Hay una cita apócrifa atribuida a Franklin D. Roosevelt sobre Anastasio Somoza que lleva dando vueltas por los periódicos y los libros de Historia desde los años 30: “Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, dicen que dijo el presidente estadounidense sobre el nicaragüense. Durante décadas –siglos, en realidad, desde la doctrina Monroe–, Estados Unidos vio a América Latina como su patio trasero, haciendo y deshaciendo en los asuntos internos de todos los países del hemisferio. La lista de esos hijos de puta es larga y recorre, como las puntadas en una cicatriz, las heridas de su más reciente Historia: Trujillo, los Somoza, Banzer, Videla, Pinochet, Noriega…
Aquella política provocó conflictos y guerras que, además, trajeron consigo otras consecuencias. En una de ellas, el narcotráfico, fija su mirada Narcos, la serie que Reed Hastings y Ted Sarandos, jefazos de Netflix, mencionan al unísono cuando se les pide una recomendación del catálogo de su compañía, que acaba de aterrizar en España. Como elección de marketing no está mal pensada. Estamos ante una producción calculadamente global, rodada en su mayoría –dos terceras partes, aproximadamente– en español y centrada en un tema que ha demostrado ser un imán para la audiencia: de engancharse a las drogas, la gente ha pasado a engancharse a series que van sobre drogas.
‘Narcos’ no se limita a una imagen simplista de Pablo Escobar. Por supuesto, es un villano, pero no responde al canon clásico.
Alternando los hechos reales con la ficción, Narcos sigue los pasos de Pablo Escobar, el contrabandista que cambió las mercancías clásicas por la droga cuando el negocio de la cocaína huyó del Chile de Pinochet (otro de “nuestros hijos de puta”). Lo hace muy al estilo Scorsese y desde el punto de vista Steve Murphy, un agente de la DEA enviado al patio trasero colombiano para dar con él en aquellos años 80 en los que Ronald Reagan financiaba operaciones encubiertas tras proclamar que las drogas ilícitas eran un peligro para la seguridad nacional. “La corresponsabilidad de los Estados Unidos en el problema no ha sido explorada [hasta ahora]”, asegura Chris Brancatto, productor ejecutivo de la serie.
A pesar de narrar la historia de Escobar desde los ojos de Murphy, Narcos no se limita a una imagen simplista del Patrón. Por supuesto, es un villano, pero no responde al canon clásico. En la tierra del realismo mágico –a él se aferra la narración en el comienzo del primer capítulo–, el narcotraficante es también el pobre con plata que reparte dinero entre los necesitados y se convierte en una figura casi reverencial. Antes de hacer saltar todo por los aires a mediados de los 80 con el narcoterrorismo, Escobar llegó a acariciar el cielo político como miembro de la Cámara de Representantes por el departamento de Antioquia (cuentan que ahí estaba, en el Palace de Madrid con otros narcopolíticos colombianos, celebrando la victoria de Felipe González el 28 de octubre de 1982, aunque esta escena no queda recogida en Narcos). Para bien o para mal, es esa ambigüedad lo que hace de él carne de leyenda.
Rodada en Medellín con un equipo internacional, la factura de la serie es impecable y las tramas no caen en el reduccionismo cultural. Aun así, algunos detalles, como el peculiar acento de Wagner Moura –el actor brasileño que interpreta a Escobar– resultan chirriantes, pero se perdonan gracias al trabajo de dirección de José Padilha, que ya había dado muestras de su estilo en la aclamada Tropa de elite. Definitivamente, Narcos no peca de ser el patio trasero creado por Netflix para mantener controlada a la audiencia en los países de habla hispana.
https://youtube.com/watch?v=FJ7B3qbj-5s