Análisis

El sacrificio de Rivera

  

  • Albert Rivera, líder de Ciudadanos, este miércoles en el debate de investidura.

La investidura la ha ganado Rivera, pero a un alto coste. Si Sánchez ha preferido la credibilidad suicida del “no es no” al patriotismo, la gobernabilidad y la sensatez, el líder de Ciudadanos ha mostrado una altura sorprendente. El sacrificio que ha hecho de su partido es encomiable. Ciudadanos ha quemado sus temas posicionales –la lucha contra la corrupción y la regeneración institucional- que le daban utilidad entre el electorado, al diluirlos en pactos con el PSOE y el PP sabiendo que no había posibilidad real de que se aplicaran porque no hubo ni habrá mayoría posible. La firma del pacto de legislatura permitirá a los de Rajoy subirse, mal que bien, al supuesto carro de la lucha contra la corrupción. El manido discurso de la corrupción como principal arma contra el PP ya no tendrá la fuerza que tenía. Ahora, eliminada esta cuestión como seña de identidad de Ciudadanos, solo queda ver quién promete más para combatir a los corruptos. Se ha convertido en una dimensión transversal, donde transitarán todos. Esto provocará, y provoca, diatribas como las de Iglesias y Sánchez como cuando dicen que “el PP no puede luchar contra la corrupción porque el PP es la corrupción”. Y como la investidura seguirá siendo fallida a no ser que haya un cataclismo en el PSOE, o que el PNV quede contra las cuerdas en el País Vasco, los chicos de Rivera se quedarán sin más programa electoral que la defensa del mínimo común de los dos pactos que firmaron.

Iglesias es el gran perdedor, aunque él, muy pagado de sí mismo, piense lo contrario. Su discurso fue bronco, con graves errores históricos y conceptuales, deshilvanado e improcedente, válido para un auditorio de conmilitones o una tertulia televisiva, pero inútil para la política verdadera. Al final, Iglesias, que debería dejar paso a Errejón –más coherente, mejor comunicador y menos fanático-, ha correspondido a la caricatura que de él hacen sus adversarios. Unidos Podemos es una amalgama de grupúsculos, cabecillas y cainitas ingenieros sociales cuya estrategia para tener presencia política es la confrontación constante. De ahí que hayan acogido el populismo como un instrumento para crear y conducir la crispación y transformarla en votos, sobre todo en esta sociedad del espectáculo donde la política se hace en una televisión hambrienta de escándalos que generen audiencia.

Rajoy aburrió donde tenía que aburrir: en las cifras macroeconómicas, esas mismas que no gusta a nadie oír aunque vayan mejorando

Pero un televidente no se convierte en un elector. Por eso es imposible que Unidos Podemos constituya hoy y así la alternativa de izquierdas y, por tanto, que sea razonable el temor que tiene Pedro Sánchez a que alguien le quite el protagonismo de la oposición. En consecuencia, el todavía líder del PSOE podría actuar con un poco más sentido de Estado, o pensar con perspectiva y convicción, y dedicarse a construir la oposición socialdemócrata que este país necesita. El espacio político está vacante entre un Ciudadanos desideologizado y tecnocrático, y un Unidos Podemos sumergido en un discurso antiguo, anacrónico, propio de la izquierda del 68. Es más; el país está cansado de exabruptos políticos y demagogia, y calaría un mensaje moderado de izquierdas, amable y asertivo, alejado de estrategias suicidas y de radicalismos rancios.

Rajoy aburrió donde tenía que aburrir: en las cifras macroeconómicas, esas mismas que no gusta a nadie oír aunque vayan mejorando. Y estuvo brillante en los últimos veinte minutos del discurso vespertino del 30 de agosto, cuando habló de política. A parlamentario no le gana ninguno de la nueva hornada, como vimos en las réplicas de ayer. Además, su capacidad para medir los tiempos y los movimientos de sus adversarios le han permitido salir favorecido. Ha conseguido que Ciudadanos mejore su imagen: ya no es un partido aislado, y parece que perseguirá la corrupción. Rajoy, guste o no, marcó el framing (los temas de debate) y el priming (el énfasis en unos sobre otros), lo que reforzó su liderazgo interno y externo, y consolidó su imagen moderada y de gobernante.

Sin embargo, fuera de este juego de candidatos y posiciones, lo cierto es que los partidos se han vuelto a mostrar incapaces de ponerse de acuerdo en iniciar las reformas institucionales que el país necesita. El parche de un gobierno minoritario al socaire de la oposición no servirá para arreglar la crisis del régimen del 78 en sus cuestiones básicas: la separación eficaz de poderes, un sistema electoral que mejore la representatividad y limite al menos la partitocracia, y la cuestión territorial. Las políticas socioeconómicas socialdemócratas las puede tomar cualquiera: no hace falta más que subir impuestos y ponerse a “repartir riqueza” y “combatir las desigualdades”, lo que nos llevará a una nueva quiebra muy pronto. Lo difícil es emprender un verdadero cambio. Sin esto, la desafección política, verdadero cáncer de las democracias occidentales, se podrá congelar, pero acabará aumentando.

Por eso, Rivera, en un discurso magnífico, quizá el mejor de su carrera, esta vez sí emuló al Adolfo Suárez de la investidura de 1979 que dijo aquello de que “el consenso fue una solución excepcional para un momento igualmente excepcional de nuestra evolución política -como ahora-, una prueba de la madurez y responsabilidad de los partidos políticos a la hora de defender los intereses del pueblo y del Estado”. Lamentablemente, no aprendemos.

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