Se llamaba Olivia y la mataron. Presuntamente lo hizo su madre, quien habría preparado un cóctel de fármacos para provocar una sobredosis a la niña, de seis años. En ese momento de la vida, el mundo es observado con la sorpresa y la intriga de quien descubre algo nuevo detrás de cada esquina, pero no logra entenderlo. Es la época de las preguntas y de los preguntones; y los muchachos suelen acudir a los padres para tratar de obtener respuestas. La información que logran suelen procesarla con rapidez y agradecerla en forma de sonrisas con dientes de leche inestables o algún hueco entre las encías.
Los niños de las familias felices tienen confianza ciega en sus progenitores en ese período de la vida en el que la edad todavía puede demostrarse a través de un gesto con los dedos de las manos. El padre y la madre son concebidos como fuentes de calor, sapiencia y templanza.
Es difícil entender el nivel de locura y de maldad al que descienden quienes matan a un hijo. No hay acto más pérfido y bárbaro. Vengarse del otro progenitor con la aniquilación de la descendencia es quizás la mayor muestra de inhumanidad que existe. Es propio de alimañas.
Resulta muy reveladoras la mayoría de las reacciones políticas y mediáticas que han sucedido a la muerte de la niña Olivia. La presbicia colectiva -interesada- ha vuelto a orillar el debate sobre la protección que se proporciona a los niños cuando sus padres pierden la cabeza. Quien haya crecido en hogares de cimientos blandos sabrá muy bien la forma en la que los menores quedan expuestos a la irresponsabilidad y la idiotez de sus progenitores. De uno o de los dos.
Resulta inexplicable que un sistema que presume de ser garantista no ponga la vista en los menores de edad en estos casos. Es decir, en los inocentes
Porque mientras ambas partes batallan, los hijos -inocentes e inofensivos- asisten a gritos, desplantes e insultos con o sin pared mediante. Después, perciben silencios incómodos en los que la tensión en el ambiente es más abundante que el oxígeno. Tanto, que quizás modifique el ADN de los críos y les obligue a pagar un peaje en el futuro, en forma de trastorno de ansiedad o derivados. Cuando la guerra del día a día termina, suele iniciarse una batalla por mantener el orgullo y el usufructo de las propiedades. Eso obliga a que los niños tengan que recitar alguna mentira ante el juez o el secretario judicial para que el proceso no se complique. O a que sus padres les envíen entre el hogar de él y el de ella con facturas metidas en el bolsillo, por las que seguramente se inicie la enésima trifulca.
En situaciones extremas, como la de Olivia, el inocente muere a manos del guerrero loco. En este caso, sucedió después de que la madre perdiera el juicio y comenzara a interponer denuncias falsas contra el padre, contra su familia y contra sus amigos. Resulta inexplicable que un sistema que presume de ser garantista no ponga la vista en los menores de edad en estos casos. Es decir, en los inocentes y en los mayores afectados por los bombardeos que se desatan en su entorno. ¿De veras la justicia no puede actuar con una mayor celeridad cuando observa que uno de los progenitores ha perdido el norte?
Crímenes mediáticos
A Olivia la han utilizado estos días para denunciar que el tratamiento político y mediático que se otorga a un filicidio es diferente cuando lo comete una mujer a cuando el autor es un hombre. Prueba de ello es que Irene Montero y las sacerdotisas de la Igualdad ministerial han sido acusadas de guardar silencio ante lo que ha ocurrido con la pobre niña, lo que es cierto. Tampoco cabe esperar nada más de ellas. ¿Qué ocurriría si las presuntas defensoras de las mujeres dejaran de considerarlas como seres vulnerables, por naturaleza, y reconocieran que, al igual que los hombres, son capaces de actuar con vileza? Quizás los 120.000 euros al año que ingresan por cabeza serían todavía menos legítimos.
Conviene recordar que su gobierno indultó a Juana Rivas, la falsa madre coraje que pidió a la justicia que archivara el caso de los presuntos abusos sexuales a uno de sus hijos -según publicó El Mundo-, que habían sido denunciados después de que pasara unos días con su madre. El mismo Ejecutivo también concedió el perdón a María Sevilla, la presidenta de Infancia Libre, condenada por sustracción de menores. ¿Alguien de verdad espera que Montero y su tropa condenen el crimen de cualquier mujer? ¿Acaso todavía hay ciudadanos que consideran que la ideología radical de esta gente está supeditada al Estado de derecho y a la razón? A sabiendas de esto, en casos como el de Olivia sería mejor no mirarlas para no perjudicar más a las víctimas.
Olivia es víctima de la maldad, pero también del sistema que no la protegió. Hay niños que no mueren, pero que viven en prisiones inmerecidas. Les obligan a ver, a escuchar y a asumir la inestabilidad como algo habitual en la vida.
Porque entre manidos y estériles debates parlamentarios sobre las leyes paritarias, igualitarias e inclusivas, y entre peroratas de tertulianos de parte, resulta sorprendente cómo, en estos casos, suele evitarse la reflexión sobre la desprotección de los niños ante la maldad de sus familiares. No hay mayor síntoma de que un Estado es negligente que el asesinato de una menor cuya madre había demostrado, por acción y por omisión, que era un peligro para los suyos. Las instituciones no deben ser nunca ubicuas ni invasivas, pero cuando no actúan ante las tropelías, se convierten en protectoras de los delincuentes y apisonadoras de los vulnerables.
¿Por qué no lo hicieron en ese caso? Seguramente, el padre de la cría asesinada se lo pregunte una y otra vez estos días. Y seguramente haya jueces que tomen mil cautelas, en determinados casos, ante la posible reacción contraria de las hordas.
Todo esto es consecuencia de los fallos de cimentación del Estado de derecho, que se proyectan en los lugares donde se escriben los catecismos de los radicales; y se ejecutan en el Parlamento. Olivia es víctima de la maldad, pero también del sistema que no la protegió. Hay niños que no mueren, pero que viven en prisiones inmerecidas. Les obligan a ver, a escuchar y a asumir la inestabilidad como algo habitual en la vida. Es lamentable que se abunde tanto en la problemática de unos y otros colectivos, pero rara vez se aborde el tema sobre la infelicidad que sufren los menores por la estupidez de sus padres.