No hay peor enemigo que uno mismo. Es una constante en la vida de los humanos, por mucho que muchos humanos lo ignoren. Muy probablemente es lo que le ha ocurrido al ya ex fiscal jefe Anticorrupción Manuel Moix, un hombre que no ha sabido medir el alcance de sus decisiones a lo largo de este efímero mandato de algo más de noventa días en que ha estado al frente de la Fiscalía más sensible de nuestro país.
Convencido de que había sido nombrado por el Gobierno de Mariano Rajoy para mejorar el funcionamiento de la Fiscalía Especializada en la Lucha contra la Corrupción y el Crimen Organizado, tomó posesión de su nuevo cargo con ganas de "poner orden" en la institución, en línea con lo que el Ejecutivo y el propio fiscal general del Estado, José Manuel Maza, pensaban que hacía falta.
Su programa de actuación introducía algunas reformas que, en mi opinión, eran necesarias en nuestro Estado de Derecho –como el que jueces y fiscales sean quienes dirijan a las Fuerzas de Seguridad del Estado y no a la inversa-, pero el hecho de que Moix haya pretendido aplicar esas reformas 'caiga quien caiga', con desprecio a eso que llaman mano izquierda, le ha pasado factura. Esta actitud autoritaria –unido a que su nombramiento, tras la marcha de la ex fiscal general del Estado Consuelo Madrigal y el nombramiento de Maza, fue cuestionado desde el minuto uno- fue haciendo mella en su perfil.
A Moix le preocupaba un pimiento lo que los medios de comunicación opinaran de él, pese a que en los dos últimos meses Maza se vio obligado a acudir en dos ocasiones al Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional, a dar explicaciones sobre las polémicas
No midió Manuel Moix las consecuencias que podía acarrear el intento de imponer su voluntad en los registros del caso Lezo. Él era el jefe y nunca pensó que, en una situación sin precedentes, los fiscales de este procedimiento, Carmen García Cerdá y Carlos Iáñez, pusieran sobre la mesa el artículo 27 de su Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal para que fuera la mayoría de la plantilla quien decidiera cómo debían llevarse a cabo dichas entradas y registros por parte de la UCO.
El resultado fue demoledor para el nuevo fiscal. Moix perdió por goleada: sólo dos de los 26 fiscales que integran esa plantilla optaron por respaldar a su jefe, mientras 24 se inclinaban por apoyar a sus compañeros. Ahí midió mal la dimensión del envite, error exponencialmente aumentado por el hecho de que el principal encausado de esa causa, el expresidente madrileño Ignacio González, manifestara en los pinchazos telefónicos opinión favorable hacia Moix (“un tío cojonudo”). Una frase demoledora frase de cara a la opinión pública. Aquello era algo más que una discrepancia jurídica. Aquello era una abierta rebelión de sus fiscales.
Tampoco midió bien las consecuencias del intento de apartar a los fiscales del 3%, algo que podría verse en Cataluña como un balón de oxígeno a los imputados por la presunta financiación irregular de Convergencia Democrática de Cataluña, ni que recibiera en su despacho a un imputado a espaldas de miembros de su Fiscalía, algo que se entendió como una manifestación palmaria de deslealtad, cuando el motivo de esa visita no era otro que denunciar a los acusadores públicos por coacciones. Todos los fiscales de Anticorrupción firmaron entonces un escrito remitido a Maza y amparando a sus compañeros, tal y como en su día adelantó Vozpópuli.
En las últimas semanas tuve oportunidad de conversar tranquilamente con Manuel Moix. Le pregunté cuál era su plan para tratar de apaciguar los ánimos en Anticorrupción. Su respuesta me dejó perpleja: se trataba de dejar pasar el tiempo, en la esperanza de que las cosas volvieran a su sitio por sí solas. Pura táctica Rajoy. La tranquilidad de que hizo gala en su explicación me pareció hasta temeraria. Un error garrafal, sin duda, puesto que estaba claro que el profundo malestar reinante en la Fiscalía no se iba a arreglar por arte de magia.
No era una cuestión de legalidad, sino de ética y, si me apuran, de pura estética. El jefe de los fiscales encargados de luchar contra la corrupción en nuestro país no puede ser titular de una sociedad en Panamá
Él era fiscal y tenía que hacer funcionar su nueva Fiscalía. Tal era su mandato y en esa disyuntiva le preocupaba un pimiento lo que los medios de comunicación opinaran de él, pese a que en los dos últimos meses Maza se vio obligado a acudir en dos ocasiones al Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional, a dar explicaciones sobre las polémicas en las que Moix –con mayor o menor razón- se había visto envuelto. Si había manejado con pulso firme a los 300 fiscales de la Fiscalía de Madrid, ¿cómo no iba a poder hacer lo propio con los de Anticorrupción?, me argumentó. Es evidente que tampoco había medido la importancia de los casos que se manejaban en su nuevo destino, de mucha más envergadura que los que había tenido ocasión de llevar en la Fiscalía Superior de Madrid.
Su adiós, sin embargo, ha estado marcado por otro escándalo. El de la sociedad puesta a su nombre y de sus tres hermanos en el paraíso fiscal de Panamá. ¿Por qué no reveló esta circunstancia a José Manuel Maza antes de ser nombrado? "Ni se me ocurrió; no le di la menor importancia", me respondió tranquilo. El hasta hoy fiscal jefe Anticorrupción volvía a medir mal las distancias. ¿Si un ministro como Soria fue capaz de viajar a los infiernos por algo parecido, cómo puede creer que no le ocurrirá a él lo mismo?, me pregunté sorprendida.
Este jueves Moix ha terminado por reconocer que su situación era insostenible, poniendo su cargo a disposición de Maza y presentando su dimisión. No era una cuestión de legalidad, sino de ética y, si me apuran, de pura estética. El jefe de los fiscales encargados de luchar contra la corrupción en nuestro país no puede ser titular de una sociedad en un paraíso fiscal. Es una verdad que muy posiblemente Moix solo haya entendido a final de su periplo.
El día en que aterrizó en su nuevo despacho de la calle Manuel Silvela, el aludido no quiso cambiar absolutamente nada del mismo. Su sentido institucional le decía que ese despacho no era de Manuel Moix, sino del jefe de Anticorrupción. Hoy, salpicado por los escándalos, lo abandona tras tres meses de turbulencias que lo han convertido el fiscal jefe más efímero de dicha institución.