Partido entre el Barça y el Espanyol. En el palco del Barça se sienta, visiblemente satisfecho, el expresidente catalán Jordi Pujol i Soley. Había sido recibido con la máxima cordialidad por el presidente de la entidad blaugrana, Laporta. Pujol, con su bastón, se sentó en la Llotja cuando faltaban quince minutos para que comenzase eso que los futboleros llama como el Derby catalán. La gente estaba encantada. "Mira, mira, és el President", decían como si viesen a De Gaulle por los Campos Elíseos cuando los aliados liberaron París. Es cierto que no le pusieron Els Segadors, pero todo el mundo en Cataluña sabe lo que supone ver de nuevo ahí, en el palco presidencial, a quien fue pastor de la grey separatista durante tantos años. Un símbolo. Los separatistas tienen en alta estima todo lo simbólico. Es lo suyo, su mundo. Acaso porque la realidad es muy dura y es mejor obviarla. ¿Quién desea reconocer que vas por la vida como un becerro sin esquila?
Y ahí estaba Pujol. Donde estuvo siempre, a excepción hecha del lapso de tiempo calculado entre su confesión de la famosa deixa del Avi Florenci y su reaparición, lenta, pero calculada al milímetro. El otro día les endilgó un sermón a políticos en activo como el consejero Giró o el mismísimo Junqueras acerca de financiación, interviniendo como un asistente más del público. Igual aparece en el Ateneu Barcelonés para que le hagan un homenaje que tiene que levantarse y agradecer con una sonrisa los aplausos en un restaurante cuando lo ven ante una mesa. Es él. Es el President. Pujol ha vuelto, piensan muchos. Porque ese símbolo al que hacíamos alusión, el del president inteligente -mira, mira, habla en alemán, decían maravillados los convergentes-, el del president que sí sabía meter en cintura a esos malvados de Madrid, el president con el que Cataluña obtuvo todo a cambio de no ceder nada sigue fascinando a muchos. Créanme, a muchos.
Que la mismísima Fiscalía Anticorrupción pida para él nueve años de cárcel por blanqueo de capitales y asociación ilícita no tiene importancia para Pujol ni para su público. Qué cony és això de la UDEF?, deben seguir diciendo
Es Pujol, se decían también los socis que en el Camp Nou hacen de cada victoria del Barça sobre el Espanyol poco menos que un acto de venganza histórica por el 1714 -su 1714- saliendo del estadio satisfechos por haber goleado al enemigo secular. Y ahí está. Ahí está Pujol agasajado por un club de fútbol que ya en los sesenta, ojo, en la terrible dictadura que oprimía a los heroicos próceres catalanes, se jactaba de ser más que un club. Un club que regaló su máxima distinción al Caudillo y que estaba dirigido por burgueses que debían a Franco fortunas y riqueza. Pero, al igual que el club ha capeado con todos los temporales, Pujol ha hecho lo propio y ahora está volviendo al primer plano. No reinventándose ni mostrando una cara distinta a la que siempre ha ofrecido al público. Nada de eso. Pujol vuelve como lo que más le gusta ser, como el presidente Pujol. Que su familia esté metida en un turbio asunto de dinero o que la mismísima Fiscalía Anticorrupción pida para él nueve años de cárcel por blanqueo de capitales y asociación ilícita no tiene importancia para Pujol ni para su público. Qué cony és això de la UDEF?, deben seguir diciendo.
Para entender lo que pasa en Cataluña les propongo un ejercicio. Imaginen si a Rodrigo Rato se le ocurriera aparecer en el palco del Real Madrid. O a Urdangarin. O a Bárcenas. Y que Florentino se hiciera fotos con ellos estrechándoles la mano sonriente, feliz, orgulloso de recibir a tales figuras. Pues bien, es lo de Pujol. Porque lo que demuestra la enorme monstruosidad que es el separatismo es que su presencia ahí, en el palco, se vea normal, se vea bien, se vea como una reparación, como un acto de desagravio, como un desquite. No es casualidad. En mi tierra Pujol supo entender que lo más importante para sacar adelante su proyecto político era manejar el símbolo, convirtiéndose él mismo en uno, en el más grande de todos porque Pujol era Cataluña y Cataluña era Pujol. Tanto es así que, a día de hoy, la gente se queda cortocircuitada ante su presencia. Son muchos años de culto al líder. Y ahí está. Mientras Cayetana Álvarez de Toledo repartía mandobles ideológicos a diestro y siniestro en TV3 sin que se le descompusiera ni el gesto, ni la sonrisa ni el cerebro, Pujol recibía con sonrisa plácida el calor de su gente, que no lo ha olvidado. Porque ahí está viendo pasar el tiempo. Míralo, míralo, míralo. Es Jordi Pujol.