Apuesto a que a muchos de ustedes les han contado ya el experimento de la rana hervida, ese en el que se plantean dos escenarios distintos. En el primero, se echa directamente al animalito en una olla de agua cociendo. Cuando el entorno es hostil y el cambio súbito, el anfibio pelea con todas sus fuerzas y, aunque en shock, consigue salir saltando del recipiente. Por contra, en el segundo escenario, se mete la rana con el agua a temperatura ambiente y se deja que empiece a nadar. El recipiente se calienta lentamente, la rana tolera el calor sin trauma y, aunque puede (y debe) saltar, no lo hace porque no percibe el peligro. Cuando se quiere dar cuenta, es demasiado tarde: muere hervida.
Permítanme que compare los totalitarismos con las marmitas de los batracios. Cuando su acceso al poder se produce de manera brusca y violenta, la historia ha demostrado que los ciudadanos se revuelven y pelean con fuerza. Sin embargo, cuando lo hacen mediante procedimientos sutiles de degradación de la calidad democrática, se inhibe casi totalmente la capacidad de reacción ciudadana.
Elecciones de 2019. Sánchez es un señor que, en campaña, promete defender la Constitución y el Estado de Derecho, dice querer poner a los golpistas a disposición de la justicia y apuesta por la igualdad y la libertad de los ciudadanos. Un joven apuesto que no duerme pensando en compartir gobierno con populistas de Podemos, que asevera que no se apoyará en el secesionismo catalán ni en los filo-etarras vascos para ocupar la Moncloa. Un galán que, en debates, cuenta que respeta la separación de poderes, que reducirá la grasa de la administración, que ayudará a las clases medias y al que, incluso, le preocupa hacer una reforma educativa de consenso.
Pero él sabe que no es verdad. Meses antes ha tenido que conformar “su banda de la moción” (de censura) y ha comprometido pagar en cómodos plazos esos apoyos. Llega al Gobierno. Toca comerse una a una todas las palabras y reconvertir, sin vergüenza, cada una de las promesas electorales. Moncloa bien vale un cambio de principios.
La adaptación al engaño, la arbitrariedad y los excesos debe ser tan grande, sutil y lenta que nos deje incapaces de reaccionar
No, no es cierto. No es cierto que los votantes y los españoles seamos lo de menos. De hecho, somos lo de más: los únicos que podemos exigirle las llaves del Gobierno en cuatro años. Por eso “que se nos acostumbre el cuerpo para no saltar con tropelías” (como los batracios del primer experimento) es primordial. La adaptación al engaño, la arbitrariedad y los excesos debe ser tan grande, sutil y lenta que nos deje incapaces de reaccionar.
Hay que hacer un manejo de la propaganda (y de los tiempos) magistral. Y se hace.
Un día, nos acostamos con una Carta Magna para España y nos levantamos con una Constitución “líquida” para un estado “plurinacional”. Al siguiente, vemos a Sánchez, sin rubor, aceptar golpistas como interlocutores válidos. Nos tragamos los indultos como “herramienta de reconciliación” en plena la serpiente informativa del verano. La memoria es lábil: ha funcionado.
Dos fotos -de cena y negociación- y muchos silencios cómplices, bastan para transformar a Bildu de elemento vergonzante a socio de presupuestos amigables. (Ya saben que las víctimas del terrorismo adolecen de una “memoria histórica” exagerada).
Nuestros hijos sufren una infumable reforma “de consenso” de la educación, en la que paradójicamente se ha vetado la participación en el Congreso de los responsables
Además de un Falcon y palacios públicos, nuestro presidente decide que necesita 22 ministros y 1200 asesores en la administración. Le sobra la gente que las está pasando canutas.
Suben el recibo de la luz un 300% , y nos acostumbramos a realizar las tareas del hogar guiados por un horario “fluido” al toque de corneta. Pero desde el Gobierno, eso sí, nos animan con pasión a combatir el cambio climático. Se van a dar menos ayudas a los palmeros que a los vuelos fantasmas de Plus Ultra, pero casi todos los ministros se han ya hecho una foto con el volcán. Nuestros hijos sufren una infumable reforma “de consenso” de la educación, en la que paradójicamente se ha vetado la participación en el Congreso de los responsables. Podría seguir sin tregua cinco columnas.
Son tantas las vejaciones que los españoles llevamos ya en el cuerpo que, en efecto, el presidente ha conseguido bloquearnos.
Vulnerar la Constitución
De todas ellas, y es difícil seleccionar, tal vez la mayor tropelía sea la vulneración del Estado de Derecho del segundo Estado de Alarma. En medio de una crisis brutal, se secuestró al Parlamento, no sólo hurtando la representación de los ciudadanos en los diputados, sino dejando al Ejecutivo sin control durante seis meses. Así lo ha determinado el Constitucional en dos sentencias.
Grave. Muy grave. Gravísimo. Pero más grave aún que la propia inconstitucionalidad de este Gobierno (que ya se está convirtiendo en costumbre) es la nula rendición de cuentas por ninguno de estos hechos. El Ejecutivo vulnera la Constitución y aquí no pasa nada.
La democracia y su calidad se sustentan también en la rendición de cuentas, la “accountability”, que es el indicador de la “temperatura del agua”.
Una democracia en la que no se rinden cuentas y no hay consecuencia por los errores no es democracia, es autoritarismo. Esta rendición de cuentas debe ser horizontal (ante el Parlamento) y diagonal (ante los medios). Pero también, ante la gravedad de lo acontecido, debería ser vertical, ante los ciudadanos. Pocas peticiones de cuestión de confianza, de mociones de censura, de dimisiones o de convocatoria de elecciones se han oído.
Puede que los españoles, como las ranas del experimento, nos estemos cociendo …o que estemos ya cocidos.