John Christopher Depp II nació el 9 de junio de 1963 en la pequeña ciudad de Owensboro, estado de Kentucky, EE UU. Es uno de los cuatro hijos que tuvieron el ingeniero John Christopher Deep I y su esposa, la camarera Betty Sue Wells. Una familia más bien humilde, en la que no sobraba nada y en la que había que buscarse la vida como fuera. Además, la familia propiamente dicha duró poco: el divorcio de los padres llegó cuando Johnny tenía quince años y su madre se volvió a casar con otro señor, Robert Palmer, que sí logró hacerla feliz y que fue para Johnny mucho más “padre” y referente vital que el biológico, que aún está vivo (su madre y Palmer han fallecido ya). Johnny dice de sí mismo que tiene ascendencia francesa, alemana, irlandesa y cheroqui. Pero no es verdad. Eso de los cheroquis se lo ha inventado él. Como tantas cosas más. Imaginación no le falta.
Johnny mostró desde niño dos características que no le han abandonado nunca. Primero, era extraordinariamente guapo (y él lo sabía), con un atractivo del todo irresistible para las chicas. Y segundo era también extraordinariamente insoportable. Pero no era el típico niño berrinchudo que se pasa la vida dando gritos; este era un cabroncete tranquilo, inteligentísimo y con un punto de cinismo burlón que sigue cultivando hoy, aunque hay que admitir que ya no tanto porque la edad ha hecho su trabajo: Johnny pasa ya de los 60.
Había que buscarse la vida y él lo hizo, a ser posible fuera de casa porque dentro le pegaban. Así de claro. El padre tenía la mano muy larga y, como dice el propio actor, “me pegaban si hacía algo mal y si no lo hacía también”. Trabajó en cincuenta cosas: camarero, mecánico, vendedor de bolígrafos por teléfono… Esto último lo recuerda muy bien, porque en aquella época no tenía un céntimo y estaba viviendo en el coche de un amigo. Dice: “Llamas a gente que no quiere recibir tu llamada. Pones tu voz más falsa y tratas de venderles una porquería de bolígrafos con sus nombres impresos en ellas”. Fue uno de los trabajos de los que no le echaron. Se fue él. Desde entonces tiene tirria a los bolígrafos.
Pero el joven y muy atractivo Johnny tenía un sueño: ser músico, convertirse en una estrella del rock. Su madre le regaló una guitarra cuando tenía 14 años con resultados preocupantes: el chico dejó inmediatamente los estudios, empezó a beber y a consumir drogas (como hacen todas las estrellas del rock, pensaba él), y se empeñó con verdadera tenacidad en formar sucesivas bandas que tocaban donde podían o les dejaban, desde el garaje de casa hasta la calle. Johnny era siempre el guitarrista y el compositor de los sucesivos grupos, como Flame y otros parecidos. Nunca ha dejado de intentar el éxito como músico. Es su verdadera vocación. Y no hay forma de convencerle de que tiene más talento para otras cosas.
Tocar canciones de Oasis en el garaje con los colegas puede que sea muy satisfactorio, pero no permite comer. Johnny tenía que tomar una decisión que lo librase del hambre. A su favor tenía que era muy guapo. Y que tenía una impresionante cara dura. Conoció al actor Nicholas Cage gracias a la entonces esposa de este, Lori Anne Allison, quien, como todas, tenía debilidad por aquel guaperas al que los pantalones siempre le quedaban grandes. Fue Cage quien le propuso actuar (parpadeo de Johnny: “Pero si yo soy músico”) y le presentó a Wes Craven, quien se proponía rodar una cosa extraña llena de terror y muertos y asesinatos que pensaba llamar “Pesadilla en Elm Street”. A Johnny aquello no le interesaba demasiado, pero la hija del productor de la película (Robert Saye) se prendó del chico, para variar, y se empeñó en que su padre le contratase. Así sucedió. Su personaje moría pronto, pero el resultado fue que Depp, para su absoluta sorpresa, formó parte de un taquillazo histórico, una de las más exitosas películas de terror de todos los tiempos. Él resumió aquello con una frase memorable: “A mí me dijeron que todo consistía en hacer el tonto, poner caras raras y no mirar a la cámara. ¿Qué hago aquí? ¡Lo único que yo quería era tocar la guitarra!”.
Eso fue en 1984. Johnny tenía 21 años y tardaría ¡seis más! en tomarse lo de la actuación lo bastante en serio como para emprender algunos estudios de arte dramático. Hasta entonces hacía como con la guitarra: actuaba “de oído”, por pura intuición. Pero tardó mucho menos en adquirir los modales insufribles de una estrella malcriada y caprichosa que en enterarse de qué era aquello de la “cuarta pared” de que hablaban sus compañeros.
Johnny Depp se empeñó durante años en ignorar que tenía un don rarísimo, un talento sorprendente para la actuación. Pasó mucho tiempo sin saber qué era aquello del “método” y la interiorización de los personajes; él hacía lo que le pedían que hiciese y nada más, luego volvía con su guitarra… y con un montón de dinero, porque no tardó en convertirse en un “ídolo adolescente” cuya foto estaba invariablemente en las carpetas de miles de estudiantes de todo el país. Muchos de los papeles que obtuvo en aquellos años le llegaron –esto lo reconoce él– gracias al empeño de las esposas, hijas, hermanas, sobrinas y “amigas” de los directores o productores de las películas, que caían víctimas de su sonrisa, de su caída de ojos, de su voz seductora… y de todo lo demás, claro. Y Johnny se llevaba el papel. No siempre, admitámoslo. Pero sí muchas veces.
El segundo taquillazo en que participó –dos años después del primero– fue nada menos que “Platoon”, de Oliver Stone (1986). Su personaje fue Gaton Lerner, un joven soldado que se hinchaba a drogas. Johnny no necesitó documentarse demasiado para interpretar aquello. La película ganó cuatro Oscar, tres Globos de oro y dos Bafta; nadie se fijó demasiado en la interpretación de Depp… salvo el director, el gran Stone, quien dijo entre dientes que aquel guaperas tenía todavía más manías que él mismo. Nunca volvieron a trabajar juntos. Pero hace unos años, al cumplirse el trigésimo aniversario del estreno, Depp, Stone y algunos actores más se reunieron en la mansión de Johnny para celebrarlo. Se siguen llevando bien.
La filmografía de Johnny Depp se acerca a los 60 títulos y es imposible comentarlos todos; ni siquiera podríamos glosar los “grandes éxitos”, porque son muchísimos. Convertido durante décadas en el actor fetiche de Tim Burton, que es de los pocos que soporta con admirable estoicismo sus retrasos, sus resacas, sus ausencias del rodaje y sus incontables manías, Depp debe a Burton seguramente lo mejor de toda su carrera, entre ellas la que, según él mismo, es la película favorita de todas las que ha hecho: “Ed Wood”, un filme rodado en 1994 en blanco y negro. Ese trabajo le permitió aprender de Martin Landau y de Bill Murray, y además le hizo candidato al Globo de Oro. En 1994, ya no era solamente un chico muy guapo que salía en la pantalla. Ya se había convertido en un verdadero actor. Ya sabía lo que hacía. Y cómo había que hacerlo.
Aquí está la clave de toda su carrera. Depp ha desarrollado un talento extraordinario no ya para interpretar a un personaje, sino para convertirse en él. Cuando vemos en la pantalla tres, diez, quince películas protagonizadas por actores extraordinarios como Tommy Lee Jones, Marlon Brando, Cary Grant, Al Pacino, Colin Firth, Geoffrey Rush o incluso Charles Chaplin, nada puede hacernos olvidar que estamos viendo a Tommy Lee, Brando, Pacino, Chaplin y los demás “haciendo de” otra cosa. Son ellos, nada puede impedir que lo sepamos mientras vemos las películas.
Pero eso no pasa con Johnny Depp ni con otra lista –cortísima– de actores, entre los cuales es imposible no nombrar a Daniel Day-Lewis. Se transforman, por dentro y por fuera, en los personajes que interpretan. Es como si tuviesen cromatóforos que les hacen parecer otra cosa, camuflarse dentro del personaje, sumergirse en él. Sentados en el cine, olvidamos que son ellos.
Unos pocos ejemplos. Johnny Depp se hizo inmensamente rico y famoso gracias al capitán Jack Sparrow, alma de la saga “Piratas del Caribe”. El personaje de Sparrow no es gay y desde luego Depp tampoco lo es, pero el actor decidió añadir a su papel un amaneramiento exageradísimo y francamente divertido, por más que a los productores de Disney aquella escandalosa “pluma” les alarmase mucho: estuvieron a punto de despedir a Depp para contratar a alguien que interpretase a un “pirata de verdad”. El susto se les pasó en cuanto vieron los colosales resultados de la taquilla. Depp dijo alguna vez que aquel aparatoso amaneramiento se lo había inspirado el pianista Liberace, una de las grandes estrellas del “show bussiness” americano de los años 50-80 del siglo pasado, pero cómo saber si eso es verdad o si es otra de las invenciones del actor, que se divierte muchísimo inventando mentiras.
Pero es que el mismo actor que interpreta a aquel “pirata locuelo” es el mismo capaz de meterse en la piel del gánster James Bulger, que es la encarnación del mal químicamente puro en la película “Black Mass”: la perversidad mental más negra que seguramente Depp haya interpretado jamás. En este papel ayuda la caracterización, desde luego, pero con eso casi nunca es suficiente para nadie.
Un último ejemplo, asombroso, es el de la casi última película del actor: el papel del rey Luis XV de Francia en el filme “Jeanne du Barry” (2023), escrita, dirigida y producida por la francesa Maïwenn. El de Depp es un papel dificilísimo porque se interpreta casi enteramente con los ojos: la mirada iracunda del viejo rey, que habla muy poco, es capaz de poner en fuga a cortesanos y maledicentes, mientras que esa misma mirada se transforma en la de un viejo adolescentemente enamorado cuando se posa sobre su amante. Depp consiguió todo eso… llevándose a matar con Maïwenn, como se llevaba: la francesa, como tantos actores y directores más, no soportaba los caprichos de divo de ópera ni los desplantes infantiles del actor, ni sus malos modos, ni sus constantes comentarios sarcásticos. Pero ella sabía que nadie sino Depp podía sacar todo lo que aquel personaje tenía dentro. Tenía razón.
Johnny Depp sufrió mucho –no es una persona emocionalmente fuerte, nunca lo ha sido– cuando su ex esposa Amber Head le demandó por malos tratos varios años después de que ambos se divorciasen, separación que proporcionó a Head alrededor de ocho millones de dólares “de común acuerdo”. Después de un procedimiento judicial inusualmente largo y cuajado de crueldades, el tribunal determinó que la denuncia era falsa y que todo se debía a la codicia de Amber Head, quien tuvo que pagar una muy cuantiosa cantidad de millones de dólares. Pero aquel fue el momento más bajo en la carrera –y en la vida– de Johnny Depp, quien vio cómo Disney rescindía su contrato para las películas de “Piratas del Caribe” y cómo su vida, y su fortuna, parecían tambalearse.
Sin embargo, se rehízo. Todo eso acabó en 2022 y Depp, que ya no es ningún adolescente rompecorazones sino un grandísimo actor que ve la vida con in inocultable escepticismo (eso le sirvió de mucho en su interpretación de Luis XV), parece haber dejado atrás la época de los puñetazos a los periodistas, los destrozos en las habitaciones de los hoteles, los comentarios hirientes hacia otros compañeros e incluso hacia su propio país, las noches de francachela y las mañanas de resaca. Se ha sometido muchas veces a rehabilitación por su alcoholismo. Es probable que algún día, quizá no lejano, tenga éxito también en eso.
Este hombre genial de carácter difícil, que “solo quería tocar la guitarra”, guarda allá en el fondo un corazón de oro. Nunca ganó un Oscar (aún no, mejor dicho), pero entre sus incontables premios está el Donostia, concedido en 2021 por el Festival de San Sebastián. Este año ha vuelto a la ciudad guipuzcoana, aunque solo fuese para presentar su última película, una biografía sobre el pintor y escultor Amedeo Modigliani. Se siente feliz en España.
Tanto que, sin pensárselo dos veces, se disfrazó y se maquilló como el capitán Jack Sparrow y se fue a visitar a los niños ingresados en el Hospital Universitario Donostia, que no se podían creer lo que estaban viendo. Sparrow estaba un poco más viejo que en las películas, pero seguía siendo él.
Ese es el camaleónico, contradictorio, imprevisible, sentimental, débil, cruel y genial (todo junto) Johnny Depp.
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El anole americano, bautizado por algún redomado cursi como “abaniquillo verde del noreste” (Anolis carolinensis), es un reptil escamoso dactiloido del género Anolis. Vive en la península de Florida y en otras zonas del Caribe y América central.
El anole parece una lagartija, pero no es una lagartija. Es verde como las lagartijas, tiene el tamaño de una lagartija y corre como las lagartijas… ¡Pero no es una lagartija! De hecho, sus primos más cercanos no son las lagartijas ni los camaleones, sino las iguanas.
Dos cosas singularizan al anole americano. La primera es su extraordinaria velocidad evolutiva. El pequeño anole, que no mide más allá de veinte centímetros, es capaz de transformarse y adquirir aspectos y habilidades nuevas (las almohadillas en las patas, por ejemplo) en apenas 20 generaciones, lo cual, en términos de la evolución, es una velocidad increíblemente rápida. El cambio en el hábitat o la aparición de especies competidoras hace que el anole se transforme en muy poco tiempo, cambie su estructura corporal y se adapte a lo que haga falta.
Bicho inestable, inconformista y no exento de agresividad, hay otra cosa que en él llama la atención: es capaz de cambiar de color en pocos momentos. Depende de lo que ocurra a su alrededor o del papel que tenga que interpretar. Si hay depredadores a la vista y el anole está sobre una rama gris, inmediatamente se vuelve de color gris. Si hay hembras cerca, adquiere una seductora –por lo visto– coloración parda, que a las anolas les vuelve locas, ellas sabrán por qué. Pero en su estado normal es verde. Vamos, eso dando por hecho de que un consumado actor como el anole americano tenga un estado normal… Es posible que se hayan dado casos.