Es, para muchos, el perfecto antihéroe. El epígono de Ulrich, el protagonista de “El hombre sin atributos”, la monumental obra inacabada de Robert Musil. El hombre sin cualidades específicas, sin características singulares. El registrador de la propiedad adosado al Partido Popular en cuyo aparato ha vivido, vegetado incluso, de forma confortable sin propósitos, sin necesidades, casi sin aficiones propias. Frío hasta parecer témpano. Sin sentimientos a flor de piel. Sin grupo propio. Sin ideología. Simplemente un honrado administrador cuya máxima aspiración consiste en entregar la estafeta a su sucesor, a poder ser un correligionario, en las mejores condiciones posibles. El antihéroe perfecto. Mariano Rajoy Brey se dispone a afrontar en menos de un mes una de las pruebas capitales de su vida, el examen que puede dejar el éxito de la mayoría absoluta de noviembre de 2011 anegado en el charco de ignominia que supondría pasar de esa situación de privilegio a la cuneta de la oposición. Con la situación económica, mal que bien, encarrilada, por todo equipaje, pero con la crisis política sin tocar, crisis de una España abierta en canal en busca de destino. Y en el momento más crítico posible.
Dicen que Mariano está bien, más tranquilo, apenas contrariado por las salidas de pata de banco de sus muchachos, aspirantes a reina por un día Montoro y García-Margallo, gallos de pelea a quienes la ausencia de guion, la carencia de un relato coherente, la falta de ordeno y mando que padece este Gobierno, deja sueltos por el prado cual marcianos adictos al desatino, hasta definir esa sensación de caos que el Ejecutivo transmite con tanta frecuencia. “Mariano no tiene guion porque no quiere tenerlo, y ya le va bien así, es su carácter, está en la esencia del personaje”, asegura alguien que le conoce bien. El caso es que está mucho más seguro que hace unos meses, en torno al verano, cuando el desastre amagaba por doquier. Dice Mariano que “vamos bien, pero no rodamos por un pavimento firme”. Todo puede pasar el 20 de diciembre. Todo, cogido con pinzas. Que al aventado Artur Mas, investido por fin presidente de la Generalitat al frisar diciembre, se le ocurra lanzar un envite que reclame contundente respuesta del Gobierno central, el gran miedo, o que el islamismo radical lance uno de sus sanguinarios zarpazos sobre España, un país sin la urdimbre unitaria que ha demostrado tener Francia, y ello a cuenta de las urgencias guerreras que parece les ha entrado a los Margallos -¿qué se te ha perdido en Mali, ministro, saltimbanqui? ¿Qué, a España?-, como fieles gregarios de la grandeur francesa.
Todo puede pasar el 20 de diciembre. Todo, cogido con pinzas
El PP se encamina por la senda del PSOE, un partido que no se ha recuperado del liderazgo omnipotente de Felipe González y transita por la cuesta debajo de la autodestrucción. “Si el 20 de diciembre perdemos el Gobierno, el PP se deshace como partido, se disuelve”, asegura persona de larga tradición en Moncloa. Los dos partidos del turno se han convertido en estructuras férreamente jerarquizadas en las que el presidente lo es todo, lo manda todo, sin contestación posible. En realidad son remedos de monarquías absolutas, maquinarias muy endebles, empero, tigres de papel cuyo norte se orienta a la conquista del Poder. Basta darse un garbeo por Ferraz o Génova y abrir la puerta de algún despacho para darse cuenta de lo que son PSOE y PP: cáscaras vacías, nada con gaseosa. De Adolfo Suárez a esta parte, los sucesivos Presidentes han tenido cada vez más poder y menos partido. Zapatero mandó más que Felipe, con menos cortapisas. Y Rajoy más que Aznar, en cuya cohorte anidaban tipos tan potentes como Rato (antes de su vulgar obsesión por el dinero), Arenas o Cascos, por ejemplo, con quienes había que templar gaitas.
No hay comunidad de partido; no hay partido
Todos han fracasado con la sucesión, todos han errado al tratar de transmitir el trono. “Lo más grave de Mariano es que ha destruido el partido. La sola decisión de nombrar secretaria general a la presidenta de una Comunidad Autónoma habla a las claras de su interés por el PP”. La situación, hoy, es que la derecha política española carece de una estructura de partido digna de tal nombre, carece de esqueleto de partido. Las familias –conservadores puros, populistas, democristianos, socialdemócratas y algún que otro liberal despistado- que se sientan en torno a la mesa del consejo de ministros son celdas aisladas que no comparten ni ideología ni afectos, que incluso se odian sin disimulo. La más potente hoy mismo, Opus Dei al margen, es la de los tecnócratas que encabeza la vicepresidenta Soraya, tipos que conciben la política como una suerte de ingeniería y a quienes sobra la gente, la militancia y las bases. Sin proyecto de país o cosa que se le parezca. Simplemente gestionar porque somos los mejores. Nos lo creemos. La propia Soraya. Los Nadal como prototipo. No hay una comunidad de partido. No hay partido.
Al revés que a Felipe o Aznar, a Mariano le incomoda el aura de las grandes fortunas
¿Dónde está situada la frontera del desastre? “El PP estará muerto en el rango de los 105/110 diputados, y seguirá vivo en el de los 125/130”. Esta segunda opción le abriría la puerta a un Gobierno de coalición (o similar) con Ciudadanos. Y ahí entra en escena el político estrella, el hombre-partido, Albert Rivera, un tipo llamado a reemplazar a lo viejo y caduco (el PP), de la misma forma que Pablo Iglesias se considera llamado a sustituir a lo igualmente viejo y caduco de la izquierda, el PSOE que fundara otro Pablo Iglesias, sorprendente guiño del destino, en 1879. Rivera es el político obligado a “destruir” el PP para apropiarse de sus cuadros y refundar un centro derecha moderno, capaz de embarcar al país en un proyecto susceptible de operar de lanzadera hasta el año 2050. Tendrá que ser una OPA amistosa, ni agresiva ni tumultuaria. Y tendrán que acompañar los resultados. Es una de las claves del 20-D: cuanto más fuerte sea la posición de Ciudadanos el 21 de diciembre, mayores serán las posibilidades de ese relevo histórico que la derecha española necesita. Última encuesta fiable (ni de partido ni de demoscópica al uso), recién salida del horno: PP, 120 diputados; PSOE, 80; Ciudadanos, 70, y Podemos, 35.
Habrá que esperar, con todo, a la macroencuesta del CIS, 17.000 entrevistas, con adjudicación de escaños por provincias, que conoceremos en diciembre. De momento, todo es un mar de incertidumbre: hay demasiada gente que quiere votar pero aún no ha decidido a quién. A pesar del escaso ambiente electoral –enmascarado todavía más por la tragedia de París- que se respira a menos de 30 días de la gran cita, en el inconsciente colectivo arde la llama de la importancia capital de estas elecciones como punto final de la Transición e inicio de un nuevo periodo histórico, con el declinar de los partidos que la hicieron posible y la aparición de nuevas siglas llamadas a empedrar el camino del futuro. Juega a favor del PP el miedo que brota de la incertidumbre del momento, prejuicio instalado con fuerza entre los votantes de más edad. En contra, la pésima imagen de partido apolillado -ni siquiera la corrupción-, incapaz de enviar un solo mensaje de regeneración a los españoles más jóvenes. Y, naturalmente, la ausencia de carisma personal del líder, ese hombre sin emociones que encierra la imponente arquitectura física de don Mariano.
Mariano no ha pastoreado a las oligarquías patrias
Un tipo complejo, con todo, nada simple, ojo, que nadie se equivoque, excepcional (“extraordinario, singular, único”, según el María Moliner) desde muchos puntos de vista. Su falta de apego a las pompas y vanidades de este perro mundo, por ejemplo. Su indiferencia ante las presiones de los opinion makers, reales o supuestos, también. Su olímpico desdén hacia los ricos. Porque los ricos (“es una necia diligencia errada;/ es un afán caduco, y, bien mirado,/ es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”, que escribió la carmelita mexicana), llamados a palacio piden, presionan, exigen incluso, terminan volviéndose agresivos, conformando un mundo que le es ajeno. Mariano es el resultado de un formidable trabajo de depuración existencial -mejor consumir vanidades de la vida que consumir la vida en vanidades-, cuyo ascético resultado final se concreta en alguien que sabe lo que le gusta e importa, sabe con quién quiere estar –su familia, su padre- y con quién no, y para quien lo demás se mueve en una gigantesca zona de sombra. Al revés que a Felipe o Aznar, a Mariano le incomoda el aura de las grandes fortunas. El hombre sin atributos no pide, no coacciona, no presiona. Razón por la cual no pastorea a las oligarquías patrias que, tan despistadas con él como Mas y su prole indepe, vagan sin ronzal por los cerros de Úbeda, como tantos de sus ministros, como el singular Margallo, el hombre que aspira a su minuto de gloria al estilo de un François Hollande salvado de la mediocridad por la violencia de la sangre vertida en París.
Es obvio, o así me lo parece, que la agenda de problemas que necesariamente deberá abordar el futuro Gobierno en la próxima legislatura reclama en Moncloa una personalidad muy distinta al antihéroe gallego. Albert Rivera parece haber abandonado la idea de reclamar al PP –lo cuenta este domingo aquí Federico Castaño- un candidato a la presidencia distinto de Mariano, con partido de homenaje incluido, para apoyar un Gobierno “popular” con el respaldo de Ciudadanos. ¿Cuatro años más con Mariano Rajoy Brey apalancado en Moncloa? Consolidar la recuperación económica es seguramente el más liviano de los problemas a los que ahora mismo se enfrenta España. Sinceramente, este país no está para más Marianos.