Igual que existe un ritual del suicidio hay diferentes modos de dispararse en el pie. No son comparables porque en el fondo del suicida está esa trascendencia de la que hablaba Albert Camus y que se convertía en el gesto decisivo de una vida. Dispararse en el pie tiene algo de comedia y mucho de espectáculo. Se hace con ánimo de sobrevivir y de exhibirse, pero al tiempo aspira a generar piedad. Apurándolo mucho es un modo de crimen para cobardes, aquellos que faltos de condiciones para disparar al adversario lo compensan llamando la atención sobre lo mucho que les hacen sufrir.
Hasta la tarde del lunes 23 de septiembre yo seguiré pensando que los dos partidos de la supuesta izquierda no arrostrarán la responsabilidad de dispararse en el pie, porque sería tanto como exhibir algo que en política debe ocultarse como el pecado más nefando: la frivolidad. Ponerse a buscar culpables es ridículo y por eso queda para las campañas electorales. Darle vueltas a qué les une y qué les separa está fuera de lugar desde el momento que se habla de negociar; lo que tiene como finalidad hacer chicas las diferencias y omitir los principios, si es que nos tomamos la osadía de creer que alguno de los dos tiene programas, objetivos y ambiciones que vayan más allá de su engrandecimiento.
Tengo al PSOE de Pedro Sánchez por una organización de trepadores cuya más firme creencia consiste en la fe y la disciplina hacia su jefe, dueño de sus presentes y garantía de sus futuros. Lo poco que le quedaba al Partido Socialista de vida interna se ha ido achicando por la presión del mando y por la endeblez de los supervivientes de las querellas internas. En este sentido Sánchez no es un líder sino un símbolo de una forma de gobernar basada en el tuit para comunicarse y la improvisación como modo de gobierno. Vive al día y enfoca el mañana según las necesidades que se le enfrentan.
Cuando ofreció a Podemos una vicepresidencia y tres ministerios para formar un gobierno de coalición sui generis estaba sometido a los efluvios de un gabinete fulgurante que dejaría pasmada a la opinión pública y que le barnizaría de espíritu de estadista. Luego se lo pensó mejor, o más exactamente hicieron que se lo pensara un poco y que le viera los peligros al engendro. Peligro para él, por supuesto. Dejaría de llevar los asuntos públicos al modo secretario general presidencialista. Su experiencia es deportiva y eso significa que juega todo el equipo, pero bajo el férreo mando del capitán, y las formaciones deportivas, sean del deporte que sean, no se coaligan con adversarios: se enfrentan.
Si lo de entonces fue la merienda del ambicioso grupo renovador, esto de las Unidas Podemos no puede ocultar un cierto aire de Pancho Villa
Todo lo que se pueda decir del PSOE de Sánchez habría que añadirlo y multiplicarlo a propósito del Podemos de Pablo Iglesias. Cabría referirse a ellos como los que están todavía en la etapa de un partido al estilo del “clan de la tortilla”, aquella cita campera del naciente PSOE sevillano. Pero si lo de entonces fue la merienda del ambicioso grupo renovador, esto de las Unidas Podemos no puede ocultar un cierto aire de Pancho Villa. Todos respetan al jefe, pero luego hacen lo que les peta.
Detrás del rechazo de Podemos a la primera oferta de Sánchez a Iglesias latían dos corazones tan letales como queridos por la izquierda académica. El temor reverencial a ejercer el poder en el Estado; una anomalía freudiana tratándose de una mayoría de militantes que tienen por oficio el de funcionarios, en general de la enseñanza. Y segundo, la fragilidad de las relaciones de grupo que les hace proclives hoy a defender los escraches, mañana a los veganos, pasado a los animalistas, todo salpicado de apelaciones contra esas hipotecas inmobiliarias que todos ambicionan y que algunos elegidos obtienen.
Si hay un hilo común entre la dirección del PSOE de Sánchez y las Unidas Podemos de Iglesias está en cierto paralelismo en los comportamientos de ambos líderes. Rápidos de reflejos, oratoria eficaz, cultura visual, cero coherencia. Pocas cosas tan simbólicas como la imagen del combate de Foreman para ilustrar una crisis política. En ocasiones, tanto uno como otro tienen una particular obsesión para mostrarnos que en vez de cerebro exhiben una pantalla. Quizá creen que es la mejor manera de conectar con la opinión pública. Incluso se podría decir que trabajan para garantizar su futuro de tertulianos senior, charlistas de lo magnífico, como Zapatero. Su interés por aparecer con sus señoras, niños incluidos, no es precisamente un gesto de feminismo sino una aspiración que les facilita entrar en las páginas de Hola.
¿Y la gente? Eso es carne de campaña electoral, porque sería una obviedad que los centenares de tuits que producen por jornada fueran ellos quienes los escribieran -llamamos escribir a dejar signos, como los pueblos ágrafos- Para eso están los equipos de imagen y representación. Eso sí, son locuaces como los escolásticos antiguos a quienes bastaba con señalarles un párrafo canónico para que enhebraran un discurso.
No es que desprecien a la ciudadanía, sencillamente se quieren más a sí mismos, y a partir de ahí a todos
Que dos gallitos en corral ajeno no fueran capaces de entenderse parece una obviedad. Sucede también con los trileros, que no suelen llevarse bien y carecen de gremio; cada uno tiene su bolita y sus tres chapitas, únicas, no compartibles. La pregunta del millón es qué tienen estos personajes, megalómanos gustosos tras haberse conocido, de izquierda. O de derecha o de centro, me da igual. No es que desprecien a la ciudadanía, sencillamente se quieren más a sí mismos, y a partir de ahí a todos. No tienen partidos a los que responder sino hooligans a los que jalear. Es cierto que unos más compactos, quizá porque comparten poder y erario público. Otros, menos asentados porque aún no les ha caído el pelo de la dehesa acumulado tras tanta reunión que ahora descubren inútil por baldía.
Para llegar a donde ha llegado Podemos bastaba con saber esperar y no engañar a nadie. Había sitio para todos porque la derecha dejó el paisaje político hecho un erial. No serán ellos los que lo conviertan en un vergel, tampoco se lo proponen. Se conforman con jardineros, pero eso sí, con derechos de ingeniería agrícola.
No pido que sean buenos, ni honestos, y si me apuran sería benévolo con la honradez no demostrada y de la por venir que me temo nos dejará de un pasmo. Sólo aspiro a que sean eficientes en el ejercicio del poder, que es para lo que les votan quienes les votan. Todo menos frívolos.