Carmen Calvo Poyato (según algunas fuentes, María del Carmen) nació en Cabra, provincia de Córdoba, el 7 de junio de 1957. Es hija de Francisco Calvo y de Carmen Poyato, que en Cabra tenían una vaquería y a quienes en el pueblo llamaban “los Rucheras”, quizá por el nombre de un manantial que habría pertenecido a los abuelos o bisabuelos. La madre, además, fue peluquera. Carmen es la pequeña de tres hermanos. El mayor, José, se dejó tentar (era joven) por la política: fue alcalde de Cabra y diputado por el difunto Partido Andalucista, pero se arrepintió a tiempo e hizo una muy notable carrera como escritor y columnista en Prensa. El segundo, Francisco, también ha escrito artículos y relatos. Y Carmen se dedicó a la política.
No desde el principio. Estudió en el colegio de las Escolapias y luego en el instituto Aguilar y Eslava, ambos en Cabra. Parecía que el futuro de la muchacha iba hacia el Derecho y sobre todo hacia la enseñanza, porque se licenció en leyes en la universidad de Sevilla, en 1980, y se doctoró en Derecho Constitucional por la de Córdoba, siete años después. Era inteligente y tenía una formación sólida, cualidades que le ayudaron a entrar en la misma universidad cordobesa como profesora. Le fue bien. En 1990 era secretaria general del centro y además vicedecana de la Facultad de Derecho.
A su amor por las leyes hay que añadir otra de las características esenciales de la personalidad de Carmen Calvo: quizá por influencia de su madre, es feminista desde siempre. Y una más, la definitiva: tiene una gran capacidad estratégica. Si la inteligencia y la formación son necesarias para triunfar en la universidad, el dominio de la estrategia (y la sangre fría) son indispensables para entrar en política. Lo otro, lo de ser listo y tener una base sólida, pues a veces está bien y a veces no, a veces ayuda y a veces estorba para tener éxito en la política que se hace en España desde más o menos mediados de los años 90. Pero si no te sabes mover estás perdido. Y Carmen Calvo se sabía mover.
Todavía no tenía el carné del partido cuando la llamaron para formar parte del Consejo Económico y Social de Córdoba. Eso fue en 1994. Dos años después, en 1996, Manuel Chaves la nombró consejera de Cultura de la Junta de Andalucía que él presidía. Y en 1999 decidió, por fin afiliarse al PSOE. Seguiría siendo consejera de Cultura cinco años más.
Pertenecer a un partido político, en la España de los últimos treinta años, no es ingresar en un grupo de románticos que defienden unos ideales. Eso puede ser el principio –y no siempre–, pero de ningún modo se sale adelante solo con eso. Hay que aprender a maniobrar, a vender y hasta a traicionar; hay que saber quiénes, dentro del mismo partido, son amigos y quiénes enemigos; hay que actuar con frialdad, con rapidez y muchas veces sin piedad. Ese no es el terreno apropiado para los idealistas. Carmen Calvo tenía y tiene ideales, eso sin duda, pero domina como muy pocos el arte de saber arrimarse (le encantan los toros, además del rock) a quien en cada momento interesa, de apostar, de lanzarse como un rayo a por la presa. Supo desde muy pronto quiénes eran sus amigos (Manuel Chaves fue el primero) y quiénes sus enemigos (Rosa Aguilar fue la peor). Estaba hecha para destacar.
¿Su terreno natural era la Cultura, de la que fue consejera en Andalucía y más tarde (desde 2004 hasta 2007) ministra? Pues eso es difícil de decir. Su tesis doctoral, dirigida por el catedrático José Acosta Sánchez, está empedrada no ya de erratas sino de faltas de ortografía, muchas de ellas repetidas varias veces. Hizo cosas importantes: la controvertida devolución de los “papeles de Salamanca” (del Archivo de la guerra civil) al gobierno autónomo de Cataluña, que los llevaba reclamando desde hacía años; la ley de la propiedad intelectual, la del libro, la del cine. Medidas que fueron casi todas muy contestadas y que tuvieron vidas y resultados muy diversos. Pero una ministra de Cultura, por más poder que tenga y por más apoyada que se sienta, no puede pedir a la Unesco que legisle “para todos los planetas” (2005), ni asegurar que el dinero público “no es de nadie” (2004), ni atribuir a Leonardo da Vinci, en un discurso, una de las frases más conocidas de Victor Hugo; ni asegurar que “nuestra Constitución no recoge la igualdad entre hombres y mujeres, como lo hacen otras constituciones”, porque a una doctora en Derecho Constitucional debería sonarle (por lo menos sonarle) el artículo 14.
El peor chiste de Carmen Calvo
Y una ministra de Cultura no puede caer en el peor error que se puede cometer en política… y casi en la vida: hacer un chiste y que no se ría nadie. Fue en el Senado. Se hablaba de cine y el senador Van Halen, del PP, decía: “En 2001 (año negro también, Calvo dixit), las cifras fueron…”. Respuesta inolvidable de la señora ministra: “Señoría, usted para mí nunca será Van Halen Pixie ni Dixie”. Es imposible que una doctora en Derecho no conociese el uso del término latino dixit (dijo), que suele usarse para citar algo literalmente. Calvo estaba tratando de hacer un chiste. Pero fue un chiste malísimo. Y la señora ministra quedó por tonta… una vez más.
Hay muchos que no habrían sobrevivido a eso. Pero Calvo, que había pretendido caer cobre el senador del PP como una centella y que acabó estrellándose, estaba preparada para sobrevivir a eso y a más. Fue ministra de Cultura porque, en enero de 2004, apoyó a Zapatero cuando nadie creía ni remotamente que el candidato leonés pudiese ganar las elecciones de marzo de ese mismo año. Pero las ganó y Carmen Calvo pasó a formar parte de su “grupo de confianza”. Aunque Zapatero acabó por destituir a aquella mujer tan temperamental y con tanta facilidad para meter la pata, y la reemplazó por César Antonio Molina, que, caramba, pues ya era otra cosa. Calvo fue elevada a la hornacina de la vicepresidencia del Congreso de los Diputados, donde a nadie molesta ni le molestan, y más tarde, en la legislatura 2008-2011, presidió lo que más le gustaba: la comisión de Igualdad.
Pero renunció a la política cuando, en 2011, en el PSOE decidieron (parece que fue Griñán) poner como cabeza de lista por Córdoba a Rosa Aguilar, su némesis. Y no a ella. Ahí la perdió el temperamento. Luego, dentro del partido, apoyó a Carme Chacón cuando el candidato ganador fue Rubalcaba. Error. Sin embargo, más tarde volvió a tener la suerte de cara: lo apostó todo por Sánchez y no por Susana Díaz, y se repitió la historia que ya había sucedido con Zapatero: cuando llegó el momento, tras la moción de censura que tumbó a Rajoy, Sánchez premió a Calvo con un gran poder y con la vicepresidencia del Gobierno… de coalición con Podemos. Ah, eso era nuevo.
Carmen Calvo tiene un carácter difícil, lo ha tenido siempre. En estos tres últimos años se le ha notado. No soportaba que otra mujer, Irene Montero, le hiciese sombra en el protagonismo por la causa feminista. No se fiaba un pelo de los ministros de Podemos; es verdad que nadie se fiaba de ellos en el PSOE, pero es que a Calvo se le notaba muchísimo. Obligada a medir las palabras con exquisitez, quedó claro que seguía sin aprender a hacer eso, que a veces es muy difícil. Y finalmente Pedro Sánchez, hace unos pocos días, actuó con ella como ella misma había actuado, tantas veces, con otros. Seguramente sin haberlo leído, pensó lo que escribió Pemán en el cuadro final de su comedia Metternich: “Esa mujer, señor, lo acabáis de escuchar… ¡Ya no es precisa!”. Y la destituyó, la sacó del Gobierno sin contemplaciones para formar otro en el que fuese al menos posible que unos y otros se llevasen mejor. Calvo ha quedado en el suelo y con aspecto desplumado. Pero ya levantó el vuelo, desde el pedregal, una vez. Nadie debería decir que no pueda volver a levantarlo.
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El cernícalo común (falco tinnunculus) es un ave rapaz de la familia de las falcónidas que habita en Asia, África, Europa y singularmente en la madrileña calle de Ferraz. No es muy grande (no llega al metro de envergadura) pero sí muy adaptable a diversos hábitats, desde el campo a las ciudades. Su primo, el cernícalo primilla, es ya casi un ave urbana.
Es un cazador extraordinariamente eficaz. Pájaro no demasiado inteligente, pero sí dotado de una gran determinación, frialdad e instinto depredador político como muy pocos entre las rapaces, se distingue por su extraordinario sigilo, su magnífica vista y su gran velocidad. Se alimenta de muchas cosas: insectos, ranas, lagartijas y aves más pequeñas, sobre todo si son compañeras de partido; pero sobre todo caza roedores. Y es famoso por su vuelo estacionario: cuando busca presa, el cernícalo se mantiene quieto en el aire, batiendo solamente sus alas (eso se llama cerner) y, en cuanto fija la vista en el ratón, pliega las extremidades y se lanza en picado a una velocidad que puede pasar de los 200 km/h. Rara vez falla.
Pero a veces resulta que en vez de un ratón hay dos; y el cernícalo, que ya baja embalado, no termina de decidir si atrapará a Pixie o a Dixie. El resultado es que ambos ratones escapan y que el pobre pajarzuelo acaba estampado contra el suelo, despelurciado, mohíno y sin entender qué ha ocurrido exactamente. Pero bueno, siempre hay una próxima vez… Si no te partes un ala. En ese caso ya no eres depredador, eres presa.