malestares diversos y dirigirlos contra un enemigo común, poniendo en sordina las diferencias entre los distintos grupos sociales durante el tiempo que sea posible.
También señala que el sueño de restaurar la potencia política puede tener lugar a través de una performance más simbólica que real. ¿Fue eso en parte lo que ocurrió en Cataluña durante el referéndum del 1-O?
Había, sin duda, mucho de eso. Aunque el referéndum catalán se diferencia del que tuvo lugar en Grecia, que es otro ejemplo que señalo para ilustrar este fenómeno. Este último fue una consulta legal cuyo resultado fue ignorado por los propios convocantes, que ofrecieron sin embargo a los ciudadanos griegos la oportunidad de liberarse simbólicamente de la tutela de Bruselas durante unas semanas. En cambio, el referéndum catalán tenía por objeto derribar el orden constitucional español. Y aunque también puede interpretarse como una performance soberana, no deja de producir efectos psicológicos con nefastas consecuencias para nuestro orden democrático.
Explica que, aunque el populismo sacraliza al pueblo, no considera a todos parte del mismo. ¿Cómo se explica?
Porque el pueblo es un nosotros que solo puede constituirse en referencia a un ellos, lo que requiere de una exterioridad en la que se agolpan los enemigos del pueblo, ofrecidos a éste como objeto para la proyección de sentimientos negativos. El populista dice: solo nosotros somos el pueblo. E incluso allí donde integra a quienes habían permanecido fuera de la comunidad política, como pasa con las comunidades indígenas en los populismos latinoamericanos de izquierda, otros quedan fuera.
Se piensa que todo es cuestión de ‘voluntad política’ y de que bastaría querer mucho todos algo a la vez para conseguirlo. O sea: unidos podemos. Pero no es así
¿Y por qué el populismo y el nacionalismo necesitan siempre de un enemigo exterior?
Primero, porque solo podemos definir una identidad mediante la diferenciación de aquello que no es idéntico. Pero también, en segundo lugar, porque solo de esa manera es posible mantener la tensión anímica en el interior de la comunidad, o sea de pueblo o la nación tal como los definen el populista y el nacionalista. Es como estar siempre en guerra, suspendidas las diferencias ideológicas o de clase: unidos todos en la aversión común.
Cuenta que el futuro ha pasado de ser el motor de la modernidad al lugar “donde todo irá mal”. ¿También para los que se denominan progresistas?
No es que yo crea que el futuro es el lugar donde todo irá mal, es que ésa es la percepción generalizada en las sociedades occidentales. Y este último adjetivo es importante: asiáticos, africanos y latinoamericanos no comparten esa idea, porque para ellos el futuro es o ha empezado a ser fuente de un bienestar material que antes les estaba vedado. Pero para los occidentales, o buena parte de ellos, el porvenir es contemplado con aprensión. Las razones hay que buscarlas en el agotamiento de las reservas utópicas —derivadas del rotundo fracaso de las utopías del siglo XX—, en el impacto psicológico de la Gran Recesión, en el envejecimiento y la crisis de natalidad, así como en los discursos que advierten acerca de las consecuencias potenciales del cambio climático.
Una política todopoderosa podría desembocar en una dictadura perfecta
El verdadero progresista, por el contrario, entiende que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía realizada cuando la contemplamos desde un punto de vista premoderno, sin aspirar a una reconciliación universal de intereses y valores que, sencillamente, no es de este mundo. Dicho esto, sostengo en el libro que esta depreciación del futuro, instalados como estamos en ese “lento presente” del que habla Gumbrecht, perdida la fe en la capacidad para moldear la historia a nuestro antojo, no conduce a una aceptación madura de las dificultades a las que se enfrentan inevitablemente las sociedades humanas, sino al infantil deseo de recuperar al soberano omnipotente. Late aquí la idea de que todo es cuestión de voluntad política y de que bastaría querer mucho todos algo a la vez para conseguirlo. O sea: unidos podemos. Pero no es así.
¿Pero por qué persiste esa creencia de que la “política —si quiere— todo lo puede”, cuando es evidente que no es así?
Porque queremos que así sea. Y porque confundimos su poder de hacer algo e incluso mucho con el poder de hacerlo todo. Nos decimos: si la política se hiciera bien, o de otra manera, o con la exclusión de éstos o de aquellos, todo lo podría. Pero no es verdad, ni deberíamos aspirar a que lo fuese; una política todopoderosa podría desembocar en una dictadura perfecta.
¿Y en qué medida son responsables las redes sociales del actual momento populista?
No lo sabemos. Ha habido populistas y nacionalistas antes de que hubiera redes sociales, de manera que no sería lógico identificarlas como el factor que hace posible ahora su retorno. Pero tampoco cabe ignorar que los rasgos de la comunicación digital facilitan el despliegue del estilo político populista: la comunicación directa del líder con sus seguidores; la mutación del político en estrella idolatrada por sus fans; el desordenamiento de la conversación pública y el debilitamiento de la función prescriptiva de los hechos; la sustitución de la argumentación racional por el expresivismo emocional. Finalmente, las redes sociales son decisivas como medio para conectar a los descontentos entre sí y para organizar la protesta pública.
Vox propone suprimir el Estado de las autonomías y retornar a uno de corte centralista. ¿Es un ejemplo de la pulsión actual por “recuperar el control”?
Sin duda. Primeramente, ha de entenderse como una reacción contra el ataque del separatismo catalán al ordenamiento constitucional, interpretado como una patología del Estado autonómico. Pero en el programa de Vox esa centralización es presentada como un instrumento para lograr otros fines, desde el control de la inmigración a la recuperación de la natalidad. Entiendo, sin embargo, que esas utilidades son derivadas o de segundo orden; la prioridad sería más bien controlar el desorden identitario a través de una concepción centralista del país que supiera dotarse de herramientas simbólicas y educativas.
La historia democrática es didáctica, nos enseña que hay caminos engañosos que acaban por amenazar a la democracia misma
Para Ramón González Férriz, la democracia liberal es, sobre todo, una cuestión de “procedimientos”. La pregunta es: ¿cómo conseguir que este modelo resulte atractivo para los ciudadanos?
Lo que se plantea aquí es una pregunta que, por buenas razones, nos asusta: ¿hasta qué punto son demócratas los ciudadanos? O sea: ¿hasta qué punto se adhieren a los principios de la democracia liberal-representativa, que ciertamente es procedimental y se asienta sobre la primacía de la ley y la separación de poderes? Si esa democracia no es capaz de proporcionar rendimientos materiales y se opongan a ella modelos alternativos, ¿seguimos siendo demócratas? Pudiera ser que no, o que abrazásemos concepciones de la democracia basadas en el plebiscitarismo y la aclamación del liderazgo. Pero también puede ocurrir que nos deslicemos paulatinamente hacia formas «iliberales» de democracia y que lo hagamos con la mejor de las intenciones, por ejemplo pensando que estamos en el lado bueno de la moral y que para defender a la democracia de sus enemigos nos sobren limitaciones procedimientales, derechos individuales o la mismísima separación de poderes.
Al final del libro, propone una suerte de “soberanía para escépticos”. ¿Nos la describe?
Es un ejercicio de la soberanía que se hace consciente de las limitaciones de la soberanía y de las impotencias de la política. En lugar de alimentar la nostalgia por un soberano que nunca tuvo el poder que se atribuía, el escéptico evita depositar en la soberanía expectativas irrazonables y renuncia a neutralizar el pluralismo en nombre de ficciones unitaristas. Esto implica asumir que no podemos volver a casa: la comunidad primigenia, sea conservadora o socialdemócrata, no existe ya. Y tal vez nunca existió. Por eso apelo también a la dimensión prescriptiva de la historia democrática: su pasado es didáctico, nos enseña que hay caminos engañosos que acaban por amenazar a la democracia misma