En 1961, Adolf Eichmann, antiguo nazi, fue localizado en Argentina por el Mosad, secuestrado, trasladado a Israel y juzgado por crímenes contra la humanidad por su participación en la llamada “solución final”. Hannah Arendt, una judía que había huido de Alemania tras la llegada de Hitler al poder, asistió a la vista como corresponsal del diario New Yorker. Filósofa, dotada de una fina inteligencia y gran profundidad de pensamiento, Arendt captó rápidamente la complejidad del aquel juicio. Comprendió que Eichmann, un personaje que en realidad carecía del fanatismo y las motivaciones necesarias para actuar como lo hizo, podría ser una pieza clave para explicar lo ocurrido y desentrañar la verdadera naturaleza de la culpa en la sociedad alemana de los años 30.
Eichmann pertenecía a las SS, sí, pero no ocupaba una posición destacada en la jerarquía nazi. Era un cargo intermedio, sin autonomía para tomar grandes decisiones. A Arendt le sorprendió que fuera más bien un tipo mediocre, del montón, de ningún modo un sádico asesino. No había matado a nadie y tampoco había ordenado hacerlo directamente. Ni siquiera sentía odio hacia los judíos. Era un funcionario común, eso sí, un burócrata muy eficiente. Si se le ordenaba organizar un convoy para enviar judíos a los campos de exterminio, lo hacía diligentemente. Pero con la misma eficacia y devoción habría dispuesto un transporte de juguetes para los niños. No había violado ninguna ley vigente en esa época; al contrario, las había cumplido cabalmente. Y siempre había obedecido prontamente y de manera escrupulosa las órdenes de funcionarios superiores. Entonces, ¿por qué se le juzgaba?, ¿dónde residía exactamente su culpa?
Eichmann era culpable porque había renunciado al pensamiento crítico, al juicio para distinguir el bien del mal
Eichmann no era ni mucho menos estúpido, tampoco malvado por naturaleza. Era culpable porque había renunciado al pensamiento crítico, al juicio para distinguir el bien del mal. Como otros muchos, optó por cumplir órdenes como un autómata, sin plantear la menor objeción, aferrándose a frases hechas, a consignas, en línea con la propaganda que difundía el nazismo. Para Arendt, la culpa de Eichmann radicaba precisamente en esa actitud acrítica, acomodada e insensible. Su delito consistía en negarse a pensar, a reflexionar sobre el carácter manifiestamente injusto, discriminatorio e ilegítimo de las órdenes y las normas que debía aplicar. Cómo él, decenas de miles de personas en Alemania, que no eran intrínsecamente malvadas, habían optado por no reflexionar, no criticar, hacer seguidismo de terribles consignas y leyes. Con su pasividad, su silencio, su nulo pensamiento contribuyeron a la banalización del mal; es decir, a la conversión del mal en mera rutina, algo a lo que la gente acabó acostumbrándose y viendo como normal. Para Arendt, la degradación del pensamiento fue lo que condujo al holocausto.
Una sociedad para burócratas gobernada por burócratas
El caso de Eichmann es extremo, por supuesto, pero ilustra el problema a la perfección. La Alemania nazi sirve para demostrar hasta que punto se degrada una sociedad cuando abjura del pensamiento crítico, cuando la gente se aferra a consignas, a lo políticamente correcto. Al aceptar con normalidad leyes, decisiones gubernamentales que violan derechos ciudadanos, que contravienen principios fundamentales del derecho, los individuos contribuyen a que el mal se banalice. Y la sociedad entra en una espiral que conduce a la degradación.
En España hay demasiadas aberraciones oficiales sobre las que muy pocos osan manifestarse abiertamente, ejercer el pensamiento crítico, discrepar y oponerse frontalmente. La intromisión sin límites de los burócratas en el ámbito privado de las personas, en su toma de decisiones, hasta las más sencillas y cotidianas, está en el origen de esta anomalía, posiblemente la más grave en función de los costes materiales y humanos que conlleva. Sólo así se explica que hayamos cruzado determinadas líneas rojas, promulgando leyes, como la de violencia de género, que, al igual que en la Alemania nazi, violan la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia. La pasividad de informadores e intelectuales ante tamaños atropellos, y también del ciudadano común, es lo que contribuye a la banalización del mal.
Todo es controlado por unos políticos y burócratas ignorantes de las complejas interacciones económicas que existen más allá de las paredes de los ministerios
El poderoso efecto que produce el ejercicio burocrático del poder estatal, donde hasta lo abyecto se convierte en rutinario, explica, para Arendt, la escasísima emergencia de héroes provenientes desde las propias entrañas del nazismo. Lo cual, salvando las distancias, tiene paralelismo con la España del presente, donde un aparato estatal férreamente controlado por burócratas impide la crítica al intolerable fraude legislativo: más de cien mil leyes, normas y regulaciones que ocupan 1.250.000 páginas en el BOE y otras 800.000 en los boletines de las Comunidades Autónomas, han convertido en normal lo anormal. Hoy España es el país de la OCDE con mayores trabas y obstáculos a la actividad económica, lo cual está provocando que mucha gente tenga enormes dificultades para ganarse la vida.
Todo es controlado por unos políticos y burócratas que, ignorantes de las complejas interacciones económicas que existen más allá de las paredes de los ministerios, ponen cada vez más barreras al común, más controles y coacciones. Un marco regulador, imposible de cumplir, que permite a las administraciones sancionar discrecionalmente, limitar la libre competencia, favorecer a los amigos y garantizarse ingresos adicionales, mediante sanciones, que bien podríamos catalogar de “impuestos sumergidos”. Pura y simple rapiña.
Motivos para estar preocupados, muy preocupados
Muchos asuntos ponen en grave riesgo nuestro bienestar y, sin embargo, no son objeto del pensamiento crítico ni del debate. Sobre ellos ha caído un manto de silencio, han sido convertidos en tabúes. Sólo así se explica que Francisco de la Torre, inspector de Hacienda en excedencia y diputado por Ciudadanos, desvíe la atención e insistía en que “el fraude fiscal es una de las lacras más profundas de nuestro país”. No es el único: muchos otros políticos insisten en ello también. La propaganda oficial, que apunta invariablemente a un problema cultural, a la tradicional picaresca, y no a la perversa maraña legislativa, es monolítica. Estos voceros olvidan que la recaudación nunca será suficiente: ante un aumento de los ingresos, los interesados políticos siempre responderán gastando más. Sin embargo, lejos de proponer la simplificación legal, y el recorte drástico de la administración, exigen competencias parapoliciales, que se hagan públicas las declaraciones tributarias de todos los contribuyentes e, incluso, recompensar a confidentes que denuncien a presuntos defraudadores con un porcentaje de lo recaudado... ¿Pavoroso, no? ¿Recuerda a algo?
En una democracia mínimamente garantista, este trasiego de entrada y salida de la Administración a la Política y de la Política a la Administración debería estar regulado de forma mucho más severa
El origen de esta anomalía está en otra mayor. El burócrata, sea funcionario, abogado del Estado, juez o inspector de Hacienda, tiene todas las facilidades para acceder a la política, puede convertirse en diputado, ministro, y luego regresar sin la más elemental restricción a su puesto de origen, con acceso a información sensible sobre cualquier persona, incluso sobre los que han sido sus adversarios políticos o simplemente sus críticos. En una democracia mínimamente garantista, este trasiego de entrada y salida de la Administración a la Política y de la Política a la Administración debería estar regulado de forma mucho más severa. Es ahí donde debe endurecerse la legislación, donde hay que establecer cortafuegos. Es la Administración la que debe ser contenida y controlada por el ciudadano, por las leyes. No al revés.
Es hasta cierto punto comprensible que mucha gente en la Alemania nazi agachara la cabeza, no se atreviera a levantar la voz: tal osadía podía costar la vida. En la España actual, aunque la degeneración no es comparable, tampoco lo son las consecuencias de ejercer la crítica, de desafiar la opresora e interesada corrección política. A lo sumo conlleva recibir insultos, ser vetado en muchos medios, ver truncada la progresión profesional y, en el peor de los casos, dificulades para llegar a fin de mes. Es un precio asequible, comparado con las graves consecuencias de no hacerlo. Desgraciadamente, aunque Edmund Burke ya advirtió que para que triunfe el mal, basta con que los hombres buenos no hagan nada, muchos siguen sin estar dispuestos a pagarlo.