Análisis

¿Y ahora qué? Ante el nudo rajoyano

   

  • Mariano Rajoy, presidente en funciones.

Si este viernes Rajoy prueba la amarga medicina del fracaso, dará comienzo el período más imprevisible y decisivo del año, sesenta días que pueden acabar en nada, pero que podrían abrir puertas que ahora mismo nadie se atreve a adivinar. Si Rajoy consiguiera esos votos que le faltan, lo que no parece demasiado fácil, tendríamos que pensar no ya en que no nos enteramos de nada, sino en que el secreto de todo consiste precisamente en hacer las cosas sin que se note.

La política española parece empeñada en especializarse en situaciones agónicas, en oposiciones radicales, en supuestas soluciones que no sirven para nada, y en críticas al sistema de todos los colores, porque el sistema es una entidad protoplasmática que en cada caso adquiere el perfil que precisan sus críticos, en fin, que lo aguanta todo. Por si acaso, no convendría olvidar que, aparte del sistema, están los que lo dirigen, y que, por ejemplo, culpar a los aparatos de control del Costa Concordia por haber embarrancado a escasos metros de la costa de Giglio, sería una insensata manera de ocultar la estupidez inescrutable de su irresponsable capitán.

La llamada crisis del bipartidismo

Una parte sustancial de la crítica a lo que nos pasa lleva tiempo dirigiéndose a otra entidad casi tan generosa con sus críticos como el sistema, el bipartidismo.  Lo peor de esa crítica es olvidarse de que el pretendido mal goza de una vigencia casi universal, mientras que nuestras lacras son muy específicas. Ninguna supuesta carencia del bipartidismo ha impedido a Cameron marcharse a su casa al ser derrotado en el referéndum del Brexit, nadie ha tenido que pedírselo, mientras que Rajoy amenaza con presentarse a unas terceras elecciones, “porque yo lo valgo” como dice el anuncio, pese a haber perdido el 40 por ciento de sus votos en 2011 y a tener el respaldo de menos del 23% de los españoles con derecho a voto, por no fijarme en otros aspectos igualmente notables de su ejecutoria al frente del PP.

Los supuestos beneficiarios de la crítica al bipartidismo se han acogido a un marbete no precisamente nuevo, el de la vieja política, que ya utilizó Ortega hace más de un siglo, pero, si algo ha demostrado el debate de investidura reciente, es que la supuesta nueva política es un apaño de trapos viejos. Iglesias ha hecho en el atril un numerito de circo perfectamente excusable porque está aterrado. Rivera confunde la política con salir en las fotos, y cree que para abrirse camino en este zarzal hay que olvidarse de lo dicho ayer para poder decir otra cosa mañana, que se puede dar la confianza a un político del que no te fías, como increíblemente ha hecho y dicho de Rajoy, y espera que le sigan dando el voto para hacer con él lo que se le ocurra. Frente a estos intentos baratos y baldíos de renovación, el PSOE y el PP siguen dando, al menos, la nota que de ellos se espera, aunque con notables diferencias entrambos.  

PP y PSOE, gemelos, pero no idénticos

Mientras Rajoy intenta exagerar una discordia que le ampare en el seno del PSOE, porque hay materia para ello, aunque no tanta como se finge en los abrevaderos del PP, el dedo de Sánchez lanzó una acusación a los diputados del PP cuando les espetó que lo anormal no es que el PSOE vote no a Rajoy, que lo extraordinario es que ninguno de ellos haya hecho nada para censurar al responsable de tanto atentado al Código penal.  El PP se muestra como un bloque monolítico, impasible el ademán, tras un Rajoy que oculta a sus espaldas un voto bastante más plural que el de la izquierda y al que está sometiendo a un duro régimen de lealtad que podría resquebrajarse todavía más en próximas ocasiones, una vez que el miedo a la victoria de Podemos haya quedado en lo que es, en una mentira barata, un matasuegras.

El PP se muestra como un bloque monolítico, impasible el ademán, tras un Rajoy que oculta a sus espaldas un voto bastante más plural que el de la izquierda

El PSOE no acierta a reconocerse como izquierda, pero Pedro Sánchez se está empeñando en aclararlo, y lo que sus enemigos llaman tozudez en el “no”, podrá empezar a verse como recuperación de un espacio seriamente socialdemócrata que ha sido doblemente vaciado, desde dentro, por Rodríguez Zapatero, desde fuera, por la manera en que Rajoy ha gobernado, absolutamente alejada de casi todo lo que pueda pensarse como razonable en un centro derecha europeo. El discurso de investidura de Rajoy tuvo, en este sentido, el equívoco mérito de desnudar sus motivaciones y dejarlas en su identificación del yo, mi y conmigo con el único Gobierno posible. Si esa es la mercancía que va a seguir ofreciendo la derecha será algo que pudiera ponerse en discusión en los próximos sesenta días, a nada que Sánchez acierte a encontrar una salida a su triple negativa, no a Rajoy, no a un Gobierno de retales, no a terceras elecciones, una proclama que, hasta ahora, ha sido tenida más como paradoja que como esperanza.

El discurso de Sánchez, aun sometido a un cerco implacable, no puede leerse sin reconocer en él la voluntad de un político que representa una idea, aproximadamente lo contrario de quien personifica lo que hiciere falta, como parece entender su encargo el imberbe Rivera, que en lo único en que no anda corto es en autoelogios, o de quien solo se defiende a sí mismo y a su posición, y ya no es necesario decir más. Claro es que a Sánchez le llueven las críticas por preocuparse únicamente de su porvenir, y se da a entender, lo que no deja de ser pasmoso, que eso no parece importar para nada ni al abnegado Rajoy, ni al Rivera dispuesto a cualquier sacrificio por la patria.

Un rajoyesco nudo gordiano

Rajoy se dispone a apurar el mal trago de su derrota convencido de que ningún Alejandro sabrá cortar el nudo con el que piensa haber atrapado a todos, muy en especial a su atrevido y encarnizado rival a quien espera poder arrojar a los infiernos de esa vida privada a la que tanto teme volver, me refiero a Rajoy. Pero bastaría que Sánchez invitase a levantar el dedo en un comité federal a quien piense que hay que hacer presidente a Rajoy, para que esa supuesta amenaza pueda pasar al reino de las fantasías. Por el contrario, si Sánchez hace una oferta abierta de Gobierno, con objetivos, planes y plazos, pero sin que esté presidida por don Mariano, podrá adivinarse con facilidad si Rajoy prefiere retirarse y hacer posible el Gobierno que tanto necesita España, o si prefiere que todos votemos entre mazapán y turrón. Ya se verá, como se verá si a Rivera le queda algo en la mochila.

Las terceras elecciones

Por malo que sea votar tres veces en un año, parece preferible a poner en marcha mecanismos que desvirtúen hasta la caricatura los resultados electorales y los mecanismos constitucionales. En ninguna parte está escrito que lo único que no puede discutirse sea el derecho de Rajoy a gobernarnos a todos, caiga quien caiga.

Además, no conviene olvidar lo mucho que aprendemos los electores con episodios tan cercanos. Si las encuestas se equivocaron de medio a medio en las elecciones de junio no se ha debido a que los encuestadores se hubieran vuelto repentinamente lerdos, sino, sobre todo a que carecían de precedente a la hora de interpretar sus datos. Imagínese, pues, lo que podría ocurrir en una tercera hornada, y con las enormes variantes posibles, sin Rajoy, o con Rajoy, ya sin miedo a que el histrión Iglesias se haga con la Moncloa, con el señor Rivera alguacilado, y así sucesivamente. Todo esto es lo que se va a ventilar en el otoño que nos espera, pero no dependerá de lo que pase sino de lo que hagan quienes pueden hacerlo.

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