Pablo Casado tiene algo que agradecerle a Iván Redondo, suponiendo que el supuesto cerebro que labura tras la efigie de Pedro Sánchez sea el responsable de esa patochada consistente en que, a partir de las 9 de la noche del domingo, cuando empezaron a salir los primeros resultados de autonómicas y municipales, el PSOE se presentara como ganador indiscutible de la jornada electoral, avasallando a PP y Ciudadanos en cualquier circunscripción. Creo recordar que Ángel Gabilondo estuvo casi una hora encabezando las listas de la Comunidad de Madrid con 48 escaños, para al final quedarse en 37. Porque, según corría el reloj, la pelea se iba equilibrando hasta el punto de que el PP logró arrebatar la alcaldía a la abuela Carmena y la Comunidad al venerable Gabilondo. De modo que el truco del mago Redondo, viejo donde los haya, ridículo, consistente en dar primero los resultados que nos son favorables con la pretensión, se supone, de minar la moral del adversario y elevar la nuestra, devino en fiasco hasta el punto de propiciar una ficticia “remontada” de los populares y convertir al vencido Casado en una especie de San Jorge saliendo victorioso, espada en mano, de su lucha contra el dragón rojo.
Dimos por muerto a Casado y resulta que está vivo. ¿Motivos para sentirse aliviado? Muchos. ¿Razones para estar tan preocupado como antes del domingo? Todas. Al filo de la medianoche del lunes, el palentino logró frenar el brazo asesino de quien tenía previsto ejecutarlo por la espalda ayer mismo, si las urnas hubieran arrojado el resultado que los más pesimistas preveían. Dicho lo cual, la situación del PP sigue siendo tan dramática como lo era hace 48 horas. Casado sigue reinando sobre el pantano judicial y el páramo ideológico heredado del infame Rajoy, de modo que si de verdad quiere asentar su liderazgo deberá ponerse a trabajar sin descanso desde ya mismo. Lo mejor que le ha ocurrido este 26 de mayo es que ha ganado tiempo, un tiempo precioso. En realidad ha comprado cuatro años para montar el partido que necesita él y probablemente el país entero. En el bien entendido de que ganar tiempo puede no significar nada si no se sabe utilizar, si se dilapida en el viejo y casposo tancredismo marianil. Las urnas, cierto, se han dignado darle una prórroga tan valiosa como inesperada. Ahí se la juega mi paisano, obligado a abrir ventanas, combatir la lacra de la corrupción, incorporar talento y levantar de nuevo el edificio de un partido de centroderecha moderno digno de volver a ser votado por algunos de los 6,5 millones de españoles que lo han abandonado en los últimos años. Y no estaría mal que la primera piedra de ese edificio consistiera en un ejercicio público de autocrítica por todo lo ocurrido desde 2011 a esta parte.
Tampoco le ha ido bien a Albert Rivera, por mucho que se empeñe en enfatizar las ganancias en concejales y diputados autonómicos, o en hacer cábalas sobre potenciales pactos capaces de concretar ese “tocar poder” por el que tanto suspiran algunos en Cs. El tan ansiado sorpasso ha quedado convertido en el sueño de una noche de primavera. No lo ha logrado esta vez y tal vez no lo logre nunca, porque la estructura de poder territorial del PP se ha demostrado un baluarte formidable capaz de resistir las peores tormentas. Pretender arrinconar a este viejo mastodonte enfermo presentándose apenas en 2.147 de los más de 8.100 ayuntamientos existentes es casi misión imposible. Lo cual quizá obligue a Rivera y su estado mayor a parar máquinas y hacer una pequeña gran reflexión sobre el destino de Cs en este perro mundo de la política. Para los millones de españoles que la votan, entre los que me cuento, la formación naranja ha lucido siempre el encanto de no ser un partido político al uso –nada que ver con los “partidos del turno”, PP y PSOE, convertidos en máquinas de poder y subsistencia de sus muy pobladas nomenklaturas- sino un medio para cambiar la sociedad, mejorar el nivel de vida de la gente y aumentar la calidad de la doliente democracia española. Que no es poco.
Replantear la estrategia de Ciudadanos
Desde ese punto de vista, tal vez haya llegado el momento de volver a replantear la estrategia de la formación, orientándola hacia misiones más modestas en teoría pero no menos trascendentes, tal que ejercer ese papel de partido bisagra que originariamente le parecía asignado, capaz de atar en corto, vía pactos a derecha e izquierda en Ayuntamientos y Comunidades Autónomas, a socialistas y populares para hacer cumplir la ley, prestigiar las instituciones y mejorar radicalmente el estado comatoso de esa democracia enferma, casi muerta, nuestra. El anuncio ayer de levantamiento de los vetos a PSOE y Vox parece una muy buena noticia. De manera inminente, Rivera tendrá que tomar decisiones que afectan a la gobernabilidad de Aragón, de Castilla y León y de Madrid, además de ayuntamientos tan importantes como los de Zaragoza y la capital de España. Con el PP como socio, y con Vox en la mesa de negociación, un Vox al que ya no se podrá despachar con unos cuantos collares de cuentas. Pero también con el PSOE, en el caso de los Gobiernos aragonés y castellanoleonés. Apasionante y delicada operación. Los acuerdos con el PP en Madrid deberían ir muy rápido, porque después de cumplido ese trámite será obligado plantear sin dilación la gran cuestión política del año, y quizá de muchos años, relativa al eventual apoyo de Cs, por activa o pasiva, al futuro Gobierno de Pedro Sánchez. La madre de todas las batallas.
Es verdad que, tras las rotundas negativas a pactar con el PSOE de los últimos tiempos, Rivera puede dejarse no pocos pelos en la gatera de esa contradicción, pero la dura realidad es que, por encima de los personalismos, la situación española es tan preocupante, dramática en algún caso, que los ciudadanos no entenderían que los egos hicieran imposible un acuerdo que por un lado asegurara una gestión racional de la Economía y por otro introdujera firmeza en el tratamiento que el Estado debe aplicar al envite lanzado por el separatismo contra la unidad y la igualdad de los españoles, que es tanto como decir la paz y la prosperidad de todos, la vigencia, en suma, de las libertades que garantiza nuestra Constitución. Nada ha cambiado tras el 26 de mayo. El golpe de Estado sigue tan vivo como antes en Cataluña y, lo que es peor, en Madrid, con los líderes de la revuelta esperando sentencia mientras crecen las voces que reclaman la absolución o, en el peor de los casos, el indulto. Barcelona, en manos del carlismo-comunismo desde el domingo, se ha perdido para la causa de Tabarnia, mientras el gran capo refugiado en Waterloo obtiene plaza en Estrasburgo, y el PP desaparece de Dinamarca del Sur y también del País Vasco.
Nada se podrá hacer sin el concurso de ese fatuo impenitente que es Sánchez Castejón, otro de los damnificados de la jornada electoral del domingo, por mucho que su victoria (en realidad de José Borrell) en las europeas haya sido indiscutible. Los resultados de municipales y autonómicas han supuesto una ducha fría, un duro golpe en el impostado postureo del personaje. La derecha ha recuperado la alcaldía de Madrid y ha mantenido el control de la Comunidad. Madrid es hoy el mascarón de proa de la España más rica, vital y abierta al mundo, lo cual explica la herida que lo ocurrido ha supuesto para la progresía en general y para el PSOE de Sánchez en particular. Por si ello fuera poco, el presidente en funciones ha sufrido otro varapalo no menos grave: el viaje a los infiernos de la irrelevancia de Pablo Iglesias, esa muletilla tan apañada, tan a mano, de que disponía para formar Gobierno. Sánchez ya no podrá decir que “el pueblo español quiere a Podemos en el Gobierno”, porque eso es mentira. Y cada día que pasa se impone la ominosa inconsistencia de esos magros 123 diputados con los que el susodicho está obligado a vadear la legislatura. ¿Qué hacer? Las opciones son escasas: o echarse en brazos del separatismo, en cuyo caso todos deberemos echarnos a temblar, o intentar algún tipo de acuerdo con Ciudadanos. Sánchez tendrá que enseñar la patita.