Una literatura pedregosa, escrita en las faldas de cordilleras tendría que comenzar su recorrido en La montaña mágica, del alemán Thomas Mann, una novela que se refugia de la vida a la vez que la congela. Fue escrita antes de la Primera Guerra Mundial y en sus páginas, Mann narra la vida de Hans Castorp, un joven que acude al Sanatorio Internacional Berghof, en los Alpes suizos, para ver a su primo Joachim Ziemssen, enfermo de tuberculosis. En este lugar ingresan personas de la burguesía de toda Europa. Lo que no sabe Castorp es que una vez allí no volverá a salir hasta dentro de siete años. Las lentas caladas a los María Mancini –inolvidables esos cigarrillos- y la montaña nevada –a veces primaveral- hacen las veces de escenario para reflexiones sobre la muerte, el tedio y la propia idea de la vida escabulléndose entre acantilados. Thomas Mann se inspiró en la estancia de su mujer, Katia, en un sanatorio de los Alpes durante 1912 para escribir esta novela. Ella misma le describió detalles del lugar y de los pacientes a través de las cartas que se intercambiaban.
En este repaso a una literatura de la altura y el vértigo, los hay también de otro tipo, acaso obstinados. En 1879, Stevenson hizo el camino, entre Saint Étienne y Nimes, al Sur de Francia, sobre el lomo de Modestine, su burra. De aquellos días surgieron las páginas de Viajes con mi Borrica a través de las Cevenas. El autor de La isla del tesoro, tenía entonces 21 años, una afección en los pulmones, un despecho y ganas de escribir una historia. Por eso escogió los abruptos valles franceses. Con un vaso de coñac y 65 francos, y susurrándole prut, prut, prut, así a Modestine cuando esta no quería avanzar, Stevenson completó su viaje. Así recorrió los 220 kilómetros que separan Le Monastier-sur-Gazeille de Saint-Jean-du-Gard, un recorrido que ya cuenta con su propio recorrido turístico. De hecho, cada año, cerca de ocho mil personas hacen esta ruta, una buena parte de ellos a lomo de mula.
Para escritores paseantes, ninguno como Robert Walser. Nacido en Biel, cerca de Berna, en 1878, puede que el suizo sea el fantasma literario predilecto de muchos lectores y escritores -Calasso, Coetzee, Vila-Matas, este último walseriano a más no poder-. Su vida y su obra están dotadas de una cierta fugacidad, una vocación de transparencia y evaporación, ejecutada con letra febril, apretada caligrafía a lápiz de la que quedan libros como Escrito a lápiz. En su afán de no desear nada y simplemente desaparecer, ingresó voluntariamente en el sanatorio de Herisau (Suiza), aunque nadie sabe acertar si sufría una severa depresión o sólo quería apartarse del mundo y dedicarse a narrar lo mínimo, esa naturaleza que no necesita hacerse importante, porque “lo es”.Murió el día de navidad mientras daba uno de sus largos paseos por la nieve. Se dice que lo consiguió un grupo de niños, yacía tendido, con la mano en el corazón. El escritor y editor Carl Seeling lo visitaba con regularidad, y algunos domingos emprendían caminatas por Appenzell, un paisaje de colinas por el que solían perderse ambos en largas y contemplativas caminatas, muchas de ellas contadas por Seeling en el libro Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000).
Pero en el hielo también ocurren incendios. “Cuando la tormenta de nieve aísle la ciudad, nada podrá evitar un acto desesperado...”, escribe el premio Nobel turco Orhan Pamuk en Nieve (Alfaguara, 2005). En pleno invierno, un poeta y periodista regresa a su ciudad natal, la remota ciudad de Kars en la frontera de Turquía, después de largos años de exilio político en Europa Occidental. Ha iso allí para contar una ola de suicidios de chicas a las que se les ha prohibido llevar las cabezas cubiertas a la escuela. Unas elecciones están a punto de ocurrir y en ella los islamistas están a punto de arrasar. Una novela que combina política, religión y reflexión sobre la propia occidentalización y que ocurre en el amenazante y níveo paisaje de un hombre que regresa, acaso, en la peor estación.
Y para novelas venidas del frío, qué mejor que País de nieve, la primera obra de Yasunari Kawabata, el priemr japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968. Su título es la traducción literal del japonés Yukiguni. El nombre procede del lugar donde transcurre la historia, la actual prefectura de Niigata, a donde llega Shimamura en tren a través de un largo túnel bajo las montañas entre las prefecturas de Gunma (Kozuke no kuni) y Niigata (Echigo no kuni). En sus páginas, Kawabata cuenta la historia de Shimamura, un hombre que regresa durante tres inviernos a la región más fría del país atraído por la belleza de la estación y el tradicional estilo de vida. El verdadero motivo de sus viajes parece, sin embargo, Komako, una joven aprendiz de geisha que conoció en un viaje anterior. Él es un hombre rico, de mediana edad, experto en ballet occidental, aunque jamás ha visto uno con sus propios ojos, que intenta escapar de su matrimonio sombrío y de su vida en Tokio. Ella, una bellísima mujer vulnerable, que madura ante los ojos de su amante.Esta es una novela donde las sensaciones se amplifican. Lo narrado se impone en una lentitud blanca, láctea, gélida y, por supuesto, profundamenta solitaria.