El pasado martes, el denominado Consejo Empresarial para la Competitividad que agrupa a las grandes compañías del Ibex, un poderoso lobby surgido al calor de la crisis, se vistió de largo para presentar en sociedad su tercer informe (España, un país de oportunidades) sobre las perspectivas de nuestra economía, informe que, con las dosis de voluntarismo de rigor dada la profundidad de la crisis y las incertidumbres del momento, anuncia que en el cuarto trimestre del año en curso la economía española volverá a tasas de crecimiento, con una modesta subida del 0,3% del PIB, subida que será del 0,8% para el conjunto de 2014. César Alierta, convertido en una especie de embajador del optimismo allí donde sólo parece haber lugar para el pesimismo más acendrado, aseguró que “a nuestro país ya sólo le queda un trimestre negativo”, que sería el segundo de este año, para tornar al crecimiento. “Es hora de mirar con optimismo al futuro y reafirmar que España es claramente un país de oportunidades”. ¿Voluntarismo? “Es un mensaje de esperanza realista: la crisis acaba y el esfuerzo de la población se va a ver recompensado”.
Alguien ha descrito la situación de nuestra economía en este momento con el juego de palabras de una “incierta incertidumbre”. En efecto, como se ha aludido aquí en otras ocasiones, hay datos que avalan un cambio de tendencia a partir de finales de año. Entre ellos, naturalmente, un sector exterior que ha recuperado la competitividad perdida desde la entrada en el euro. El saneamiento del sistema financiero, ciertamente muy lento, está, sin embargo, en marcha. La reforma laboral, pese a quien pese, ha creado un mercado de trabajo más flexible y ha reducido el umbral de crecimiento a partir del cual es posible generar empleo. El proceso de creación de pymes se ha acelerado sin apenas crédito bancario y orientado hacia nichos de mercado no dependientes del sector público. El desplome del precio de muchos activos ha hecho de España un lugar atractivo para la inversión exterior. El sector privado, por su parte, vive inmerso en un brutal esfuerzo de desapalancamiento destinado a corregir sus desequilibrios, y parece listo para empezar a crecer y contratar. La prima de riesgo se ha reducido de manera sustancial, si bien no en grado suficiente para descartar de una vez por todas el fantasma del rescate… Todos son elementos, pues, que apuntan hacia una inflexión del ciclo recesivo que venimos padeciendo.
El sector exterior ha recuperado la competitividad perdida desde la entrada en el euro (...) La reforma laboral, pese a quien pese, ha creado un mercado de trabajo más flexible y ha reducido el umbral de crecimiento a partir del cual es posible generar empleo
Los riesgos, sin embargo, siguen estando ahí, y tienen una doble vertiente interna y externa. Sobre la primera, la gran incógnita que gravita sobre nuestro futuro inmediato tiene que ver con la sostenibilidad del proceso de consolidación fiscal iniciado por este Gobierno en su obligada lucha contra el déficit público. La pura verdad es que el Ejecutivo Rajoy no termina de rematar la faena en lo que a meterle la navaja a las grandes partidas estructurales del gasto se refiere; la pura verdad, también, es que, por el lado de los ingresos, no va a ser posible aumentar la recaudación mediante nuevas subidas de impuestos, y, tercero y último, la pura verdad es que las finanzas autonómicas y locales siguen siendo un misterio más profundo que el agujero de la capa de ozono, problema este que tiene mucho que ver con la crisis política española a la que después se aludirá.
Se trata de reconocer una evidencia que suele poner de los nervios a la progresía patria: El desequilibrio presupuestario crónico español no tiene tanto que ver con la caída de los ingresos provocada por la crisis como con un gasto público excesivo causado por un Estado del Bienestar imposible de financiar con los normales rendimientos, vía impuestos, de nuestra economía, lo que obliga no sólo a introducir recortes en el mismo, sino a reformar sus funciones. Si no se aborda esta cuestión capital, sobre la cual la izquierda no quiere ni oír hablar, no seremos capaces de lograr una disminución permanente del déficit público y, además, nos veremos obligados a mantener una presión fiscal muy dañina para el crecimiento.
Sucumbir a la fatiga reformista
Las amenazas que proceden del frente externo, por su parte, tienen que ver con la inestabilidad política en que vive instalado el sur de Europa desde hace tiempo, particularmente Italia, y la posibilidad de que esas incertidumbres abran de nuevo la espita de una potencial crisis del euro, con lo que eso supondría para la prima de riesgo y, por ende, para la financiación de nuestra economía. Alguien ha dicho, con todo, que el mayor peligro que se alza contra esa incierta recuperación radica en la posibilidad, incluso la tentación, de que el Gobierno Rajoy “sucumba a la fatiga reformista”, esto es, juzgue suficientes los ajustes estructurales y presupuestarios llevados a cabo hasta ahora y se tumbe a la bartola. Tamaño ejercicio de complacencia, tomado a la luz de los dolorosos sacrificios soportados por la población española hasta ahora, sería, más que un error, casi un crimen. La pura y dura realidad es que, en términos de ajuste del gasto público, la tarea está a medio hacer si queremos alcanzar en la fecha prevista el déficit comprometido del 3% sobre el PIB.
Con todas las cautelas del mundo, pues, y a pesar de que 2013 seguirá siendo un año malo en su conjunto -el PIB volverá a contraerse, incluso con mayor intensidad que en 2012, y se seguirá destruyendo empleo-, no parece aventurado afirmar que el ciclo recesivo protagonizado por la economía española desde el último trimestre de 2008 puede comenzar a invertirse a finales de 2013, dando así inicio a nuevo ciclo alcista. El principal interrogante a plantear en ese contexto está centrado en el vigor de la recuperación, momento en el que entran en juego otros factores hasta ahora no aludidos, y que podrían resumirse en la pregunta que encabeza este trabajo: ¿Es posible imaginar una salida sólida de la crisis económica sin abordar al tiempo la solución a la grave crisis política española, que está en el origen de aquella? O dicho de otra forma, ¿es posible construir una economía moderna sin unas instituciones que funcionen, sin unos organismos de control independientes, sin una Justicia eficaz, y con el lacerante grado de corrupción que ahora padecemos?
La alianza entre la clase política y la elite financiera ha funcionado a la perfección en España, bajo los auspicios de la Corona, desde la muerte de Franco, pero la continuidad de ese 'statu quo' se antoja imposible
Desde el punto de vista de esa crisis política sobre la que el Gobierno Rajoy pasa de puntillas, el futuro de nuestra economía presenta un flanco de vulnerabilidad que pone en peligro la salida real de la crisis y el vigor de un potencial crecimiento. Cierto que es complicado cuantificar a priori el impacto de los fenómenos políticos o los flagrantes casos de corrupción que inundan la actualidad española, pero la experiencia enseña que lo tienen. Por fortuna, los mercados no han incorporado esos factores potencialmente desestabilizadores en su análisis de la economía española, o no lo han hecho todavía, y ello es así por la existencia de un Gobierno con mayoría absoluta y comprometido, al menos en teoría, con la ortodoxia macro y las reformas estructurales, lo cual ahuyenta los miedos de mucha gente, pero es obvio que el marco institucional es una variable básica en el comportamiento de una economía a medio y largo plazo, y que su deterioro puede desencadenar reacciones capaces de dar al traste con la potencial reactivación.
La alianza entre clase política y elite financiera
Sorprende, por eso, que los empresarios y banqueros agrupados en el Consejo Empresarial para la Competitividad reúnan a los medios de comunicación para anunciar, en un loable ejercicio de optimismo, la presencia de una luz al final del túnel de la recesión sin hacer la menor alusión a la atroz crisis política y de valores que sufre la sociedad española, enfrentada a un fin de régimen más que evidente, sin aludir siquiera a los cambios legislativos que el momento reclama a gritos, cambios concretados en eso que hemos venido en llamar necesidad de regeneración democrática. Es verdad que la alianza entre la clase política y la elite financiera ha funcionado a la perfección en España, bajo los auspicios de la Corona, desde la muerte de Franco, pero la continuidad de ese statu quo se antoja imposible tras los síntomas de agotamiento del modelo y, sobre todo, tras los traumas sociales provocados por la crisis.
Ni los políticos van a poder seguir en la poltrona, ni los empresarios van a poder seguir haciendo empresa, creando riqueza como es su obligación, si no es en el entorno de una sociedad moderna y de una democracia consolidada y digna de tal nombre. Pretender, en la hipótesis de la superación de la crisis, seguir viviendo con el actual grado de insoportable corrupción sin abordar el saneamiento integral del sistema sería tan peligroso como jugar con fuego. La tentación de unos y otros de seguir adelante como si nada hubiera pasado una vez superado el sofocón de la crisis es más que obvia, pero no lo van a lograr, y ello porque ni los ciudadanos lo van a tolerar ni el propio entorno económico global lo va a consentir. O así me lo parece.