Opinión

Lo que ha cambiado de Adolfo a Pedro

La amenaza de dimisión de Pedro Sánchez ha provocado un seísmo político de dimensiones difíciles de recordar, eso lo estamos viendo. El temblor ha afectado a todos, incluidos aquellos que llevan años soñando con que este hombre se va

  • Felipe González con Adolfo Suárez en los pasillos del Congreso

La amenaza de dimisión de Pedro Sánchez ha provocado un seísmo político de dimensiones difíciles de recordar, eso lo estamos viendo. El temblor ha afectado a todos, incluidos aquellos que llevan años soñando con que este hombre se vaya; no es fácil tener preparados argumentos para responder, o al menos explicar, lo que hasta hace unas horas era inimaginable. Dábamos por hecho, a la luz de todo lo que ha sucedido durante estos años, que Sánchez haría cualquier cosa para mantenerse en el poder, incluido el vaciamiento institucional de España y de su Constitución, si así se lo exigían los mercaderes del templo de quienes depende su mayoría parlamentaria. Ahora mismo, eso ya no está tan claro. Y si dimite, no lo estará en absoluto.

A los que ya tenemos cierta edad, este anuncio del actual presidente nos trae inmediatamente a la memoria la dimisión del primer jefe de gobierno de nuestra democracia, Adolfo Suárez. Es el único precedente de una espantá de la Moncloa. Y, además de la obviedad de que Suárez dimitió en toda regla mientras que Sánchez se ha limitado a decir que se lo está pensando, hay curiosísimas semejanzas y muy notables diferencias entre ambos casos. Veamos.

Primera semejanza: la sorpresa. La dimisión de Suárez, que se produjo no en sede parlamentaria sino por televisión y en directo (aquel fue uno de los mejores discursos que le escribió Fernando Ónega al presidente), pilló a todo el mundo con el paso cambiado y, como decía hace un momento, dejó sin argumentos tanto a sus partidarios, que aún quedaban, como a sus críticos, que eran abundantísimos.

Segunda semejanza: el acoso. Suárez fue el primer político de la democracia (con la relativa excepción de Manuel Fraga) contra el que se montó una brutal campaña de descrédito, no solo político sino personal. Lo que entonces se dijo de él hoy nos parecerían cachetitos de monja, pero es que entonces no teníamos costumbre de las injurias a los representantes públicos ni existía el cáncer social que hoy se llama “populismo”. Hace 45 años era impensable que alguien llamase hijo de puta al presidente del gobierno en un medio escrito: te cerraban el periódico. Hoy es cosa común.

La operación de acuchillamiento institucional, político, mediático y personal que sufrió Suárez a manos del PSOE (con Felipe González y Alfonso Guerra en primera línea de combate) fue, para lo que se estilaba entonces, despiadada, casi canallesca, aunque hoy aquellos epítetos (“tahúr del Misisipí”, por ejemplo) nos parecerían hasta cariñosos o un pelín cursis. Pero es que Suárez ¿lideraba? un partido, la UCD, que se había convertido en un serpentario. Con muy pocas excepciones, como la de Leopoldo Calvo-Sotelo, aquellos políticos “de centro” debían su sillón, su poder y su fortuna al inmenso tirón mediático de Suárez entre la ciudadanía. Pero lo despreciaban. Era un advenedizo sin estudios, sin formación, sin experiencia en los salones del poder; lo único que tenía era audacia. Y cuando se creyeron lo suficientemente fuertes, fueron a por él. En los últimos tiempos, ni siquiera el Rey, que tanto había confiado en él, le aguantaba ya.

Pedro Sánchez, sin embargo, lidera un partido monolítico, en el que nadie se atreve ni a respirar. Ha transformado el PSOE, un partido que fue socialdemócrata clásico, en un partido de corte radical al estilo italiano, como tan acertadamente diagnostica Margallo en su último libro. Una formación que no le tiene miedo al populismo y que ha pasado de ser uno de los pilares de la democracia española a algo muy semejante a lo que se ve en el cuadro La parábola de los ciegos, de Brueghel el Viejo: no saben hacia dónde van, pero hay que ver con qué despreocupación caminan uno tras otro… y llevan al país detrás, lo queramos o no.

Es dulce creer que, con su adiós (sea ahora o sea cuando sea), el partido socialista podría recuperar la brújula socialdemócrata y sabría poner coto a los secesionistas mercaderes del templo que le tienen cogido, y bien cogido

Más diferencias. Suárez estaba construyendo una democracia partiendo de las torvas ruinas del franquismo. Eso es muy difícil y conlleva numerosos riesgos, entre otras cosas porque los partidos políticos de entonces no tenían costumbre de serlo, al menos no en un funcionamiento libre y a plena luz. Ahora es muy distinto: la posible dimisión de Sánchez no pondrá en riesgo lo que queda de la estabilidad del Estado. Es dulce creer que, con su adiós (sea ahora o sea cuando sea), el partido socialista podría recuperar la brújula socialdemócrata y sabría poner coto a los secesionistas mercaderes del templo que le tienen cogido, y bien cogido, por la delicada zona escrotal de los votos en el Congreso. Otra cosa es que se pueda recuperar lo que ya se ha arrojado por la ventana. Y ahí yo soy de naturaleza pesimista.

Otra diferencia: la Prensa. Cuando Suárez dimitió, aquel 29 de enero de 1981, no había televisiones privadas, ninguno teníamos internet y ni se soñaba con las redes sociales. La capacidad de esparcir impunemente excrementos escritos, mentiras, conspiranderías y demás basura era, entonces, mucho más limitada que ahora. Los medios tenían un concepto del periodismo mucho más limpio que el que algunos, muchos, tienen hoy.

Pero la prensa de trinchera, que siempre ha existido, aprendió mucho de aquello, sobre todo la ultraderechista: todos los presidentes del gobierno socialistas, y algunos que ni siquiera llegaron a serlo, fueron desde entonces atacados con verdadera furia por escribidores, plumillas, locutores de radio amonaguillados y todo género de golfos que en estos años no han hecho más que proliferar. El indispensable libro Las mil frases más feroces de la derecha de la caverna (Ed. Aguilar, 2011), del periodista José María Izquierdo, resume las montañas de atrocidades que los “periodistas conservadores” (de algún modo hay que llamarles) dijeron de Felipe González, Zapatero, Alfredo Pérez Rubalcaba y por ahí seguido (Moratinos, Chacón, De la Vega, cien más) hasta llegar a hoy. La prensa “progresista” de trinchera no se quedó atrás, sobre todo con Mariano Rajoy. Se demostró que la injuria, el descrédito personal mucho más que político, funciona. Da resultados. Convencer a la ciudadanía de que ese tipo de ahí (sea quien sea) no es que esté equivocado, sino que es un completo imbécil, un traidor y un ladrón, atrae votos.

Última diferencia importante: la amenaza. Suárez dimitió porque no aguantaba más tanta crueldad urdida contra él, pero no hay forma de olvidar que cuando él dijo en la tele aquella frase legendaria: “Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”, se estaba preparando un golpe de Estado del que estaba al corriente demasiada gente. Hoy los golpes de Estado son distintos. Ya no se hacen con un “zumbao” que entra a tiros en el Congreso sino organizando referendos más falsos que una moneda de tres euros… o vaciando de contenido la Constitución, las instituciones, las funciones de la nación y, en resumidas cuentas, a la nación misma. Los golpes de Estado se hicieron siempre contra el poder establecido; ahora es frecuente que se hagan desde él, para conservarlo al precio que sea, aunque ese precio consista en desnaturalizar por completo aquello que se pretende gobernar.

Quizá la diferencia más importante sea esta: Suárez, lo pareciera o no, resultó ser un sentimental, un “capitán Trueno” de corazón tierno al que las críticas, las mentiras y las traiciones hacían verdadero daño personal. Pedro Sánchez, en su ya famosa carta de “me lo voy a pensar”, sugiere que a él le pasa algo parecido. Cuando se pregunta si merece la pena seguir peleando en medio de tanta cochambre, no solo tiene razón en lo que dice sino que recuerda a su antecesor fallecido. De hecho, esta es la primera vez que recuerda o imita a Suárez, porque si algo está fehacientemente comprobado es que este hombre es un superviviente nato. Un insumergible.

Otra cosa es que esos dolorosos sentimientos seas ciertos, claro. O por lo menos sinceros. Pronto lo veremos.

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