“Algún día se conocerá la intrahistoria de mi nombramiento”. Alfredo Pérez Rubalcaba dejó fluir la imaginación el día que asumió su cargo como ministro del Interior. Según dijo, sólo conocían aquel secreto el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega. “Algún día se escribirá”, remató aquel 11 de abril de 2006.
Tuvo que salir después el Departamento de comunicación de La Moncloa a decir que era una broma. Ya era tarde. Las sospechas se extendían por todas las redacciones en torno a un político al que siempre se le atribuyeron demasiadas intrigas, algunas reales y otras que nunca se pudieron demostrar.
Llegó al Ministerio del Interior sustituyendo José Antonio Alonso. Estuvo cinco años y tres meses al frente de la seguridad del Estado en una época en la que aún se miraba debajo de los coches y las operaciones antiterroristas obligaban a ampliar la jornada hasta bien entrada la madrugada. “¿Están todos?, buen trabajo, buenas noches”. Otras veces era su vetusto móvil el que le despertaba a horas intempestivas con algún sobresalto. “Ministro, ha sucedido algo”.
La negociación con la banda
Una de estas llamadas inoportunas tuvo lugar el 30 de septiembre de 2006. “Ministro, ha habido una explosión en la T4 de Barajas”. Los terroristas hicieron estallar 500 kilos de explosivo en plenas navidades en el aeropuerto de Madrid. A primera hora, el atentado mató a dos personas y dejó herido de muerte el convulso proceso de negociación que había emprendido unos meses antes el Ejecutivo socialista con ETA.
Aquel último intento de un final negociado contó con la dura oposición del PP y parte de la sociedad. Era la época de grandes manifestaciones de repulsa en la calle mientras Mariano Rajoy le espetaba a Zapatero aquello de “usted ha traicionado a los muertos”. Los populares siempre vieron como una claudicación aquellos contactos, que empezaron a fraguarse en secreto en el caserío Txillare entre el dirigente socialista vasco Jesús Eguiguren y el líder abertzale Arnaldo Otegi.
ETA delegó para aquellas conversaciones a su gran referente Josu Ternera, pero en mitad de partida le sustituyó Javier López Peña, alias Thierry. El día que se rompieron las negociaciones, este terrorista le instó a Eguiguren a comprarse siete corbatas negras, tantas como cadáveres tendría que enterrar. Uno de ellos fue el de Isaías Carrasco, concejal del PSOE en Mondragón, asesinado en marzo de 2008.
De Juana Chaos y el Faisán
La organización comunicó oficialmente el fin de la tregua el 5 de junio de 2007. Aquella noche, Rubalcaba pidió entrar en directo en los informativos de Telecinco presentados por Pedro Piqueras para anunciar que el sanguinario etarra José Ignacio De Juana Chaos no sería trasladado a su domicilio” en ningún caso”. Eso a pesar de que solo unos días antes el Gobierno se había mostrado a favor. Acto seguido, una ambulancia llevó al etarra de vuelta a la cárcel desde un hospital de San Sebastián. “Las circunstancias han cambiado”, zanjó el ministro estableciendo un antes y un después.
Le tocaría gestionar escándalos como el del chivatazo policial a la red de extorsión de ETA en el Bar Faisán, afrontó doce asesinatos de la banda y decenas de arrestos que terminaron de apuntalar la derrota policial del terrorismo. De ser designado para pilotar las negociaciones con ETA a asumir la misión de enterrarla. Aunque todos sus antecesores se afanaron en acabar con el terror, a la gestión de Rubalcaba le corresponden los golpes policiales definitivos que redujeron al otrora temido ejército en un famélico escuadrón incapaz ya de doblegar al Estado.
Eso fue el detonante de que la izquierda abertzale se viese obligada a adoptar un cambio de estrategia y apostar por las vías exclusivamente políticas que hoy les permiten estar en las instituciones. Aquella asfixia policial fue la razón por la que ETA acabó decretando un cese definitivo por fascículos que se ha extendido hasta hace justo un año con el anuncio de la disolución de todas sus estructuras. De lo que pasó en la cocina de aquel final de ETA quedan aún muchos interrogantes. En sus comunicados y entrevistas ETA sostiene que el Ejecutivo socialista pactó con ellos retomar contactos sobre los presos, pero la victoria electoral del PP en 2011 cerró la puerta a cualquier compromiso.
Jefes de ETA detenidos
Los responsables de la lucha antiterrorista que colaboraron con Rubalcaba agradecen que les dejase autonomía suficiente para desarrollar los automatismos adquiridos tras años de experiencia. Así fueron cayendo uno a uno todos los terroristas que se ponían al frente de la banda, desde Thierry, hasta Mikel Carrera Sarobe, alias Ata, pasando Garikoitz Aspiazu, alias Txeroki, Jurden Martitegui, Aitzol Iriondo… En una entrevista concedida a El País confesó que en su nevera siempre guardó dos puros de los caros, uno para cuando cayera Txeroki y otro para cuando cayera ‘Ata’. Uno se lo fumó en 2008 y otro en 2010.
También golpeó con dureza otros frentes de la organización como la cantera de Segi, el entramado de EKIN -los garantes de que se cumpliera la ortodoxia de ETA en el mundo abertzale-, el frente de cárceles dirigido por los abogados de la organización... También la operación Bateragune en la que fue detenido y luego condenado Arnaldo Otegi.
El ministro se levantaba un par de horas antes para iniciar la jornada con todos los periódicos leídos. No faltaba en esa revista de prensa el Gara, diario de referencia de la izquierda abertzale. Rubalcaba entendió como pocos la utilidad de los medios y el mensaje como herramienta política. A casi todas las detenciones antiterroristas les seguía una comparecencia desde la amplia sala de prensa del Ministerio en la calle Amador de los Ríos, casi siempre abarrotada.
"O votos o bombas"
Ninguna comparecencia sin un titular. Las radios salían con sus 30 segundos nítidos de corte para el boletín, las televisiones con sus 15 segundos de total. “O votos o bombas”, fue una de las ideas fuerza de su relato con la que consiguió perforar el cohesionado mundo batasuno. "Que ETA lo deje o que ellos dejen a ETA", les advertía una y otra vez. Hasta que sucedió.
Charlar con Rubalcaba era difícil porque cada pocos minutos entraba una llamada, un SMS que leer, un colaborador para dar la última información. De lo que era de su competencia y de lo que no, también. Aquella vocación omnipresente y controladora, entre Rasputín y Gran Hermano, llevó al PP a acusarle de espionaje político a través del sistema SITEL y tejer una policía política que lanzaba operaciones como Gürtel para atacar a la oposición.
También fue el salvavidas al que recurrió Zapatero para reflotar la imagen de su Ejecutivo cuando comenzó a hacer aguas por la crisis económica. El presidente lo sacó del Ministerio del Interior para oficializar el cargo de mano derecha que ya venía ejerciendo. Le dio la Vicepresidencia y la Portavocía del Consejo de Ministros. Rubalcaba dejó al frente de Interior al que había sido su leal secretario de Estado de Seguridad, Antonio Camacho.
Cuando el Gobierno cambió de color y el ministro del PP Jorge Fernández Díaz tomó posesión de su cargo, fue el primer encargado de Interior que no puso a ETA entre sus objetivos principales. La herencia recibida le llevó a centrarse en hablar sobre cómo mantener la paz social.