Hacía un frío despiadado, eso sí que lo recuerdo bien, como corresponde a mi tierra de León y al clima de hace medio siglo. Yo tenía quince años. En el instituto, a eso de las diez y pico de la mañana, los alumnos de Quinto dormitábamos en clase de Filosofía, consolados por la calefacción y arrullados por la analgésica voz de don Vicente.
En esto la puerta del aula se abrió de un empujón y entró a toda velocidad Marisa Calvo, la profesora de Ciencias, pálida y temblorosa:
–Perdona, Vicente, pero ha pasado algo muy gordo. Luisito, ven conmigo.
–¿Qué ha pasado?
–Que han matado a Carrero Blanco. Luisito, te he dicho que vengas conmigo.
Ninguno teníamos del todo claro quién era aquel Carrero Blanco, pero todos en mi clase sabían que Luisito era yo. Cómo odiaba eso. Marisa y su marido, Eduardo Zorita, eran amigos de mis padres desde antes de que yo naciera; Marisa había elegido dar clase a mi grupo de Quinto porque estaba yo, y no había forma de convencer a aquella tropa de cuarenta salvajes llenos de hormonas y espinillas de que yo no era un enchufado sino todo lo contrario: ella me exigía más que a los demás. Pero era inocultable una sobreprotección que provocaba unas humillantes caras de cachondeíto entre los compañeros.
La adorable Marisa me cogió de la mano, como si en vez de quince años yo tuviese cinco, y me llevó andando, sin soltarme, hasta mi casa, que estaba como a un kilómetro. Yo preguntaba pero ella no contestaba, solo se limitaba a decir: “Date prisa, date prisa”. Estaba muy asustada.
El asesinato de Carrero Blanco, para un adolescente de León de hace 50 años, era básicamente una de esas cosas que pasaban en Madrid. Era otro mundo, muy lejano. No teníamos conciencia de su importancia ni imaginábamos siquiera que pudiese afectar a nuestra vida. Pero yo vi, mientras Marisa me arrastraba, que la gente se metía en los portales y que las calles se vaciaban poco a poco. Aquel atentado (pero a aquellas horas era todavía un accidente, una explosión de gas) era, pues, algo grave. Algo de lo que había que tener miedo. Aunque hubiese pasado en Madrid. Tan lejos.
Eso fue lo único que empezó, o se agigantó, aquella mañana de diciembre: el miedo. Con el tiempo, y gracias a la influencia de otra profesora del instituto Padre Isla –Conchita Pérez Gómez–, yo estudié Historia en la universidad, y muy pronto me di cuenta de la importancia que había tenido aquel crimen, aquel atentado que levantó veinte metros el pesado coche del presidente del gobierno y lo envió, destrozado, al patio de un colegio de jesuitas. Y escribí mucho sobre aquello.
El asesinato de Carrero Blanco fue carne de conspiranoicos, conspiracionistas y conspirandeiros casi desde el principio. No llegó a los tsunamis de artículos, libros y películas que siguieron al asesinato de Kennedy por obvias razones
El asesinato del almirante tuvo muchas características singulares, pero yo creo que sobre todo dos. La primera es que a los españoles les dio por hacer chistes y hasta cancioncillas con aquello. Nunca he entendido qué gracia tenía, si es que tenía alguna, que a un señor que va en un coche, por más puntal de la dictadura que fuese, le pongan una bomba que le hace volar seis pisos y lo mata en el acto junto con su escolta y su chófer. No hay crímenes buenos y crímenes malos. Hay crímenes, punto. Claro que los chistecitos empezaron a circular bastante tiempo después, avanzada la Transición, cuando ya no había peligro de que te metiesen en Comisaría por aquellas gracietas y luego, como consecuencia de la eficaz acción policial, te llevasen al hospital. Pero ahora mismo no recuerdo ningún asesinato “importante” que haya provocado tal derroche de humor negro.
La segunda característica singular no lo es tanto porque es más común. El asesinato de Carrero Blanco fue carne de conspiranoicos, conspiracionistas y conspirandeiros casi desde el principio. No llegó a los tsunamis de artículos, libros y películas que siguieron al asesinato de Kennedy por obvias razones de tamaño histórico, pero hoy, medio siglo después, aún quedan merluzos que siguen preguntándose quién mató en realidad al almirante. Como si cupiese alguna duda.
La verdad es que el aluvión de conspirandeces fue un caso de mala suerte… provocada. Una de las pocas personas que sí sabía que iban a matar a Carrero fue la editora y escritora catalana Eva Forest, una de las más conspicuas defensoras de ETA durante décadas, que llegó a ser senadora por Herri Batasuna. Esta mujer, de personalidad digamos que extraña e inestable, publicó un libro –bajo el seudónimo de “Julen Agirre”– al año siguiente del crimen, que se tituló Operación Ogro. La batasunesca escritora demostró ser buenísima mezclando la realidad con la ficción.
La información sobre los horarios de Carrero la proporcionó la propia Eva Forest, que llenó su libro de falsedades para “borrar pistas” que pudieran conducir a la Policía hasta ella…
A su imaginación se debe, por ejemplo, aquel misterioso y atildado personaje que se reunió con los etarras en el hotel Mindanao de Madrid, y que les dijo que Carrero era muy fácil de matar porque tenía costumbres fijas y apenas llevaba protección. Todo eso es mentira. No hubo ningún señor atildado en el hotel Mindanao. La información sobre los horarios de Carrero la proporcionó la propia Eva Forest, que llenó su libro de falsedades para “borrar pistas” que pudieran conducir a la Policía hasta ella… y, caramba, por pura vanidad de escritora. Todo esto lo reconoció la propia Forest años después.
Pues hoy, al olor del 50 aniversario, estamos padeciendo en televisión (lo da Movistar) una serie que se titula Matar al presidente, dirigida por Eulogio Romero. Técnicamente es impecable, pero sigue casi al pie de la letra el libro de la enloquecida señora Forest, ya fallecida. Y claro, aparece el misterioso fantasma del hotel Mindanao. Y la CIA, cómo no iba a salir la CIA, con lo goloso que es meter a la CIA en todo lo que pasa, desde el asesinato de Carrero hasta la batalla de Lepanto o la muerte de Viriato, caudillo lusitano. Y aparece nada menos que Pilar Urbano, aquella mujer que hace años no tuvo el menor problema de conciencia para poner en boca de la reina Sofía lo que ella misma (Urbano) pensaba. Pues asegura esta mujer que la víspera del atentado, la noche antes, se colaron en el sótano que ocupaban los etarras unos misteriosos americanos que reforzaron los 70 kilos de goma 2 que habían puesto los terroristas con explosivos americanos de toda confianza, vamos, de plena garantía “explotatoria”. Porque cualquiera se fiaba de los dinamiteros vascos.
Es otra mentira, desde luego, otra invención que contribuye a ahondar aún más la profunda y oscura sima donde yace la credibilidad profesional de la señora Urbano. Pero para hacer una serie de tres capítulos, un falso documental que tendría su sitio natural en los albañales conspiracionistas de YouTube, lleno de trolas y de verdades a medias, vale perfectamente. Solo hace falta tener el suficiente desprecio por la verdad y por los espectadores.
Uno de los trabajos periodísticos de mayor altura y rigor que se han publicado sobre aquel atentado es el primer capítulo de la memorable serie La Transición, creada por Elías Andrés y Victoria Prego, que se grabó en 1993. Lo curioso es que los autores ponen la fecha del comienzo de la transición política precisamente allí, el 20 de diciembre de 1973, con el asesinato de Carrero Blanco.
Con el asesinato de Carrero Blanco no empezó ninguna transición. Solo se levantó la niebla helada del miedo, que llegaba hasta las calles remotas de mi ciudad. Un miedo más que justificado
Es un error… a medias. Con aquel atentado no comenzó ninguna transición a nada. Más bien al contrario. La inaudita elevación de Carlos Arias Navarro a la presidencia del gobierno (¡era el responsable de la seguridad de Carrero!), por obra y gracia de Carmen Polo de Franco, el médico Vicente Gil y el ayudante militar de Franco, Antonio Urcelay (entre otros),fue un cerrojazo a toda esperanza de apertura en la dictadura del decrépito general. Y esto a pesar de algunos tímidos intentos de progreso de los que Arias fue víctima, no impulsor, como el efímero “espíritu del 12 de febrero”. Arias Navarro puso las cosas mucho, muchísimo más difíciles de como las habría puesto Carrero Blanco de no haber muerto, entre otras cosas porque Carrero sentía veneración por el futuro rey Juan Carlos mientras que Arias le destinaba el más profundo de sus desprecios. Así que con el asesinato de Carrero Blanco no empezó ninguna transición. Solo se levantó la niebla helada del miedo, que llegaba hasta las calles remotas de mi ciudad. Un miedo más que justificado.
Truculencias televisivas
Pero aquel atentado sí cambió las cosas. Destruyó, física y psicológicamente, al dictador; y, esto sobre todo, dejó claro a todo el mundo que el régimen franquista se estaba desmoronando inexorablemente. Aquel día empezaron muchas “sinceras conversiones” a la democracia de contumaces alzadores del brazo derecho para cantar el Cara al sol. Y, por último, puso en el mapa a ETA, hasta entonces una mafia local que solo mataba, secuestraba y extorsionaba en el País Vasco, nunca fuera de él.
Sea como fuere, el asesinato de Carrero Blanco –Marisa, mi profe, me clavaba las uñas en la mano, de puros nervios, camino de mi casa– es hoy materia de estudio para los historiadores, no para los periodistas ni los políticos. No comenzó nada con él, pero sin él nada habría sido como al final fue.
Salvo mejor opinión de los inventores de truculentas series de televisión, desde luego.