Hace unos meses, Podemos y otras organizaciones celebraron unas jornadas cuyo título expresaba fielmente el mito político en el que se basa todo su discurso. Se titulaban Gobernar obedeciendo, y expresaban así la lógica de una organización social en la que el intermediario partido político prácticamente se desvanece y minimiza, y los ciudadanos son quienes toman las decisiones, que después los concejales o diputados se limitan a ejecutar. Caramba, expresado así parecería entroncar con el liberalismo político clásico, con la idea de que los gobernantes son meros ejecutores de la voluntad soberana de los gobernados. Lamentablemente, ese mito se disuelve como un azucarillo al analizar su articulación. El sistema de "círculos" de Podemos, el asamblearismo que sus impulsores iniciaron mucho antes de entrar en la arena electoral, ya desde el 15-M que se inició en Sol pero siguió en los barrios, y su desdén por esas asociaciones civiles privadas que llamamos partidos políticos, coinciden al milímetro con modelos teóricos de organización de la sociedad tan diversos como la Libia de Gaddafi, la Yugoslavia de Tito, la América Latina "bolivariana" o incluso la democracia orgánica de regímenes como el portugués o el español en la segunda mitad del siglo pasado. En general, esa ordenación pretendidamente asamblearia de la política se asemeja a la que, al menos teóricamente, establecen los sistemas de partido único (de cualquier color) que aspiran a una organización total de la sociedad, y a los que por ello se llama totalitarios.
La democracia asamblearia de círculos concéntricos culmina en el pequeño círculo central supremo: la camarilla, el 'presidium' del 'soviet' supremo, la nueva casta
A grandes rasgos, consiste en sustituir la elección de decisores por la codecisión en asambleas supuestamente libres. Es inevitable articular entonces una jerarquía de asambleas de mayor o menor ámbito territorial, ya que no puede hacerse una asamblea de millones de personas. Y aparecen también, entonces, sistemas de designación de representantes de las asambleas de nivel bajo en las del nivel siguiente, hasta culminar en una asamblea suprema. En ruso, asamblea se dice soviet, y la asamblea suprema es el soviet supremo. En el sistema capilar del franquismo español, la peculiaridad era la designación sectorial de los delegados por tercios (sindical, familiar y municipal) en virtud de los mitos del régimen. Un sistema capilar asambleario como el de Podemos y otros movimientos de izquierda no es más legitimador que la elección directa del poder ejecutivo (presidencialismo) o del cuerpo de tomadores de las decisiones legislativas (parlamentarismo). Es simplemente otra forma de delegación del poder individual en organismos colectivos, y no es precisamente más moderna ni se adapta mejor a la realidad tecno-cultural de hoy, ni resiste mejor la tendencia a la concentración de poder o a la corrupción. La democracia representativa actual adolece de una enorme falta de control ciudadano, porque se otorga un cheque en blanco a los representantes, pero la democracia asamblearia de círculos concéntricos culmina en el pequeño círculo central supremo: la camarilla, el presidium del soviet supremo, la nueva casta.
Puedo creer en la buena fe de miles de seguidores de Pablo Iglesias, que creen estar impulsando un sistema más fielmente representativo de la voluntad ciudadana, pero no creo en las intenciones profundas de los dirigentes de Podemos porque, precisamente, son expertos politólogos y saben perfectamente a qué conduce una jerarquía capilar de asambleas populares. Todo el que haya vivido una asamblea de facultad sabe a qué me refiero: al bullying político de los ortodoxos —los apparatchiks conectados con el núcleo de poder auténtico—, y a la milimétrica organización de la casta asamblearia para situar estratégicamente a sus dirigentes y controlar los procesos. Un sistema estatal gestionado de esta manera asfixia a los individuos y pronto deja de responder a la lógica de poder ascendente desde las asambleas de nivel local hasta la cúspide. La polaridad se invierte inevitablemente, y esa red jerarquizada, apenas descentralizada, de círculos, asambleas o como se denominen pronto termina sirviendo a la distribución de instrucciones y consignas desde el poder supremo hacia abajo.
La alternativa consiste no en sustituir la democracia representativa por la asamblearia, sino en preocuparse fundamentalmente de devolver las decisiones a las personas, a cada individuo
Hay una alternativa tanto a la evidente obsolescencia del sistema actual como a la involución que acarrearía el sistema retrógrado de los Errejón, Monedero y demás ingenieros sociales y políticos de Podemos. Y es sencilla. Consiste en salir del sistema actual de oligarquía política revestida de democracia, pero para emprender el camino opuesto al de Podemos: no alambicar aún más la organización política de la sociedad, sino simplificarla. No sustituir la democracia representativa por la asamblearia, sino preocuparse fundamentalmente de devolver las decisiones a las personas, a cada individuo. Si se emprende con decisión esa vía, al final poco importará que la organización de la política sea una u otra, porque su incidencia sobre nuestras vidas será mucho menor y mucho más soportable.
En la lógica de la escasez, desde una perspectiva demócrata, era muy razonable poner el acento en la exigencia de coparticipación, porque no había más remedio que tomar colectivamente muchas decisiones y no podía permitirse que las adoptara una camarilla, una casta. Pero en la lógica de la abundancia (coexistencia de opciones personales divergentes), lo razonable es exigir sobre todo la libertad de tomar autónomamente las decisiones propias. Y sí, por supuesto que sigue siendo importante que, en un Estado reducido a su mínima expresión viable, las decisiones políticas —las pocas decisiones que aún siga siendo necesario tomar en común— estén realmente legitimadas, que las más relevantes se sometan al refrendo del electorado, y que los ciudadanos puedan participar en el proceso político. Pero todo eso importa ya mucho menos que la devolución del poder bajo una premisa muy simple: toda decisión colectivizada que habría podido adoptarse individualmente entraña una usurpación. El colectivo no tiene legitimidad para decidir, por poner un ejemplo, los valores que se impartirá en la enseñanza, pues cada familia puede escoger los valores que desee, y consiguientemente la escuela que coincida con ellos. Este caso es extrapolable a infinidad de decisiones tanto éticas como económicas.
Lo que buscan los sistemas asamblearistas es legitimar la usurpación mediante la codecisión de los pares, pero el individuo de hoy no quiere codecidir sobre su propia vida y hacienda, sino decidir él directamente, en una línea que podrá coincidir o no con las decisiones simultáneas de sus pares. Esto configura un orden espontáneo, natural, muy superior al orden centralizado y planificado de los estatistas. Un orden mucho más rico, innovador y generador de prosperidad por la acción simultánea de millones de personas libres que desarrollan millones de planes, y no por millones de siervos del Estado que ejecutan el plan quinquenal decretado por él. Es, a diferencia del orden político caduco que aún tenemos, y a diferencia también del orden neototalitario de Pablo Iglesias, un orden libertario.
Juan Pina es Presidente del Partido Libertario (P-LIB)