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Ignacio Aguado y los disgustos del autillo

Ignacio Jesús Aguado Crespo nació en Madrid, en el barrio de la Estrella, el 23 de febrero (vaya por Dios) de 1983. Es el tercero de los cuatro hijos de

  • Ignacio Aguado y los disgustos del autillo

Ignacio Jesús Aguado Crespo nació en Madrid, en el barrio de la Estrella, el 23 de febrero (vaya por Dios) de 1983. Es el tercero de los cuatro hijos de Francisca y de Jesús Cecilio, empresario dedicado a las tecnologías de comunicación. Le fue bien. Muy bien, mejor dicho. Ignacio todavía era un chiquillo cuando la familia dejó el barrio y se fue a vivir a La Moraleja, a un chalet con piscina.

Ignacio estudió en los Agustinos. Desde el principio quedó claro que el niño había salido guapo, responsable, reservado, trabajador y extremadamente inteligente, muy por encima de la media. Lo de la guapura, de la que es perfectamente consciente, lo cultivó desde chaval, porque le encanta nadar y practicó el waterpolo (llegó a jugar en el Granollers y en el Canoe); esto le proporcionó unas hechuras de las que levantan suspiros al pasar. Pero la genética es implacable y ya de joven se hizo evidente que a Ignacio se le caía el pelo, dicho sea en el sentido literal de la expresión. Cuando esa pérdida llegó al extremo de una alarmante deforestación capilar, Aguado, coqueto como es, se hizo un injerto (verano de 2017) que le devolvió la lozanía de frente para arriba.

Pero lo más llamativo es lo de su inteligencia. El niño que veía en la tele cada capítulo de Los Pitufos o de David el Gnomo; el chaval que soñaba con parecerse a Pierce Brosnan y cuyo héroe era el Tom Cruise de Top Gun, se puso a estudiar tres carreras universitarias a la vez: Derecho, Dirección de Empresas y Ciencias Políticas. En ocho años sacó las tres. Las dos primeras, en la Universidad Pontificia de Comillas; la tercera, en la Autónoma de Madrid. No es fácil encontrar a alguien capaz de hacer eso. Y le quedaba tiempo para salir de cañas con los amigos (aunque jamás fue un “cierrabares”), para el waterpolo… y es posible que para dormir. Y además, como Adolfo Suárez, de niño no soñaba con ser astronauta o futbolista o piloto, sino presidente del Gobierno.

Luego un par de másters y, antes incluso de terminar Políticas, se fue a Liverpool a trabajar como abogado en Irvings Solicitors, un combativo y reconocido bufete británico (Aguado habla perfectamente inglés, de más está decirlo). Después, en 2008, volvió a España contratado como lobista por Unión Fenosa Gas. Cinco años después era director de Inteligencia de Negocio y Planificación Operativa. Lo que se dice un joven prometedor.

Y entonces hizo dos cosas. La primera, en 2013, afiliarse a Ciudadanos, por entonces un partido de ámbito casi exclusivamente catalán (tenía allí nueve diputados) cuyos militantes, fuera de esa comunidad autónoma, cabían todos cómodamente en un par de taxis. La segunda, en junio de 2015, fue casarse. Lo hizo con su novia de toda la vida, la periodista Paula Lucas. Aguado, a pesar de su atractivo, no fue nunca un donjuán ni un picaflor; más bien es de los que se asientan en un lugar y no se mueven demasiado, y lo mismo hace con las relaciones humanas. Su esposa es su novia de siempre y sus amigos también, los conserva desde chaval. Ignacio y Paula se fueron a vivir a Alcobendas (tercera mudanza en más de treinta años: este hombre es de costumbres fijas) y tuvieron un niño, Guillermo, que tuvo la ocurrencia de nacer el mismo día que su padre: un 23-F.

Su carrera en el partido fue rápida, no solo por su valía personal, sino porque la competencia era más bien escasa

Los referentes éticos y políticos de Ignacio Aguado son tres, según él mismo dice: Barack Obama, Manuel Valls y Felipe González, no necesariamente por este orden. Quizá por eso encajó bien en lo que entonces era Ciudadanos, un partido de vocación netamente centrista y refractario a los nacionalismos. Su carrera en el partido fue rápida, no solo por su valía personal (un hombre sensato, muy preparado, con ideas claras, nada esparabán ni vivalavirgen), sino porque la competencia era más bien escasa. Pese a ello, tuvo serias dificultades con lo que ya entonces se llamaba “la gente de Rivera”, que querían a un tipo disciplinado y obediente más que a un librepensador.

En mayo de 2015, pese a las zancadillas internas, el candidato a la presidencia Ignacio Aguado fue elegido diputado a la Asamblea de Madrid junto con otras 16 personas. Ya entonces se quejaba de lo que llamaba “constantes engaños” del Partido Popular. Pero Ciudadanos llegó a un acuerdo con el PP para investir a Cristina Cifuentes como presidenta. Aguado entró en el Comité Ejecutivo de su partido.

Cuatro años después, en mayo de 2019, Ciudadanos, que ya había emprendido su expansión al resto de España, casi dobló sus votos en Madrid (pasó de 625.000) y logró 26 escaños. El partido se había manifestado siempre a favor de dejar que gobernase la lista más votada, que en aquel trance fue la del PSOE. Pero en Ciudadanos mandaba Albert Rivera, por entonces convencido de que iba a superar al PP si lograba mostrarse lo bastante radical en sus actitudes conservadoras, y soñaba con la presidencia del Gobierno. Así que Aguado, en Madrid, se tragó sus recelos y buena parte de sus principios, y apoyó un pacto con el PP (sustentado “desde fuera” por Vox) para hacer presidenta a Isabel Díaz Ayuso, del PP. Él fue nombrado portavoz del Gobierno madrileño, consejero de Deportes y Transparencia, y vicepresidente de la Comunidad.

Pero en las segundas elecciones de 2019, las de noviembre, las ambiciones de Rivera se estrellaron contra el más despiadado de los muros: el de la realidad. Ciudadanos perdió 47 diputados en el Congreso y se quedó con diez. Rivera tuvo que dimitir y el partido quedó en manos de Inés Arrimadas, mucho más próxima a las ideas y a las formas de Aguado que su antecesor.

Ignacio Aguado seguía en su puesto, pero no tardó en darse cuenta de que la presidenta de Madrid, la ambiciosa Isabel Díaz Ayuso, era una fuerza de la naturaleza tan imprevisible como furibunda. Las formas serias y algo británicas de Aguado no casaban para nada con el turbión que tenía delante. Los encontronazos fueron constantes. La relación personal se llenó de dientes, bien de sonrisas falsas o bien de mordiscos sin contemplaciones. El portavoz del Gobierno madrileño no sabía qué cara poner para explicar (y aun defender) en público iniciativas y actitudes con las que él mismo no estaba de acuerdo en absoluto.

Ayuso, una persona capaz de cambiar de opinión y de actitud tres veces en el mismo día, no soportaba a su vicepresidente, mucho más calmado y consecuente que ella

Los topetazos durante la pandemia fueron indisimulables. Se pueden contar con los dedos de una oreja las veces en que Ayuso y Aguado dijeron lo mismo en público, sobre cualquier asunto, espontáneamente, sin ponerse antes de acuerdo en qué era lo que había que decir. Ayuso, una persona capaz de cambiar de opinión y de actitud tres veces en el mismo día, no soportaba a su vicepresidente, mucho más calmado y consecuente que ella. Pero una y otro se necesitaban para mantener el gobierno de la Comunidad. Aunque no había más que verles para saber quién iba ganando el pulso. Ayuso, un poco al estilo de Trump, disfrutaba con la pendencia política, con el protagonismo y con llevarle la contraria a todo el mundo; lo suyo no era ni ceder ni admitir errores. Aguado, por el contrario, cada vez parecía más aliquebrado, mohíno y pesaroso en sus comparecencias públicas. Lo estaba pasando mal. Aguantaba porque tenía que aguantar, porque para eso estaba allí, porque era su trabajo. Y está acostumbrado desde chico a hacer lo que tiene que hacer. Así que seguía y callaba.

Ignacio Aguado fue fulminantemente destituido de todos sus cargos en la Comunidad de Madrid hace unos pocos días; no por lo que hizo, sino por lo que Isabel Díaz Ayuso suponía que iba a hacer. El “cambio de pareja” de Ciudadanos en la Comunidad de Murcia convenció a la presidenta madrileña de que Aguado estaba a punto de hacer lo mismo: pactar con el PSOE para derribarla. No hubo forma de convencerla de que eso eran imaginaciones; que ni en Castilla y León, ni en Andalucía, ni en ninguna parte –tampoco en Madrid– se iba a producir semejante maniobra. Pero era la ocasión perfecta para librarse de su vicepresidente, convocar elecciones (algo que aún está por ver) y llevarse los votos del partido aliado y, sin embargo, rival.

Aguado reventó, quizá por primera vez en su vida política. Acusó a la presidenta madrileña de mentir una y mil veces (virtud política, la de la mentira a sangre fría, que Aguado no ha cultivado lo bastante), de haber perdido el contacto con la realidad y de estar punto menos que loca. Auguró que esto que ha hecho lo pagaría en las urnas. Puede ser. Pero Ayuso sigue siendo, a día de hoy, la presidenta de Madrid, y Aguado es el líder regional de un partido al que demasiada gente mira ya con la compasiva y callada sonrisa que se destina a las viudas en los tanatorios.

El autillo

El autillo (Otus scops) es un pájaro serio, eficaz y sentimental. Es un ave estrigiforme de la familia Strigidae, valga la redundancia; una rapaz pequeña (mide un palmo y pesa un kilo) de hábitos nocturnos, pariente del búho, muy común en la Europa mediterránea, en grandes zonas de Asia y en la mitad septentrional de África. Debido a su vuelo silencioso y a su pequeño tamaño, tiene una de las tasas de éxito más altas de todas las rapaces en sus cacerías, lo cual es buena prueba de su eficacia. Pero también es su debilidad. Las rapaces más grandes se lo comen, de día o de noche, sin avisar; y lo mismo le pasa con algunas serpientes y con los zorros.

El autillo europeo es migratorio a fechas casi fijas. Pasa los inviernos en África y regresa por estos días, sobre la primavera; la gente del campo sabe cuándo termina el invierno por el peculiar canto del autillo, un sobrio sonido aflautado que suena cuando ya se van los fríos; prueba clara de su fiabilidad. Pero también eso le supone un problema: la repetitiva e ingenua llamada del autillo hace saber a sus depredadores dónde está. Su gran habilidad para el camuflaje le sirve de ayuda las más de las veces; pero no siempre.

Porque esa es otra: el autillo no se mueve de su sitio, no cambia de nido ni de partido, no se fuga ni transfuga. Elige un árbol, construye laboriosamente su nido y desde allí hace su trabajo. Habita en los sotos de los ríos y en las arboledas. Cuando cae la noche se va a buscar insectos, quizá algún ratonzuelo o alguna lombriz para alimentar a los pollos, pero luego vuelve a su rama de siempre sin perder el tiempo en distracciones.

Esta seriedad de costumbres y su espíritu de trabajo (los búhos grandes son bastante más vagos y tornadizos) también le causa problemas. El deterioro de los sotobosques, los plaguicidas y otras trampas inventadas por el hombre o por otros animales, que quizá son menos inteligentes pero también más astutos y con menos escrúpulos morales, acaban muchas veces con él. Y si no acaban, le dan unos disgustos espantosos. Yo aquí a lo mío sin meterme con nadie, tratando de sacar adelante mi trabajo –pensará el autillo– para que luego llegue la raposa, o la culebra, o el hacha, y me lo desbaraten todo a traición, sabiendo que yo no me muevo ni engaño sobre lo que voy a hacer.

Una vida difícil, la del autillo.

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