En las democracias poco maduras, como sin duda es la nuestra, los políticos suelen ser presa de un tipo de confusiones que los filósofos llaman categoriales, de errores en la evaluación de factores que poseen rangos de realidad y de importancia muy distintos. El más importante de esos errores es, a mi parecer, la confusión entre el dominio de su partido y la relevancia electoral. A Dios gracias, y hoy por hoy, los partidos no han llegado a completar un dominio absoluto de sus electorados, por más que posean un control ilimitado de los aparatos políticos que acabarán por articular el voto. En consecuencia, el supuesto voto cautivo suele resultar un mito y el candidato unánimemente alabado por una cofradía de miopes e interesados puede encontrarse con un alto grado de desinterés y de rechazo entre sus electores, lo que significa que ese partido no es un cauce de participación de los ciudadanos, sino una empresa de mantenimiento en el empleo de sus cuadros.
Las falsas percepciones
Cuando los políticos tienen problemas con la realidad, suelen acabar siendo víctimas de la quimera. Las elecciones en Cataluña han dibujado un cuadro sociológico ya conocido, pero que unos y otros se empeñan en ignorar. La sociedad catalana está dividida en tres partes bastante resistentes a la modificación, algo más de un tercio de soberanistas, una porción ligeramente superior, pero muy similar, de partidarios de mantenerse en España, y un significativo resto de ciudadanos que no están dispuestos a zanjar personalmente un dilema tan extemporáneo. Es un cuadro difícil, pero no imposible, aunque seguramente es refractario a tratamientos meramente verbales como el de los terceristas, que hablan como si todo pudiese reducirse a una fórmula federal y sencilla, tontería difícilmente superable, pero que Pedro Sánchez se obstina en proponer como solución. Si estos mismos se empeñan, y a fe que a menudo lo hacen, en presentar el problema catalán, como una derivada inmediata de errores de sus rivales madrileños, en un inútil ejercicio de supuesta objetividad política, y sin dejar meridianamente claro que no se puede llegar a ninguna parte sin respetar la ley, entonces podemos tener un problema realmente grave.
Rajoy y sus secuaces han vuelto a hacer como que toman lo que Aznar ha subrayado como una opinión más, tratando de disimular el diagnóstico con un jarabe políticamente correcto y absolutamente inane
Da toda la impresión de que el cuadro podría llegar a repetirse de manera indefinida si se multiplicasen las elecciones, lo que indica claramente que la solución definitiva a un problema tan incómodo debiera buscarse de otro modo. Entiendo que hacer política ha de consistir no en proponer mantras, más o menos bienpensantes, sino en abordar el asunto en su complejidad, dándole salida, haciendo posible un esquema legal en que se pueda dirimir la cuestión de forma clara y contundente, a la canadiense, sin permitir, por más tiempo, que los que no podrán lograr la independencia de modo inmediato puedan seguir explotando de modo casi indefinido el espléndido negocio de su independentismo.
Donde las dan, las toman
Si no fuera que el asunto es lo suficientemente grave como para no tomarlo a chacota, produciría regocijo ver cómo la estratagema de tomar la ley como un artificio que puede ignorarse en beneficio propio, lo que resume a la perfección la estrategia independentista, ha hallado su propia medicina en el abundante voto otorgado a las CUP, unos personajes que, como ha señalado ácidamente Arcadi Espada, predican el ninguneo de la ley y aspiran a ganar, pero no sabrían qué ley imponer en el caso de lograrlo, ni qué demonio hacer con quienes les aplicasen entonces su propia medicina. Al sembrar la semilla de la desobediencia, el otrora partido de la burguesía catalanista no sólo ha desaparecido, sino que ha dado lugar a que se dibujen con nitidez sus propias pesadillas, a que crezcan quienes no sólo quieren quitar la bandera española de los mástiles oficiales, sino las cerraduras capitalistas de sus torres, los mismos, por cierto, que han dejado a un Podemos posibilista y ambiguo, confundido con el éxito de la astuta Colau, muy por debajo de lo que habían obtenido sus congéneres hace realmente poco tiempo. Puede que haya un Iglesias inglés, pero en Cataluña se ha perdido en las callejuelas góticas de la muy bella Barcelona. En fin, que Rajoy tiene un rival muy poderoso para ser considerado el peor político del primer tercio del siglo XXI, porque sus hazañas con el PP palidecen ante la habilidad suma de Mas para lograr lo contrario de lo que se supone perseguía.
Rajoy, Agamenon y su porquero
Aznar ha vuelto a tronar contra el destino manifiesto del PP, afirmando que no es precisamente glorioso. Al hacerlo de nuevo ha vuelto a romper un prejuicio que él mismo contribuyó a consagrar, la idea de que en el PP no es maricón el que dimite, como decía el refranero del franquismo, sino el que opina a destiempo, o sea, cualquiera que ose tener una idea propia. Rajoy en modo displicente, y sus secuaces en modo políticamente correcto, han vuelto a hacer como que disimulan y como que toman lo que Aznar ha subrayado como una opinión más, tratando de disimular el diagnóstico con un jarabe políticamente correcto y absolutamente inane. Un coro de bien pagados opinantes la han emprendido contra el expresidente, fieles al principio de que el que manda siempre tiene razón, aunque sea Rajoy, y a su corolario de que uno no se apunta a un partido para verter opiniones políticas, sino para aplaudir y obedecer. Que crean que ese es el único ungüento que puede unir a las diversas familias de la derecha moderada, a la fuerza que Aznar llevó al éxito tras décadas de predominio felipista, indica bien a las claras que, en realidad, ni creen en nada, ni tienen nada en la cabeza, que su posibilismo no es la estrategia del que sabe que la política consiste en evitar la guerra defendiendo convicciones, sino la astucia del que sabe subir la cucaña engañando a todos y creyendo que eso puede durar para siempre. Rajoy vacilando ante la sofística cuestión de la nacionalidad española de unos supuestos ciudadanos de la república catalana proporcionó una imagen memorable del político sin atributos, del general con el pecho repleto de medallas ganadas en monótonos y estériles cursillos para el ascenso.
Al decir una verdad en la que concuerdan Agamenón y su porquero, según la memorable pieza de Juan de Mairena, Aznar ha dado un ejemplo de valor cívico y no ya de que entienda la política de manera muy distinta, sino de que lamenta profundamente que quien le ha heredado haya renunciado a hacer cualquier clase de política distinta a un absurdo resistencialismo del disimulo y la ambigüedad.
¿Queda otra?
Algunos optimistas inasequibles al desaliento han querido ver en el pronunciamiento aznaril un signo de resistencia interior organizada, una operación inteligente y audaz destinada a poner a un García Albiol en lugar de un Rajoy/Sánchez Camacho a la cabeza de la lista por Madrid, pero los que tienen el sitio asegurado se apresuran a aclarar que ya no hay tiempo, que no hay que extrapolar, seguros de que después del desastre podrán seguir dominando los restos del naufragio, la nave que no lleva a ninguna parte, el buque fantasma, porque, además, en plan Jorge Fernández, siguen creyendo en los milagros, y lo mismo Rajoy va y gana a la quinta. Pero olvidan que, cuando el desgaste mina completamente la credibilidad del poder, lo que suele suceder a la segunda legislatura, las elecciones, más que ganarse, suelen perderse, y que la mejor oportunidad para Rajoy sería emular a Mas y ponerse el cuarto o el quinto en alguna lista con mejores posibilidades, tal vez la de Sánchez o acaso la de Rivera, pero no veo a Rajoy con la suficiente cintura, ya queda dicho que Mas es todavía mejor en la rara especialidad de destrozar las esperanzas de quienes un día ya lejano le dieron el voto.