Hace muchos años, demasiados, que no veo a Javier Espinosa. La última vez, si no recuerdo mal, fue hace ya un lustro en una de sus visitas a Madrid, cuando ambos, con nuestras respectivas familias, coincidimos en un bar de una localidad de los alrededores de Madrid. Nos saludamos efusivamente y recordamos durante unos minutos viejas ‘batallas’ de antiguos compañeros de profesión. Ambos nos conocimos en el ya extinto diario 'YA', como animosos becarios. Él empezó en la sección de televisión. Yo, en la de sociedad, de la que luego pasaría a sucesos. De allí, volvimos a encontrarnos pocos años después en la revista 'Época' que entonces dirigía Jaime Capmany. Fueron los años de más intensa relación en la que firmamos a medias numerosos reportajes y me di cuenta de que, si bien mi futuro profesional estaba ligado a contar lo que ocurría en España, el suyo iba más allá de nuestras fronteras. Siempre agradecí que cuando cogía los periódicos, ya hubieran pasado por sus manos. Tenían subrayado en rojo lo más importante del día, sobre todo en las páginas de internacional.
Recuerdo que se fue a Inglaterra de friegaplatos a aprender inglés y regresó refiriéndose al microondas como ‘microwave’ con ese acento que tanto le caracteriza. Aunque lo que más me sorprendió fue cuando un día me dijo que se había comprado un viejo Seat 127, que vaya usted a saber cuántos dueños había tenido antes, para ponerlo a punto por dos duros e irse en sus vacaciones de verano a la antigua Yugoslavia, que entonces ya se desangraba en una absurda guerra de odios. Javier siempre ha sido así. Mientras otros intentamos desconectar en verano de esta profesión tan ingrata y, a la vez, tan posesiva, él se iba a seguir trabajando en lo que más le gustaba: contar lo que pasaba en países en conflicto. Él fue a los Balcanes y volvió… algo que su viejo coche no hizo. De hecho, al año siguiente volvió a repetir la jugada. Se compró un vetusto Seat 127 (nunca he entendido la fijación por este modelo de automóvil), dio clases de serbocroata y se marchó a pasar unas ‘tranquilas’ vacaciones entre francotiradores y bombas. También regresó y, si no recuerdo mal, en esta ocasión su coche también.
Mientras otros intentábamos desconectar en verano de esta profesión tan ingrata y posesiva, él se iba a seguir trabajando en lo que más le gustaba
Al verano siguiente cambió de continente y se fue a ‘descansar’ a África, que entonces reclamaba la atención de Occidente por la cruel guerra entre hutus y tutsis y, de ahí, a Sudáfrica, que entonces despertaba a la democracia. Recuerdo que comencé a leer sus crónicas firmadas como colaborador en el diario 'El Mundo' y que nuestro entonces jefe en 'Época' decidió despedirle (grave error para la revista y gran avance profesional para él). Tras aquello vino aquel rosario de destinos en el extranjero como corresponsal. México, Marruecos, Jerusalén, Beirut… Cuando estaba en el país magrebí, se encargó de cubrir los conflictos en el África Occidental que le llevó a sufrir su primer secuestro. Fue en la guerra de Sierra Leona y aún recuerdo como cuando salió indemne de aquello me relataba por teléfono entre risas cómo permaneció retenido por un grupo guerrillero que lo primero que hizo fue ponerle una caja de cervezas al lado para que bebiera con ellos. Nunca se ha considerado un héroe y sí un afortunado por poder hacer lo que más le gusta.
Fue el lunes por la noche cuando me enteré de que mi amigo Javier está de nuevo en un trance similar en Siria, país en el que literalmente se ha jugado la vida en varias ocasiones para contarnos de primera mano lo que está pasando en este país que poco a poco parece habernos dejado de interesar. Nos cuentan que está secuestrado desde el pasado 16 de septiembre en manos de un grupo insurgente islamista junto a otro compañero de profesión, el fotógrafo freelance Ricardo García, a la espera de que la ‘baraka’ que hasta ahora ha acompañado siempre a Espinosa y las gestiones de los que algo puedan hacer allí funcionen y ambos regresen a sus casas sanos y salvos. Cruzo los dedos para que así sea y me vuelva a encontrar con él tomando unas cañas por Madrid para recordar viejos tiempos, aquellos en los que se compraba un 127 para cruzar medio planeta y hacer lo único que sabe hacer: contar lo que ve allí donde los demás no podemos ir. Y luego dicen que los periódicos son caros.