España

36 horas dentro del Palacio de Hielo: "No hubo un solo muerto del que no nos despidiéramos"

España se convirtió en la principal zona de operaciones de las Fuerzas Armadas. Un libro recoge los relatos de militares que se han enfrentado a situaciones críticas, desde Bosnia hasta la evacuación de Kabul

El texto publicado a continuación es un adelanto en exclusiva de algunos fragmentos de 'Zona de operaciones', del periodista de 'Vozpópuli' Gonzalo Araluce, editado por La Esfera de los Libros.

- ¿Usted se imaginaba que en algún momento le tocaría vivir algo así como militar? ¿Qué tendría que montar un depósito en el Palacio de Hielo de Madrid para albergar a cientos de muertos por una pandemia?

- No. Para nada. Nadie se pensaba que el ‘bicho’ fuese a provocar todo lo que ha provocado. Tanto dolor, tanta muerte… Mis amigos me escribían y me decían: “Lo siento mucho, siento que tengas que estar ahí”. Pero yo no lo veía así. Mi equipo y yo estábamos donde teníamos que estar, y ese era nuestro trabajo. Actuábamos todos a una, nos apoyábamos los unos a los otros. Y no hubo un sólo fallecido al que no le diéramos al menos unas últimas palabras de despedida. No los conocíamos personalmente, pero los sentíamos como si fueran de nuestra familia.

El mundo se convirtió en un lugar hostil. Las ciudades, los pueblos, las calles quedaron desiertos ante la letal propagación del coronavirus. Había muchas más dudas que certezas. ¿Por cuánto tiempo se prolongaría la situación? ¿Se podría doblegar el pulso a un enemigo invisible? Ni siquiera había conclusiones definitivas sobre cómo se transmitía la enfermedad. Los datos ofrecían una única interpretación posible: el mundo y España atravesaban una crisis que amenazaba con destruirlo todo, incluso la humanización de la muerte. Porque las cifras de fallecidos que se registraban cada día eran abrumadoras, casi anestesiantes. Cientos de muertos en una única jornada, hasta rozar el millar en apenas 24 horas. El sistema no estaba preparado para absorber el golpe y muy pronto llegó el colapso. Literalmente, no había sitio para tanto muerto.

La UME fue la punta de lanza de las Fuerzas Armadas en su lucha contra el coronavirus. No era el colectivo con un mayor número de efectivos, con apenas 3.500 militares a su disposición, pero su versatilidad y experiencia en zonas de catástrofe le permitían un despliegue inmediato. El cabo primero Marcos Carrión Rivas [quien arranca estas líneas] era uno de esos militares.

Pronto llegó el colapso. Los servicios funerarios no tenían recursos suficientes para recoger todos los muertos que la pandemia dejaba a su paso. No sólo la obligación moral, sino la emergencia sanitaria, obligaban a dar una sepultura urgente a los fallecidos. Se recurrió a músculo militar. Los efectivos llegaban donde no lo hacían las funerarias, especialmente en residencias u hospitales. Los depósitos de cadáveres quedaron desbordados.

La misión

El domingo 22 de marzo, a las seis de la tarde, me llama el brigada Pulido y me dice: “Marcos, a las siete tenemos que estar en el despacho del capitán [el capitán Leal], que tenemos una misión”. Vamos ahí a las siete, entramos en su despacho y es cuando nos dice: “Nos han encargado la tarea de ir al Palacio de Hielo porque se va a utilizar como un depósito. Por lo visto, las funerarias no dan abasto, no hay sitio donde depositar esos cadáveres y nos han encomendado esa misión”. En ese momento te da como una sacudida, piensas en lo seria que es la situación. Es sólo un segundo, quizá unas décimas, porque nos tenemos que marchar inmediatamente.

[En el Palacio de Hielo] nos estaba esperando uno de los responsables de ese espacio. Nos enseñó las instalaciones para que nos hiciéramos una idea de lo que había y con lo que podíamos contar. Le digo a mi capitán: “Mi capitán, para entrar en el hielo vamos a necesitar unos crampones o algo, porque con estas botas te resbalas”. Claro, una cosa es entrar y que te resbales tú solo, pero otra es trasladando un féretro. Pero lo más urgente era reunir el equipo necesario para acondicionar todo aquello. Nos dijeron que llamásemos a gente de la compañía para reunir voluntarios. Iba a ser un trabajo muy duro en todos los sentidos y era importante que fuesen personas dispuestas a venir por iniciativa propia. Teléfono en mano, empezamos a llamar: “Oye mira que hay esto”. “Sí”. “Sí”. “Sí”. Enseguida lo teníamos. Es que nadie dijo que no. “Pues mañana a las ocho de la mañana estamos todos aquí”.

[…]

Ocho de la mañana a las puertas del Palacio de Hielo. Allí estaban el capitán Leal, el brigada Pulido y los cabos Guerrero Endara, Gamarra, Roldán y Prada. También el cabo primero Rivas. Las calles estaban desiertas. Aún no había trascendido la noticia de que la pista de patinaje se iba a reconvertir en un gran depósito de cadáveres. Tenían mucho trabajo por delante. Lo primero que se les ordenó fue dejar los teléfonos móviles en unas taquillas próximas al hielo: “Estaban prohibidos, no podíamos utilizarlos”. Las autoridades no querían ningún tipo de filtración interna, ninguna fotografía de aquel depósito accidental. “Eso lo cumplimos a rajatabla”, defiende Pulido. Con el objetivo de evitar “miradas indiscretas” se cegó un mirador que había en la parte superior de la pista y se condenó una puerta de emergencia que había en un lateral. Todo quedó a oscuras, a expensas de la luz artificial. Sólo se podría utilizar el portón principal, fuertemente blindado por agentes de la Policía Nacional y de la Policía Municipal de Madrid. Ese sería el punto por donde accederían los coches funerarios y todo el personal implicado en la gestión del depósito.

La siguiente función fue establecer una distribución eficaz para los féretros. Uno de los responsables del Palacio de Hielo llevó a los militares a un gran almacén donde se guardaba diverso material. Los efectivos de la UME encontraron especialmente útiles unos grandes rollos de alfombra verde con los que constituyeron los pasillos sobre la pista de patinaje. Las alfombras eliminaban el riesgo a un accidente por patinazo y ofrecían la separación necesaria entre los ataúdes. “Se hicieron varias calles: la A, la B, la C… y las que las cruzaban eran números. En un principio eran hasta cincuenta, pero luego se tuvo que aumentar la cifra”.

Llegan los féretros al Palacio de Hielo

No había marcha atrás. El Palacio de Hielo se convertía en el epicentro de aquel terremoto silente, pero letal. Las luces del interior eran trémulas, artificiales. Clausuradas todas las ventanas, las sombras se proyectaban entre las gradas que se erigían junto a la pista de patinaje. Todos esos detalles, hasta entonces desapercibidos, cobraban de repente una trascendencia lúgubre. Sin darse cuenta los militares bajaron el tono de voz: “Venga, que aún queda trabajo por hacer”, y terminaron por adecentar el espacio. Comenzaron a llegar los coches de las funerarias para llevarse los féretros vacíos, recoger los cadáveres y trasladarlos nuevamente al Palacio de Hielo. Era media tarde cuando llegó el primero.

Todo el mundo estaba callado, nadie dijo nada. Nada. Silencio total. Salió el señor de Parcesa, abrió el coche y sacó el primer féretro. Lo único que se oía en voz baja era: “Lo siento”, “lo siento”, “lo siento”… (Rivas agacha la cabeza y habla con solemnidad, recordando el gesto que hicieron los militares de la UME al recibir el ataúd). Nadie nos dijo nada de que tuviéramos que decir lo que fuera y no conocíamos de nada a esas personas, pero… Mire (se levanta la manga y muestra el vello erizado del brazo). Todo el mundo quería estar ahí para ayudar. No podíamos, porque para trasladar el féretro tiene que ser entre cuatro, pero estábamos todos juntos ahí. Llevamos el féretro hasta el primer espacio, el ‘A1’. Cuando lo dejamos hubo gente que se santiguó. Otros que decían algo en voz baja: “Qué pena”. “Lo siento”. Tomamos conciencia del trabajo que nos esperaba. Esa tarde llegaron… fueron 12 fallecidos.

A pesar del frío, hacía mucho calor. O al menos así lo sentían los militares, pergeñados con su uniforme completo y los equipos de protección individual, volcados en un esfuerzo físico constante. El incesante goteo de coches fúnebres supuso la paulatina ocupación de las parcelas habilitadas en aquel depósito sobre el hielo. Los féretros llegaban mojados. Rivas parece evocar de nuevo el penetrante olor del desinfectante con los que los habían tratado, toda vez que en su interior había una persona fallecida por coronavirus. Los militares repetían la misma ceremonia improvisada sobre cada uno de los ataúdes. Unos rezaban, otros daban el pésame, pero a todos les brindaban unas últimas palabras de condolencias.

Miembros de la UME reciben instrucciones en el Palacio de Hielo durante la pandemia
Miembros de la UME reciben instrucciones en el Palacio de Hielo durante la pandemiaFotografía incluida en el libro 'Zona de operaciones'

'La muerte no es el final'

Llegó la noche del martes. Llevaban 36 horas de trabajo continuado cuando se les comunicó que venía un nuevo equipo de la UME para hacerles el relevo. Estaban agotados, física y emocionalmente, pero no recibieron aquella noticia de buen grado. “Mi capitán, preferimos quedarnos”, dijeron los militares. “Son las nueve de la noche. Entre que llegan, les explicamos los procedimientos, el funcionamiento de la base de datos, nos marchamos a la base para dejar todo y nos vamos a casa… nos van a dar las mil. Mejor que nos vayamos todos a descansar y mañana será otro día”. Todo aquello era cierto, pero también había un argumento compartido entre todos y que quizá no se atrevían a pronunciar en voz alta. Aquellos muertos eran también los suyos. O, al menos, así lo sentían. Se resistían a abandonarlos: “Nadie se quería mover. Nadie, ninguno. No podíamos dejar aquello”.

En medio del silencio que reinaba en todo Madrid no pasaba desapercibido el incesante trasiego de vehículos fúnebres que entraba y salía del Palacio de Hielo. Pero los militares se quedaban en un segundo plano, en el interior del recinto. Tampoco salían al exterior a las ocho de la tarde, cuando la población irrumpía en aplausos desde balcones y ventanas en agradecimiento a los profesionales que se desempeñaban en primera línea de pandemia. “Eso no era para nosotros, o al menos no podíamos participar en ello”, recuerda Rivas. “Trabajábamos con personas. Fallecidas, pero personas. No podíamos dejarlas para salir a la calle, por mucho que quisiéramos”. Hasta que un día los efectivos de la UME estallaron en una catarsis colectiva. Eran una veintena. Formaron en el exterior del Palacio de Hielo y, todos a una, alzaron su voz con fuerza. Fue un trueno que sacudió varias manzanas a la redonda. Los vecinos, sacudidos por el estruendo, se asomaron al exterior con curiosidad. La letra de la canción era inconfundible. Los militares cantaban ‘La muerte no es el final’.

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